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Authors: Luis Gutiérrez Maluenda

Tags: #Policíaco

Mala hostia (9 page)

Las dos fotografías en las que Galina estaba acompañada de las otras chicas, eran planos muy cercanos que no permitían estudiar a fondo el entorno en el cual se encontraban. Usé la función «lupa» para buscar en los rasgos de las chicas algún detalle que llamase la atención, signos de parentesco, expresiones faciales indicativas de un estado de ánimo especial, contusiones, cualquier cosa que señalase un camino a seguir, fuera el que fuese.

No había nada, y si lo había, no lo supe encontrar.

En la tercera fotografía, la que mostraba la entrada de un edificio enmarcada por columnas de piedra, marqué con la lupa un punto verde situado al fondo y lo acerqué, era un ciprés. En la parte derecha de la entrada, una pequeña edificación podía ser una oficina, y una mancha borrosa podía ser una figura humana vestida de gris.

La cuarta fotografía, la que mostraba una carretera sinuosa con un edificio alto a modo de referencia al fondo del encuadre, despertó en mí imágenes conocidas, pero no fui capaz de aislarlas y darles nombre. Yo conocía aquella carretera, había pasado frente a aquel edificio en numerosas ocasiones, confiaba en ser capaz de ubicarlo en cualquier momento.

El espíritu de Gardel desde el averno cantaba:

Vestido como un dandi,

peinado a la gomina

y dueño de una mina,

más linda que una flor…

Los versos del tango desencadenaron los recuerdos que mi mente tenía guardados. Por aquella carretera iba yo a mis dieciocho años, vestido como un dandi de arrabal, peinado a la gomina, camino de Tossa de Mar. Mi amigo Jorge y yo veníamos de Lloret de Mar, acabábamos de ligar con dos muchachas holandesas ansiosas de intimar durante sus vacaciones con alguno de los machos ibéricos a los que sus amigas tanto habían alabado.

No tuvieron suerte, nos encontraron a nosotros. Pero hicimos lo que pudimos en aras del honor patrio, ya se encargarían ellas de exagerarlo cuando llegasen a su país. Así, junto a las corridas de toros, nació el mito del macho ibérico.

Más tarde, en aquella carretera se construirían numerosas urbanizaciones que se deslizaban hacia alguna de las calas más bellas de la Costa Brava. En la entrada de la urbanización que se bautizó como Cala Cañellas, se levantó aquel edificio alto, que a modo de faro ya se comenzaba a divisar saliendo de Lloret de Mar en dirección a Tossa de Mar. Para el conductor, aparecía y desaparecía según hacia donde virase la curva de aquella carretera construida, según todos los indicios, para rebajar el censo de conductores imprudentes.

Perfecto, yo era un genio y Gardel me ayudaba desde el más allá, solo faltaba que Philip Marlowe, el Detective de la Continental y el mismísimo Lew Archer me aclarasen qué hacía allí aquella fotografía.

Marlowe me miraba desde el borde de su copa de Gimlet y sonreía sin decir palabra, el muy cabrón. Me bebí su Gimlet y cerré el canal mental que me comunicaba con aquella panda de genios.

La quinta fotografía era la del cementerio.

Para que luego digan que no hay quinta mala.

Le metí lupa al panteón.

Dos ángeles en la entrada miraban al cielo, le recriminaban a Dios no haber sentido compasión de tan excelentes personas. Flores de hierro. Flores nacidas en la tierra que parecían frescas. Farolillos oscuros con una vela encendida en su interior, quizás eran bombillas. Una placa.

Le metí lupa a la placa.

Familia Tutusaus Margarit.

De puta madre. Y Philip Marlowe sin aparecer.

Metí lupa a toda tumba y panteón de los alrededores.

Familia Gómez Gumbau.

Familia Artells Rupérez.

Ilegible.

Ilegible.

Ilegible.

Dejé el cementerio.

Al comenzar había pensado que sin un trago me moriría. Fue una falsa alarma, hacía más de una hora que lo había pensado y seguía respirando. Pero estaba igual de sediento.

Carlos Gardel a lo suyo.

La sexta fotografía era la de la cala con una escalera que se empinaba montaña arriba hacia la mansión. La fotografía en la que alguien se había tomado tantas molestias para que la perspectiva vertical fuese muy larga.

De una cosa estaba seguro: yo nunca me había bañado en aquella cala, con holandesas o sin ellas, nunca había subido aquellas escaleras y casi con toda seguridad nunca me permitirían la entrada a la mansión a la que conducían, por mucha lupa que le metiera.

La séptima era el club de carretera propiedad de Andreu Torcal.

La repasé minuciosamente.

Allí no había nada reseñable a excepción de rubias de ojos azules, pero eso era en el interior. Quien había tomado aquella instantánea solo se había preocupado del aspecto exterior del club. Un feo edificio de color gris, sin el menor mérito arquitectónico.

Eran casi las dos de la madrugada cuando dejé de estudiar aquella fotografía. Cerré el «compo» haciendo enmudecer a Gardel, apagué el ordenador y me quedé un buen rato mirando al techo y pensando en posibles significados de las fotografías, si es que tenían alguno.

No sirvió para nada.

En la calle soplaba un viento ligero que traía el olor de las miasmas del puerto cercano. En la plaza George Orwell, un grupo de chicos y chicas se sentaba en el suelo y fumaba algo que con seguridad no habían comprado en el estanco. Tenían una colección de botellas de cerveza de litro y de vino barato rodeándoles. Uno de ellos sostenía una guitarra desmayada que no se atrevía a tocar. Quizás la acababa de ganar a las cartas y la estudiaba para futuros conciertos en el Palau de la Música.

Un tipo de aspecto nórdico que andaba tan borracho como un pamplonica en los sanfermines, trastabillaba a la búsqueda de una fuente desde la que lanzarse de cabeza.

Afortunadamente para él, en lugar de la fuente me encontró a mí. Puso los dedos índices de ambas manos sobre su frente a modo de cuernos, dijo algo que tal vez en su idioma significase «olé» y me embistió.

Le encajé un rodillazo en los huevos y se dobló sin decir palabra.

No me gusta la Fiesta Nacional. El tipo de la guitarra y un vecino suyo hicieron ademán de levantarse, no sé si para ayudar al que yacía en el suelo o para pedirme explicaciones. Metí una mano en el bolsillo y les señalé con el dedo de la otra mano extendido. Se quedaron quietos mientras me alejaba.

Fue una suerte, en el bolsillo solo llevaba un paquete de pañuelos de papel y las llaves del locutorio.

El chico al que le gustaba la Fiesta Nacional boqueaba en el suelo y se agarraba los huevos.

Doblé por la calle de la Rosa, que estaba desierta, imaginé a Néstor siendo agredido por los rapados y no me lo creí.

Mientras caminaba hacia casa mirando la fachada miserable de las viviendas del barrio, pensaba en cuerpos derrengados tratando de descansar en rincones malolientes, preparándose para afrontar un día que se desliza estérilmente hacia una nueva noche. Una noche que se estanca en un estado de aletargada estupidez hasta que llega el día y les rescata, y de nuevo comienza el deslizarse hacia la oscuridad. Son cuerpos perfectamente prescindibles para el resto de la humanidad, montones de deseos, esperanzas y necesidades que poco le importan al resto de la ciudad. Yo podía situarme en cualquiera de los dos grupos.

En algún momento me di cuenta que estaba canturreando inconscientemente:

Barrio… barrio,

que tenés el alma inquieta

de un gorrión sentimental,

penas… ruegos…

es todo el barrio malevo

melodías de arrabal.

Carlitos Gardel me había poseído y de alguna extraña manera me hacía sentir bien.

¿Y Galina?

Aquel era el punto: ¿Y Galina?

Yo no sabía qué hacer con el punto.

Pero aún tenía sed.

Antes de llegar a casa me paré en un bar que solo abre de noche, pero lo hace todas las noches de la semana. Permanece abierto hasta la madrugada, y entonces cierra hasta que oscurece. No había estado nunca, imaginaba que allí se reúnen, en solitario, damnificados por la vida de todas procedencias, cada uno albergado por su dolor. No podía ser tan mal sitio si lo pensaba bien.

En la barra, una mujer cuyo pelo rojo me recordó a una llamarada, me miró al entrar, luego fijó sus ojos en el cristal que tenía enfrente y pareció olvidarse de mi existencia. Tenía el atractivo de quien ha sido vapuleado muchas veces por el amor y esa tristeza ansiosa de renovarse una y otra vez.

La miré con todo el cariño que no sentía. Siguió mirando al espejo. Ni siquiera se molestó en acomodarse el pelo para que yo me diese cuenta de que me había visto y quería estar atractiva, despertar mi deseo.

Le pedí un whisky al camarero, un colombiano que debido al horario de trabajo, aún no había tenido tiempo de sentirse afectado por el jetlag. Era un tipo bajo y ancho, de ojos inescrutables y el pelo graso recogido en una coleta. Te miraba la primera vez como si estuviera pasando un escáner por tu alma; luego, cuando ya sabía de ti todo lo que necesitaba, parecía olvidarse de que estabas en el mundo. Por lo que hacía a su interés, podías beber el whisky que te servía o cortarte las venas.

Agoté el vaso en dos tragos rápidos y le hice una seña al colombiano para que lo volviese a llenar.

La mujer del pelo rojo me miró y dijo:

—¿Qué era lo que querías decirme hace un momento?

—Creo que te quería contar que yo era la mejor alternativa que tenías para esta noche, pero no sabía ni cómo empezar.

—Sucede en ocasiones, no te preocupes, ¿cómo te llamas?

—Atila.

—Como el rey de los hunos.

—Eso es, creo que nos entenderemos.

—No sé si eres una buena opción, Atila.

—A estas horas tal vez sea la única.

Miró con desencanto su vaso medio vacío y añadió:

—Ese es un buen razonamiento. ¿Vives por aquí o esperas que te invite a mi casa?

—En esta misma calle, princesa, tengo un palacio de veinte metros cuadrados. Está bastante limpio, teniendo en cuentas las circunstancias.

—Eso es muy sugerente, creo que no resistiré la tentación de visitarlo. Por cierto, me llamo Valentina y no soporto que un hombre al que no conozco se pase la noche llamándome cariño.

—Encantado, Valentina, pero antes de marchar permite que te haga la inexcusable pregunta en nuestras circunstancias. ¿Qué hace una chica como tú en un sitio como este?

—¡Gracias a Dios! He llegado a pensar que no me lo preguntarías nunca; sin esa pregunta nada es lo mismo entre un hombre y una mujer. Ya has terminado tu bebida, ¿nos vamos?

Nos fuimos. Le presenté mi casacama y me encogí de hombros en señal de disculpa. Me acarició la cara con el dorso de su mano y susurró:

—No he venido a que me guste tu casa, me interesas más tú.

Luego se desnudó con rapidez, se sentó en el centro de la cama, con los brazos sujetando las rodillas y el pelo rojo suelto cayéndole por la espalda.

—Tengo ganas de decirte que no acostumbro a hacer estas cosas, no así al menos, pero supongo que tampoco me vas a creer —me dijo.

Me encogí de hombros. La estuve contemplando sin el menor recato, quería saber si el color de su pelo era natural. El tono rojo más oscuro del vello de su pubis me lo confirmó.

—¿Se te ocurre que podamos hacer algo mejor que mirarnos? —me preguntó con una sonrisa casi infantil.

Hicimos algo más que mirarnos, aunque lo mejor de la noche fue quedarnos dormidos uno en brazos del otro. No fue algo premeditado, simplemente sucedió. Al despertar nos miramos casi con vergüenza, nada que ver con el par de bichos enfurecidos de la noche anterior.

Pero eso duró poco, el tiempo que tardó en ducharse y vestirse. Parece mentira lo que pueden hacer unos trozos de tela sobre el cuerpo humano.

Cuando se dirigía a la puerta, le dije:

—Oye, hay días que una mujer duerme aquí, conmigo.

—¿Lo dices para que hagamos un trío?

—Lo digo para que no se te ocurra montar un número cuando te enteres.

—Es un alivio que se trate de eso, Atila, no me gustan los tríos.

Luego me besó en los labios, un beso rápido y se marchó. No me dio su número de teléfono, ni me pidió el mío. No dijo que quería volver a verme, ni me preguntó si yo lo deseaba, simplemente se largó.

Me dejó su última sonrisa y un rastro de perfume caro, aunque en ningún momento vi un frasco en sus manos.

Yo también me senté en la cama y me cogí las rodillas como había hecho ella. Me sentía feliz, eufórico, me sentía capaz de sanar una angina de pecho con una tirita. Me sentía como un gilipollas adolescente.

Busqué con la mirada alguna botella de whisky, la encontré medio oculta por la cortina que tapaba el cubo de desperdicios y algunos trastos útiles para la limpieza a fondo que algún día, inevitablemente, tendría que hacer.

Pero no tenía prisa.

Al segundo trago de whisky mi ánimo mejoró a ojos vista.

Yo sabía que beber por la mañana no era aconsejable, de ahí al alcoholismo agudo solo había un paso. Yo solo necesitaba medio para alcanzarlo.

Así que tenía un problema.

Lo olvidé con el tercer trago. Había hecho firme propósito de enmienda.

Pensé en el cuerpo desnudo de Valentina mientras se abrazaba las rodillas. Pensé en su sonrisa de niña traviesa mientras yo estudiaba el color del vello de su pubis.

Bebí un cuarto trago y luego un quinto.

La botella debía de tener un agujero porque se vació.

Luego vino el
knock out
.

Creo que estuve así mucho rato.

No soy capaz de recordar cuánto.

Me despertó el teléfono.

Lena quería saber si me sucedía algo.

Yo también quería saberlo.

Segunda parte

El dictamen del forense fue que Andreu Torcal se había suicidado. Parece ser que dio un paseo por el sótano del club de su propiedad, encontró una soga, la colgó de una viga resistente, subió a una silla plegable, se pasó la soga por el cuello y le dio una patada a la silla. Su peso hizo el resto.

Toda esa serie de acontecimientos que habían concluido con la vida de Andreu Torcal se habían producido hacía dos días. Durante esos dos días yo había estado gastando vanamente el dinero de la peruana, no tenía ánimos para afrontar otra cosa que no fuese mi propia miseria, y tenía remordimientos.

Bueno, en realidad lo que tenía era una resaca monumental.

Sea como fuere, algo en mi interior me decía que mi deber era hacer algo que justificase el dinero que gastaba.

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