Aillas y Tatzel pasaron frente a un taller de construcción de embarcaciones, a orillas del lago. En un muelle cercano estaban atracados varios botes pequeños.
En el lago, un esquife se acercaba, conducido por un hombre alto y flaco de cara pálida y larga, y pelo negro hasta los hombros. Acercó el esquife al muelle, echó amarras, cogió un cesto de pescado y desembarcó. Se detuvo para estudiar con detenimiento a Aillas, Tatzel y los cuatro caballos.
El pescador llevó el fruto de su trabajo a la carretera, donde dejó el cesto e interpeló a Aillas con voz profunda:
—Viajeros, ¿de dónde venís y adonde vais?
—Venimos de recorrer una larga distancia por los brezales de Ulflandia del Sur —respondió Aillas—. Nuestro destino será decretado por Tshansin, diosa de los Principios y los Fines, que avanza sobre ruedas.
El pescador sonrió desdeñosamente.
—Eso es superstición pagana. No soy de naturaleza proselitista, pero lo cierto es que una sabiduría unificada rige el Tricosmos, manando de las raíces del Roble fundamental Kahaurok, para formar las estrellas del cielo.
—Eso creen los druidas —replicó Aillas—. Tu pensamiento parece estar basado en su doctrina.
—Hay una sola verdad.
—Tal vez un día analice atentamente el problema —dijo Aillas—. Por el momento me interesa aquella posada, si de eso se trata.
—La casa que ves es la Cornamenta de Kernuun, y yo soy Dildahl, encargado de la casa, la cual mantengo para los archidruidas en sus peregrinaciones hacia los lugares sacros. Aun así, si los viajeros están dispuestos a pagar mis honorarios, ofrezco acogedoras comodidades.
—¿A cuánto ascienden tus honorarios? ¿Son elevados o modestos? Es bueno saber esas cosas de antemano.
—Mis honorarios son justos. Varían de un producto al otro, como es natural. Cobro dos peniques de cobre por alojaros a ambos en un cuarto privado con jergones de paja limpia y jarras de agua fresca. Una cena de pan con lentejas, más un desayuno de potaje, te costará otro penique. Otros platos exigen precios más altos. Sirvo excelentes codornices, cuatro por asador, por dos peniques de cobre. Una generosa porción de anca de venado, con cebada, grosellas, manzanas y nueces, valen lo mismo. El pescado se vende según la temporada y la provisión.
—Había oído que algunos precios tuyos eran exorbitantes —comentó Aillas—. Pero lo que mencionas parece razonable.
—De ti depende evaluarlos. En el pasado fui víctima de estafadores y miserables, así que he aprendido a protegerme de la pobreza —Dildahl levantó el cesto de pescado—. ¿Os espero en la Cornamenta?
—Debo contar mi dinero —dijo Aillas—. No soy un acaudalado archidruida para quien un puñado de monedas no tiene más valor que unas cuantas bellotas.
Dildahl miró los caballos.
—Sin embargo, posees buenos y valiosos corceles.
—Ah, pero estos caballos son mi única propiedad de valor.
Dildahl se encogió de hombros y se marchó.
Caía la tarde cuando Aillas terminó sus transacciones en la costa. No soplaba viento; el lago estaba liso como un espejo, y reflejaba el duplicado de cada una de las islas.
Tras contemplar el cielo, el lago y el paisaje, Aillas dijo a Tatzel:
—Parece que debemos confiarnos a la voracidad de Dildahl. Quizá debamos hacer algunas economías, pues no traigo gran cantidad de monedas. ¿Y tú?
—No tengo nada.
—Si somos prudentes no habrá problemas, aunque hay algo en Dildahl que me intranquiliza.
Los dos se presentaron en el comedor de la Cornamenta de Kernuun, donde Dildahl, vestido ahora con un delantal blanco y un gorro del mismo color que ocultaba en parte sus largos rizos negros, pareció satisfecho de verlos.
—Por un momento creí que habíais decidido seguir vuestro camino.
—Hemos realizado ciertas transacciones, y luego hemos recordado las comodidades de la Cornamenta. Por eso nos ves ahora.
—¡Muy bien! Puedo ofrecer unos aposentos habitualmente ocupados por el más augusto de los druidas. Incluyen baños de agua caliente y jabón de aceite de oliva, si deseáis ciertos lujos.
—¿Siempre por dos monedas de cobre? En tal caso…
—Hay una sustancial diferencia en el precio —advirtió Dildahl.
Aillas tanteó el talego e hizo tintinear las pocas monedas que encontró.
—Debemos adecuar los deseos a nuestros medios. No quisiera alojarme y cenar como un sacerdote para luego avergonzarme cuando llegue el momento de pagar la cuenta.
—En este sentido —dijo Dildahl—, por lo general insisto en que los huéspedes sin referencias firmen una declaración destinada a evitar situaciones incómodas. Por favor, lee este papel.
Dildahl le entregó un buen pergamino escrito con delicadas letras:
Sépase que yo, el abajo firmante, me propongo recibir comida y alojamiento para mí y mi comitiva en la posada conocida como Cornamenta de Kemuun, cuyo dueño es el honorable Dildahl. Convengo en pagar los precios indicados y fijados por los aposentos, así como por la comida y bebida que consumiremos mi comitiva y yo. Como garantía del pago de estos precios, ofrezco los caballos que ahora obran en mi posesión, junto con sus sillas de montar, bridas y demás avíos. Si no pago los precios estipulados en la cuenta presentada por Dildahl, dichos caballos y avíos pasarán a ser propiedad de Dildahl en justa compensación.
Aillas frunció el ceño.
—Esta declaración tiene un tono amenazador.
—Sólo podría alarmar a una persona que planeara no saldar su deuda. ¿Eres esa clase de persona? En tal caso, no tengo ningún interés en brindarte los manjares de mi cocina ni las comodidades de mis cuartos.
—Me parece justo —observó Aillas—. Sin embargo, no podría dormir tranquilo sin añadir una pequeña cláusula. Dame tu pluma.
—¿Qué piensas escribir? —preguntó Dildahl con suspicacia.
—Ya verás —dijo Aillas. Y escribió:
Este documento no incluye las ropas usadas por Aillas y su acompañante, ni sus armas, efectos personales, ornatos, botas de vino, recuerdos u otras pertenencias.
Aillas de Troicinet
Dildahl estudió el añadido, se encogió de hombros y guardó el pergamino debajo del mostrador.
—Venid, os mostraré vuestros aposentos.
Dildahl los condujo a un par de habitaciones agradables y amplias con ventanas que daban al lago, y un baño aparte.
—¿Cobras dos peniques por estos cuartos? —preguntó Aillas.
—¡Claro que no! —exclamó Dildahl—. ¡Pensé que querías disfrutar de los lujos de la Cornamenta!
—Sólo al precio de dos peniques.
Dildahl torció el gesto.
—El cuarto barato es húmedo, y además no está preparado.
—Dildahl, si deseas que pague mi cuenta, debes atenerte a los precios que mencionaste.
—¡Bah! —masculló Dildahl, entreabriendo el labio inferior para mostrar una boca púrpura—. Para mi propia comodidad, os permitiré ocupar estos aposentos por tres peniques.
—Por favor, detállalo por escrito, aquí y ahora, para evitar futuros malentendidos —y mientras Dildahl escribía añadió—: ¡No, no! ¡No tres peniques por cabeza! ¡Tres peniques en total!
—Eres un huésped problemático —murmuró Dildahl—. Hay pocas ganancias en servir a gente como tú.
—¡Un hombre sólo puede gastar lo que tiene! Si se excede, pierde sus caballos.
—¿Cuándo cenaréis? —gruñó Dildahl.
—Tan pronto como nos hayamos refrescado en ese cómodo cuarto de baño.
—Este precio no incluye agua caliente.
—¡Bien! ¡Ya que hemos provocado tu disgusto, nos conformaremos con el agua fría!
Dildahl se alejó.
—Sólo encuentro reprensible vuestra mezquina frugalidad.
—Espero que nos des lecciones de generosidad cuando cenemos.
—Veremos —dijo Dildahl.
Cuando entraron en el comedor, un par de druidas de túnica parda que acababan de cenar se acercaron al mostrador para pagar la cuenta. Aillas cruzó la habitación y vio que cada uno pagaba un penique de cobre y se marchaba.
A Dildahl no pareció agradarle que Aillas hubiera presenciado la transacción.
—Muy bien. ¿Qué comeréis?
—¿Qué ofreces esta noche?
—La sopa de lentejas se quemó, y no hay más.
—Los druidas parecían comer una deliciosa trucha parda. Puedes freírnos un par, con una ensalada de berro y hortalizas. ¿Qué comían los druidas como acompañamiento?
—Mi especialidad: colas de cangrejo con huevos y mostaza.
—También puedes servirnos eso, con pan y mantequilla, y tal vez una conserva de frutas.
Dildahl hizo una reverencia.
—A tus órdenes. ¿Beberéis vino?
—Tráenos una jarra del vino cuyo valor consideres adecuado a su precio, pero siempre ten en cuenta nuestra mezquindad. Somos tacaños como druidas.
Aillas y Tatzel recibieron una cena intachable y Dildahl parecía casi cortés. Tatzel lo miraba con preocupación.
—Parece hacer muchas marcas en la tablilla.
—Puede hacer cuantas le plazca. Si se pone insolente, sólo tienes que anunciar que eres la dama Tatzel del castillo Sank, y al instante moderará sus modales. Conozco a los de su calaña.
—Creía que ahora era Tatzel la esclava.
Aillas rió.
—¡Es verdad! Quizá tus protestas carezcan de la suficiente autoridad, a fin de cuentas.
Los dos se retiraron y fueron a acostarse; la noche transcurrió sin incidentes.
Por la mañana desayunaron potaje, tocino y huevos. Aillas, contando con los dedos, llegó a lo que juzgaba un cálculo justo por la hospitalidad brindada por Dildahl: diez peniques de cobre, o medio florín de plata.
Fue al mostrador a pagar la cuenta; Dildahl, frotándose las manos, le presentó precios detallados cuya suma totalizaba tres florines de plata y cuatro peniques.
Aillas rió y rechazó la cuenta.
—Ni siquiera discutiré contigo. He aquí medio florín de plata, con dos peniques adicionales porque la mostaza era buena. Te ofrezco esta suma como pago. ¿Aceptas?
—¡Claro que no! —exclamó Dildahl, sonrojándose y entreabriendo la boca.
—Entonces cogeré el dinero y me despediré de ti.
—¿Crees que me asustas? —rugió Dildahl—. ¡Aquí tengo tu declaración! Te has negado a pagar mis precios. Por lo tanto, exijo tus caballos.
Aillas y Dildahl se alejaron del mostrador.
—Exige cuanto quieras —replicó Aillas—. No tengo caballos. Ayer, antes de llegar aquí, los trocamos por un bote. ¡Adiós, Dildahl!
El bote era un elegante esquife de cinco metros de longitud, con juntas revestidas de cobre, orzaderas y un timón que sobresalía del yugo de popa, al nuevo estilo.
Aillas lo condujo lago adentro e izó la vela. La brisa de la mañana, que soplaba del oeste, los impulsó hacia el norte mientras dejaban una estela gorgoteante.
Tatzel se acomodó en la proa, y Aillas pensó que parecía estar gozando de la frescura de la mañana. Ella miró por encima del hombro.
—¿Adonde te diriges?
—Como antes, a Dun Cruighre de Godelia.
—¿Eso queda cerca de Xounges?
—Xounges está después de cruzar el Skyre.
Tatzel no añadió más. La pregunta intrigó a Aillas, pero no hizo comentarios.
Durante dos días surcaron el lago, dejando atrás las doce islas de los druidas. En una de ellas vieron un cuervo gigante hecho de mimbre, que maravilló a Tatzel.
—En otoño —explicó Aillas—, en la víspera del día que ellos llaman Suaurghille, queman el cuervo y celebran una gran orgía a sus pies. En el interior del cuervo arden dos docenas de enemigos suyos. Si pisáramos la isla nos quemarían con los demás. A veces es un caballo, un hombre, un oso o un toro.
En el extremo norte, el lago perdía profundidad y estaba obstruido por juncos, pero luego se extendía para convertirse en fuente del río Solander. Tres días después, Aillas avistó los riscos que flanqueaban el estuario del Solander. A la derecha estaba el reino de Dahaut; a la izquierda aún tenían Ulflandia del Norte.
El estuario desembocaba en el Skyre, y el esquife tuvo que soportar olas mayores de las que estaba acostumbrado, para alarma de Tatzel. El aroma del agua salada saturaba el aire. Con un fuerte viento del oeste, el esquife avanzó a cuatro o cinco nudos, arrojando una fría espuma que se sumó a las incomodidades de Tatzel.
Delante, a la izquierda, al final de una península pedregosa, se elevaba la ciudad fortificada de Xounges; a la derecha estaba Godelia, tierra de los celtas, y al fin divisaron Dun Cruighre.
Aillas escudriñó los muelles, y descubrió con placer no sólo un gran buque mercante troicino, sino también uno de sus nuevos buques de guerra.
Aillas acercó el esquife al flanco del navío de guerra. Los marineros que estaban en cubierta lo miraron con curiosidad.
—¡Eh, amigo! —gritó uno de ellos—. ¡Aléjate de aquí! ¿Qué te propones?
—Arrojadme una escalerilla y llamad al capitán —indicó Aillas.
Bajaron una escalerilla; Aillas sujetó el esquife, sostuvo la escalerilla mientras Tatzel subía a cubierta, y luego la siguió. El capitán ya estaba presente. Aillas lo llevó aparte.
—Capitán, ¿me reconoces?
El capitán lo examinó y abrió los ojos.
—¡Majestad! ¿Qué haces aquí, en estas condiciones?
—Es una larga historia que luego te contaré. Por ahora, llámame simplemente Aillas. Estoy, por así decirlo, de incógnito.
—Como ordenes, majestad.
—La dama es ska y está bajo mi protección. Búscale un camarote; deja que se bañe y dale ropa limpia; ha pasado tres días de dificultades.
—¡Al instante, majestad! Y supongo que tú también querrás lo mismo.
—Si no te molesta, me apetecería un baño y una muda de ropa.
—Mi comodidad no cuenta, majestad. Nuestras instalaciones no son lujosas, pero están a tu disposición.
—Gracias, pero antes dime qué noticias hay de Ulflandia del Sur.
—Sólo puedo ofrecerte informes de tercera mano, pero se dice que un contingente ska de Suarach fue sorprendido en campo abierto por uno de nuestros ejércitos. Hubo una gran batalla que se recordará durante mucho tiempo. Los ska sufrieron grandes pérdidas, y luego un ejército nuestro que bajaba del este los atacó por la retaguardia y los aplastó. Me han dicho que Suarach es de nuevo una ciudad ulflandesa.
—Y todo esto ocurrió durante mi ausencia —suspiró Aillas—. Parece que no soy tan indispensable como me gustaría creer.