Read Mala hostia Online

Authors: Luis Gutiérrez Maluenda

Tags: #Policíaco

Mala hostia (5 page)

BOOK: Mala hostia
9.98Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Eso sucedió en su ya no tan cercana juventud. Y aunque en la actualidad Maruchi luce unos preciosos dientes de quita y pon, el apodo ha permanecido inalterable.

Sin embargo, Maruchi es una chica con iniciativas. Primero en los alrededores del parque de la Ciutadella y cada vez en más lujosos foros, elevó a categoría de «
delicatesse
» su mamada a encía desnuda, el colmo de la suavidad según cuentan sus exegetas. De esa manera ganó el dinero suficiente para inaugurar su propio club y olvidarse de chulos e incluso de clientes indeseados, para eso tiene a sus chicas. Ella solo obsequia con la especialidad de la casa a gente de posibles: políticos, mandos policiales e inspectores de Hacienda. Y aunque no les cobre, a ellos nunca les sale gratis.

Maruchi tiene otra especialidad, sabe todo lo que sucede en el barrio y en determinados círculos ciudadanos. No me pregunten cómo lo consigue, pero tiene la información. Y la vende.

De hecho, la noche en que cometí el desliz del que ya hemos hablado, yo había ido allí a recoger información. Pero se me fue la mano.

Pagué a quien no debía. Y lo hice por el servicio equivocado.

Luego no se me ocurrió nada mejor que inflar la nota de gastos.

Y se jodió el laburo fijo y la Seguridad Social.

El día de nuestro reencuentro, Maruchi me recibió en un cubículo que tiene al final del tubo. Allí lleva las cuentas del local y atiende las peticiones de clientes especiales. En cuanto entré, cruzó las piernas de forma que me tentase adivinar el color de sus bragas. No se trataba de conseguir trabajo, yo no formo parte de sus clientes especiales, son hábitos de puta veterana. Ni siquiera hace falta que te tengan en consideración, con ser hombre y propietario de un billetero, ya vale.

La valoración del contenido del billetero se comprueba inmediatamente después del cruce de piernas.

Si está lleno, hasta sonríen.

—Atila, qué sorpresa, ¿me añorabas? —me dijo sonriendo de dientes hacia fuera.

—Con desespero, Maruchi.

—¿A mí, o a alguna de las chicas?

—Necesito información, una cosa sencilla para ti.

—¿Eso lo dices para bajar el precio del trabajo?

—Noooo, es realmente sencillo, además ya sé que me vas a hacer precio de amigo.

—Atila, cariño, deja de joder, el precio lo voy a poner yo, por mucho jabón que me des. Anda, dile a tu amiga Maruchi de qué se trata y veremos lo que se puede hacer y cuánto te va a costar.

—¿Conoces a Casimiro Veciana?

—Me suena, creo que le llaman Casimiro el Ciego.

—No me digas que es invidente.

—No, pero siempre va ciego de algo, alcohol, cocaína, o las dos cosas a la vez. Podría ser que también le diese al caballo, de cualquier manera es un don nadie, una pieza menor. ¿Qué quieres saber de él?

—Ese fulano es el testigo principal del asesinato de un peruano. —La miré para ver cómo digería que yo supiera eso. Ella me devolvió la mirada, asombrada de que yo pensase que para ella algo tan nimio podía ser algo nuevo—. Quiero saber si hay algo oscuro en su declaración y, si es posible, las principales conclusiones del forense.

—Atila, cariño, ¿tú me tomas por gilipollas? La primera parte puede ser sencilla pero la segunda vale dinero, mucho dinero, ya sabes que yo tengo más contactos entre la policía que entre el cuerpo médico. —Maruchi mostraba una expresión entre dolida y ofendida, ambas falsas, que auguraba una dura negociación por el precio de sus servicios.

—Creo que será mejor que te hable del estado de mi cuenta corriente.

—Te escucho, amor.

—Doscientos euros y me quedo sin cenar las tres próximas semanas.

—¿Doscientos euros? —A juzgar por su tono de voz, las palabras se le habían quedado enroscadas en el cuello.

—Eso he dicho.

—Atila, lo que yo tendría que hacer sería largarte a patadas en este mismo momento, pero antes quiero hacerte una pregunta. Te echaron de tu trabajo por el dinero que gastaste aquí aquella noche, ¿no es cierto?

—Algo así, pero tuvieron la amabilidad de presentar un despido improcedente, claro que por mi parte tuve que firmar un finiquito de valor cero.

—Algo así… Tendrás tu información y me pagarás esos doscientos euros, el resto puedes considerarlo como una indemnización que yo te pago por los daños causados de forma indirecta. Y, escucha, Atila, los doscientos son al contado, en una mano yo pongo la información, tú en la otra los euros. Si no es así, yo me olvido de todo el asunto y hasta de tu nombre.

¿Les he dicho ya que Maruchi es todo corazón? Al salir, una fulana alta, con rasgos caballunos y unas enormes tetas siliconadas, a la que llaman Carmenchu Tetas de Palo, volvió la cabeza para evitar saludarme; estaba intentando hundir la calva de un tipo de perspectivas sexuales depauperadas entre sus generosas glándulas mamarias. Al mismo tiempo vaciaba con disimulo su vaso de whisky en el fregadero. Imagino que a mí me hizo lo mismo, ella fue la que mamó más whisky la noche de autos.

En ocasiones me imagino en Nepal ejerciendo de sherpa para una panda de niños caprichosos, ansiosos por clavar una bandera en una piedra situada encima de otro montón de piedras a las que se accede después de trepar con esfuerzo por una enorme acumulación de piedras. Después de este ejercicio de imaginación respiro hondo y me alegro de ejercer como detective privado en Barcelona.

Los engendros con los que me manejo aquí son más estimulantes.

El Barrio Chino de Barcelona, actualmente El Raval, por obra y gracia de la normalización lingüística y la reordenación ciudadana, es un lugar en el que mientras todos le llamábamos Barrio Chino no era posible ver a un solo chino y ahora que se llama El Raval está lleno de chinos. En el barrio hay calles en las que la totalidad de edificios parecen esperar una tormenta de las buenas para derrumbarse.

Y gente que opina que sería una bendición que sucediera. Un montón de inmobiliarias, un montón de políticos y algunos tipos raros que simplemente disfrutan viendo caer cosas y como la ciudad cambia de aspecto.

Yo prefiero que no suceda, aunque solo sea porque son mis calles y las de mis clientes y paseo por allí a menudo. Además, cargar con los cascotes de un piso patera incluyendo al montón de pakis, chinos, rumanos o magrebíes que lo habitan, me atemoriza.

Mientras paseo por mis calles, observo:

El tipo de la carnicería islámica sonríe en mi dirección. Me cuesta agradecérselo porque tiene un enorme cuchillo en la mano.

Dos muchachas filipinas pasan parloteando tomadas de la mano, el carnicero ahora sonríe en su dirección. A ellas el cuchillo parece no atemorizarlas, ya que le devuelven la sonrisa.

Un grupo de jóvenes negros cruza la calle indolentemente y le gritan algo, que suena vagamente a francés, a un negro altísimo que les contempla desde la puerta de un bar. Tiene un vaso largo en la mano y enseña un par de dientes con fundas de oro al sonreír.

Dos mulatas de acento caribeño le imprimen un tremendo balanceo a los culos embutidos a presión en unos sufridos pantalones de lycra de estridente color anaranjado.

Una puta coetánea de Shakespeare mira a los transeúntes sin demasiada esperanza y muestra una sonrisa triste como una petición de clemencia.

Unas gitanas rumanas discuten acerca de la zona de Barcelona que van a peinar ese día; la más joven acaba aceptando algo que no es precisamente lo que más prefiere a juzgar por sus muestras de desagrado. Se suena haciendo pinza con dos dedos en la nariz, estudia concienzudamente el resultado y cabecea complacida, luego carga con un niño de pecho que le tiende su compañera y se larga en dirección a la Rambla refunfuñando.

Tres muchachos asiáticos recién salidos de la adolescencia salen de un restaurante chino; el dueño les acompaña hasta la puerta y su expresión manifiesta una aceptación fatalista del destino. Los muchachos se alejan con cara de pocos amigos, balancean el cuerpo en el más puro estilo del Bronx neoyorquino, visten cazadoras ligeras de cuero, pantalones pitillo y zapatos de tacón cubano, y entran en un Mercedes de gama alta que espera en la esquina. La tríada no viaja en utilitarios.

Un tipo pálido contempla los carteles de caracteres árabes con expresión de estar extraviado, se dirige a un pakistaní adolescente y cruza unas palabras con él. El chaval hace un claro signo de incomprensión y se encoge de hombros. El tipo acentúa la expresión de perplejidad. Debe de ser de la tierra.

Mirándolo bien, no es más pálido que yo.

Entro en el locutorio y tropiezo con una bicicleta que alguien con prisa ha aparcado en el umbral, el trasto me cae sobre el pie y me hace aullar de dolor. Soy un tipo discreto y aúllo en sordina.

Esos son los días en que me arrepiento de haber gastado todo aquel dinero con las putas de El Reposo del Guerrero.

Demasiados días, diría yo.

Aquel día pasé por el locutorio solo para recoger posibles encargos, el episodio de la bicicleta no estaba previsto. Cuando entré, Lena tenía el teléfono sujeto entre el hombro y el cuello mientras se limaba las uñas.

Con suerte, en algún momento las sentiría bajar por mi espalda.

Me miró y le dijo al aparato:

—Mirá, acaba de llegar —y me tendió el teléfono. Cogí el teléfono mientras Lena subía el volumen del reproductor de CD que tiene sobre la mesa. La voz de Carlos Gardel inundó el locutorio:

Por ser bueno me pusiste a la miseria,

me dejaste en la palmera,

me afanaste hasta el color.

En seis meses me comiste el mercadito,

la casilla de la feria, la ganchera, el mostrador,

¡Chorra, me robaste hasta el amor…!

La voz de mi exesposa contenía un lamento:

—Atila…

—Rey de los hunos —respondí.

—Eres un cabronazo. Gracias a Dios que no tuvimos hijos; de haberlos tenido, en este momento se estarían muriendo de hambre.

—No, mujer, siempre os podría cazar alguno de los gatos que andan sueltos por el barrio.

—Mira que tienes mala hostia.

—Deben de ser estos cambios de tiempo que tenemos últimamente, afectan seriamente al sistema nervioso.

—Oye, yo no estoy para coñas, voy a denunciarte, te lo digo muy en serio.

—Acabo de hacer un ingreso a tu nombre.

—¿Es verdad eso?

—No, pero tengo algo de dinero y ahora mismo te dejo un sobre con Lena, puedes pasar a buscarlo.

—¿Todavía te tiras a la argentina?

—¿Y tú, aún te lo montas con el panadero?

—Yo nunca me lo he montado con el panadero.

—Joder con mi memoria, era con el tendero.

—Ni con el tendero, cerdo.

—Bueno, sigue buscando, algo encontrarás. Y colgué, metí en un sobre trescientos euros y se lo di a Lena, que me miraba con una sonrisa envenenada.

—¿Aún cogés con aquella puta?

Convencido de que se refiere a mi exesposa, le contesto:

—No, mujer, Mabel aún cree que si aguanta un par de meses más sin follar recobrará la virginidad que le robé con malas artes.

—Pues esa otra no está tan convencida. —Y me tendió un papel en el que estaba anotado el número de Maruchi la Desdentá.

—Vaya, creía que te referías a mi exmujer.

Lena se encogió de hombros y me enseñó los dientes.

Carlos Gardel, llora que te llora, seguía a lo suyo:

Lo que más bronca me da

es haber sido tan gil.

Si hace un mes me desayuno

con lo que he sabido ayer,

no era a mí que me cachaban

tus rebusques de mujer.

El golpe de la bicicleta aún dolía.

Marqué el número que me acababa de dar Lena.

La voz baja y algo ronca de Maruchi contenía implícita la promesa de delicias exóticas, pero no me hice ilusiones. A ella, mi bragueta le resulta tan estimulante como un paseo en barca por la desembocadura del Llobregat.

—¿Tienes el dinero, machote?

—Claro.

—Pues ven antes de que yo me arrepienta de darte tanto por tan poco. Te espero a las doce en el patio de la Escola Massana.

Cojeando ligeramente, me despedí de Lena, que me miró sin la menor compasión, y me dirigí a la cita con Maruchi. En la calle me mezclé con la multitud abigarrada que a aquella hora del día transita por la Rambla y calles adyacentes. De alguna manera me sentí protegido y anónimo. Si era capaz de soportarlo, aquello podía ser algo parecido a la felicidad de los elegidos que van al Paraíso.

Un lugar que yo sé que no existe.

Llegué al patio que da acceso a la Escola Massana a las doce menos veinte. Para hacer tiempo me acerqué a la Biblioteca Municipal que limita con el patio interior. Habían ampliado la zona de libros escritos en árabe. Ya doblaba con creces a los volúmenes de todo el resto de idiomas foráneos reunidos.

Ojeé un par de ellos por si había fotografías de muchachas en bikini.

No había.

Nada más salir, vi a un grupo de muchachos negros, unos sentados en unos escalones y otros paseando lentamente; estaban esperando la caída del maná de la una menos veinte y miraban hambrientos a una mujer sentada en el pretil de piedra. Llevaba unos pantalones que imitaban la piel del leopardo y se arrapaban a su culo como Hacienda a un defraudador; el jersey cruzado de color carne, modelo «puta en horario libre», realzaba el buen par de tetas de Maruchi.

Me senté a su lado y le di los doscientos euros.

—Mi cena de las tres próximas semanas —le dije rezando para que no fuese cierto.

—El Ciego estaba durmiendo el sueño de los borrachos a la hora en que apalearon al peruano. —Mientras lo decía, los cuatro billetes de cincuenta euros desaparecieron en las interioridades del jersey de Maruchi; los imaginé tibios y agradecidos entre la piel suave de sus tetas.

—Eso que has dicho, ¿va a misa?

—Puntual como una beata. Esa es la información que vale tus doscientos euros, ahora viene la que cancela la deuda que nunca he tenido contigo. En el pelo del peruano había arena, la cabeza era lo único entero que tenía, le dejaron el cuerpo machacado, el bazo roto y una hemorragia interna suficiente para acabar con su vida si las otras heridas no lo eran.

—Arena en el pelo. O sea que no está claro que le matasen en el callejón.

—Chico, tú servirías para detective.

—La policía tendrá que abrir una segunda línea de investigación.

—Yo no apostaría mi virginidad a eso. Y si la abren, esperarán resultados rápidos. Si no los hay, seguirán la línea xenófoba. Por este lado todo el mundo estará contento y no recibirán presiones.

BOOK: Mala hostia
9.98Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Catching the Big Fish by David Lynch
Knight of the Highlander by Kristin Vayden
Spellwright by Charlton, Blake
Traitor by Julia Sykes
Plenty by Ananda Braxton-Smith
The First Rule of Ten by Gay Hendricks and Tinker Lindsay


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024