Los vientos barrían los altos brezales, gimiendo y suspirando entre los alerces. Desde la tienda, Aillas contemplaba las nubes que pasaban flotando sobre la luna. Junto a él estaba Tatzel, huraña y tensa.
Tenía mucho en qué pensar. Era posible que en Ulflandia del Norte nadie hubiera advertido aún su ausencia, y que su gente creyera que estaba en otra parte. Sin embargo, al sopesar la situación, Aillas sospechaba que en las mismas circunstancias habría vuelto a hacer lo mismo. Sonrió amargamente a la luna. Habría cometido los mismos actos y habría sufrido los mismos inconvenientes con el único objeto de obtener aquellas nuevas percepciones que le habían aclarado los pensamientos. Ante todo, un nuevo plan había surgido en su mente. Tatzel conocería un nuevo desconcierto, y la idea hizo reír a Aillas.
Tatzel, que también estaba despierta mirando la luna, encontró el buen humor de Aillas totalmente desacorde con su propio ánimo.
—¿De qué te ríes? —preguntó con rencor. Al no recibir respuesta, añadió—: Cuando los hombres pierden el juicio, le sonríen a la luna.
Aillas rió una vez más.
—Tu ingratitud me ha hecho enloquecer. Río por no llorar.
—Te enorgulleces porque Torqual tropezó y cayó —replicó Tatzel con desdén.
—¡Pobre Torqual! ¡Olvidé advertirle que pelear con extraños puede resultar peligroso, y sufrió terribles heridas! ¡El buen Torqual, tan modesto y amable! ¡Su muerte
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nos aflige a todos!
Tatzel no dijo nada más, y así transcurrió la noche.
Por la mañana desayunaron acuclillados ante una fogata roja y humeante. Aillas escudriñó los brezales y descubrió, a menos de un kilómetro de distancia, una docena de jinetes ska que encabezaban una caravana de carretas atiborradas de grano, seguidas por una columna de dos o tres docenas de hombres enlazados con cuerdas alrededor del cuello.
Aillas apagó el fuego para que el humo no llamara la atención de los jinetes.
—Allá está el Camino Ventoso —indicó a Tatzel—. Conduce a Poelitetz. He recorrido antes ese camino.
Tatzel observó la caravana, y Aillas no pudo reprimir una punzada de piedad e incluso de culpa. ¿Era justo vengarse en una joven de todos los males que le habían infligido?
Respondió con furia a su propia pregunta: ¿por qué no? Ella era ska, y compartía y aprobaba la filosofía ska; en el castillo Sank no había demostrado la menor piedad o preocupación hacia los esclavos. ¿Por qué iba a quedar exenta de represalias?
Entonces Aillas se dijo que el estilo de vida ska no había sido idea de Tatzel. Ella había asimilado los conceptos ska con la leche de su madre; se los habían presentado como axiomas de la existencia; era ska a su pesar, no por decisión propia.
Pero lo mismo se podía decir de cualquier ska, hombre o mujer, joven o viejo, y ella no parecía propensa a cambiar de punto de vista. Simplemente se negaba a aceptar que en aquel momento ella misma era una esclava. En síntesis, era tan culpable como cualquier otro ska, y las emociones tiernas estaban de más en estas circunstancias.
Sin embargo, era innegable que Aillas había escogido a Tatzel, aunque no había previsto ninguna de sus actuales penalidades. El sólo había querido… ¿qué? Obligarla a reconocer que él era una persona de valía. Hacer realidad los sueños que había abrigado en el castillo Sank. Gozar del placer de la compañía de Tatzel, entrar en la vida y los pensamientos de la muchacha, granjearse su simpatía, inspirarle deseos amorosos… De nuevo Aillas se sintió amargamente divertido. Estas metas, concebidas con un fervor tan inocente, ahora parecían absurdas. En cualquier momento podía someter a Tatzel a sus caprichos eróticos, cosa que en cierta forma ella daba por sentada y que, según Aillas intuía, no le resultaría del todo desagradable. A menudo, cuando sentía la tibia presencia de la joven, el impulso de abandonar toda contención llegaba a obsesionarlo. Pero cuando la pasión empezaba a arder en su cerebro, diversas ideas intervenían para apagar el fuego. Primero, lo que había visto al entrar en la cabaña le había repugnado, y la imagen se había fijado en su mente. Segundo, Tatzel se había adueñado de su puñal, y sólo cabía pensar que se proponía matarlo, un pensamiento que aplacaba su pasión. Tercero, Tatzel, una ska, lo consideraba un híbrido de los antiguos caníbales y de los hombres verdaderos, una criatura inferior en la escala evolutiva: en pocas palabras, un «otro». Cuarto, como no podía cortejar a Tatzel de manera normal, el orgullo le impedía tomarla por la fuerza, para mero alivio de sus glándulas, sin ninguna otra consideración. Si Tatzel se sentía bien predispuesta, que ella tomara la iniciativa. Se trataba, desde luego, de una posibilidad remota. Pero a veces —quizá sólo lo imaginaba— intuía que Tatzel lo provocaba, incitándolo a poseerla, y que quizás ardía con los mismos impulsos que acuciaban a Aillas.
Un problema irritante. Tal vez un día, o una noche, cuando las condiciones fueran propicias, Aillas llegara a saber qué sentía ella realmente, y quizá sus sueños se realizaran con pasmosa plenitud. Entretanto, la caravana había pasado.
—¡Ven! —ordenó de mal humor—. Es hora de cabalgar.
Aillas había recuperado el puñal que había envuelto con el queso. Dispuso la carga y la colocó sobre el caballo que había montado hasta entonces. Se quedó con el fuerte corcel negro de Torqual, y el que antes hacía las veces de caballo de carga no llevaba nada. Aillas ayudó a Tatzel a montar y una vez más reanudaron la marcha, aunque ahora enfilaban hacia el norte.
Como Aillas había esperado, Tatzel se quedó desconcertada por el rumbo.
—¿Por qué cabalgamos hacia el norte? —preguntó al fin—. ¡Ulflandia del Sur queda a nuestras espaldas!
—Es verdad: un largo y penoso viaje durante el cual los ska y los bandidos nos fastidiarían todo el camino como un enjambre de moscas.
—Pero ¿por qué vamos hacia el norte?
—Allá delante está la carretera que une la Costa Norte con Poelitetz. Más allá se extiende un páramo que llega hasta Godelia. La tierra está desierta; no hay bandidos ni ska. En Dun Cruighre encontraremos una nave troicina y regresaremos cómodamente a Ulflandia del Sur.
Tatzel lo escrutó como dudando de su cordura, luego se encogió de hombros.
Una hora después llegaron a la carretera que unía la Costa Norte con la gran fortaleza de Poelitetz. Al descubrir que no había tráfico en el camino, Aillas azuzó los caballos y cruzó la carretera sin problemas.
Cabalgaron todo el día a campo traviesa. Al este se erguía el risco que separaba Dahaut de Ulflandia del Norte. Al oeste y al norte los brezales se perdían en la bruma. En aquella alta meseta sólo medraban la aulaga, los juncos y las hierbas más resistentes, con un ocasional apiñamiento de tejos castigados por el viento o un bosquecillo de alerces polvorientos. A veces un halcón volaba en el cielo, en busca de codornices o conejos, y aleteaban cuervos en la desolada distancia.
Al transcurrir la tarde, una flota de negros nubarrones apareció por el oeste: primero una línea de nubes tenues que pronto avanzó hasta cubrir el cielo; en seguida se desataría una tormenta, y los esperaba una noche lúgubre. Aillas apuró el paso y escrutó el paisaje en busca de un refugio.
Las cabezas de tormenta atravesaron el sol creando un paisaje de melancólica magnificencia. Haces de luz dorada jugaban sobre el brezal, y alumbraron una casa baja con paredes de piedra blanqueada y un techo cubierto de densa hierba donde crecían matas de clavo. La chimenea echaba humo, y en el patio adyacente al establo Aillas vio ovejas y aves de corral.
Se acercó esperanzado a la casa y se apeó ante la puerta.
—¡Bájate del caballo! —le dijo a Tatzel—. No estoy de humor para otra persecución por los brezales.
—Ayúdame. La pierna me palpita de dolor.
Aillas la ayudó a desmontar, y se acercaron juntos a la casa.
Antes de que llamaran, la puerta se abrió mostrando a un hombre bajo y corpulento de mediana edad, de cara redonda y rubicunda, con el cabello rojo, que le colgaba sobre unas orejas parecidas a aleros de una casa.
—Buenos augurios, señor —saludó Aillas—. Sólo buscamos comida y refugio durante esta noche de tormenta, por los cuales pagaremos su justo precio.
—Puedo ofrecer refugio —ofreció el pegulajero—. En cuanto a la paga, lo que es «justo» para mí puede resultar «injusto» para vosotros. A veces estos malentendidos crean problemas.
Aillas hurgó en su talego.
—He ahí medio florín de plata. Si esto alcanza, habremos eliminado el problema.
—¡Bien dicho! —declaró el pegulajero—. ¡El mundo desbordaría de júbilo si todos fueran tan generosos y francos como tú! Venga esa moneda.
Aillas le dio la pieza de medio florín.
—¿A quién me dirijo?
—Podéis llamarme Cwyd. ¿Quiénes sois vosotros?
—Yo soy Aillas, y ella es Tatzel.
—Parece algo desganada y huraña. ¿La sacudes a menudo?
—Admito que no.
—¡He ahí la respuesta! ¡Sacúdela bien, y con frecuencia! ¡Pondrás rosas en sus mejillas! Para inducir buen humor en las mujeres, nada mejor que una saludable tunda. Se ponen muy alegres en su afán de postergar la siguiente.
Una mujer se les acercó.
—¡Cwyd dice la verdad! Cuando él alza la mano yo río y sonrío con el mejor humor del mundo, y mi cabeza está llena de alegres pensamientos. ¡Las tundas de Cwyd han cumplido con su propósito! No obstante, a veces Cwyd reconoce su desconcierto. ¿Cómo llegaron las cucarachas a su pastel? ¿Por qué crecen ortigas en la ropa interior de Cwyd? A veces, cuando Cwyd dormita al sol, una oveja se le acerca y le orina en la cara. En la noche se le han acercado fantasmas para pegarle sin piedad con mazos y martillos.
Cwyd asintió.
—Admito que cuando Threlka paga sus culpas con una paliza, se producen curiosas consecuencias. No obstante, el concepto básico es correcto. Tu señora parece ser víctima de astenia estíptica, como si fuera adicta al arsénico.
—No lo creo —dijo Aillas.
—En tal caso, con un par de palizas la bilis se le descargará en la sangre, y pronto brincará, cantará y se alegrará como todos nosotros. ¿Qué opinas, Threlka? —Aparte confesó a Aillas—: Threlka es una bruja del séptimo grado, y es mucho más sabia que las demás.
—Ante todo —intervino Threlka—, esta muchacha tiene una pierna rota. Esta noche arreglaré esa rotura, y ella sentirá menos dolor. ¿Pero cantar y festejar? No lo creo. Ella siente melancolía.
—Sabias opiniones —reconoció Cwyd—. Ea, Aillas, encarguémonos de tus caballos, mientras la tormenta aún reúne fuerzas. Esta noche tendremos un formidable espectáculo; una moneda de plata quizá sea una pobre recompensa por los disgustos que te evito.
—Estos cambios de parecer suelen arruinar una promisoria amistad —advirtió Aillas.
—¿Por razonables que sean? —preguntó Cwyd.
—¡La confianza, una vez establecida, no debe convertirse en juguete de la codicia! Sabias palabras de mi padre.
—La proposición parece atinada en general —admitió Cwyd—. Sin embargo, recordemos que la amistad es temporal, mientras que la razón trasciende tanto el capricho humano como el tiempo.
—¿Y la codicia?
Cwyd reflexionó.
—Yo definiría la codicia como una consecuencia de la condición humana, una condición que surge de la turbulencia y la desigualdad. La codicia no prevalece en ninguno de los paraísos, donde las condiciones son sin duda óptimas. Aquí somos hombres que transitamos en busca de la perfección, y la codicia es un estadio del camino.
—Un punto de vista interesante —dijo Aillas—. ¿Me equivoco o me acaban de mojar las primeras gotas de lluvia?
Condujeron los caballos al establo y los alimentaron con generosas provisiones de heno. Aillas y Cwyd regresaron a la casa.
Para la cena Threlka sirvió una sabrosa sopa de cebollas, hortalizas, cebada y oveja, con leche, pan y mantequilla. Aillas aportó lo que quedaba del ganso, así como una generosa porción de queso. Entretanto, el viento aullaba y rugía y la lluvia tamborileaba sobre el techo. Aillas agradeció repetidamente a la providencia que les había brindado refugio.
Cwyd pensaba acerca de lo mismo.
—¡Oíd el gemido de la tormenta, como un gigante dolorido! —exclamó, fijando los ojos bermejos en Aillas—. ¡Ay del viajero que deba afrontar tal ferocidad! ¡Y nosotros, entretanto, estamos sentados ante un fuego acogedor! En condiciones como ésta, la palabra «codicia» retrocede anonadada mientras el concepto «gratitud» avanza triunfalmente, como el ejército conquistador de Palaemon.
—Cuando ruge la tormenta —respondió Aillas—, las personas reparan en su común humanidad y, tal como Threlka y tú, ofrecen de buen grado su hospitalidad a quienes sufren el infortunio de estar en desventaja; así vosotros, en vuestra hora de necesidad, pediríais lo mismo. En tales casos, la idea de una paga causa vergüenza, y el anfitrión exclama: «¿Acaso me tomáis por chacal?». Resulta alentador encontrar tales personas, aquí en el brezal alto.
—¡Exacto! —exclamó Cwyd—. Aquí en el brezal alto las condiciones son duras, y el lema es «compartir», y cada cual da lo que tiene sin regateos. Yo abro mi despensa de par en par y enciendo el fuego más alegre. Tú haces lo mismo con tus monedas de plata superfluas. ¡Así nos honramos el uno al otro!
—¡Bien dicho! —declaró Aillas—. Contaré mis escasas monedas y te daré las que considere superfluas. Estamos de acuerdo: no hablemos más del asunto.
Cuando terminaron de cenar, Threlka sentó a Tatzel en una silla, y le apoyó la pierna en un taburete. Le arrancó los pantalones color verde oscuro, que ahora estaban mugrientos.
—Éste no es buen color para la curación. Te encontraremos ropas normales, que te serán beneficiosas. También puedes quitarte la túnica… Vamos, muchacha —añadió al ver que Tatzel vacilaba—. A Cwyd no le interesan tus pechos; los ha visto por centenares en vacas y ovejas, y todos son lo mismo. A veces pienso que el pudor es un mero truco que nos permite pretender que somos diferentes de los animales. ¡Ay, somos demasiado parecidos! Pero coge esta blusa si estás incómoda.
Threlka cortó el entablillado y lo arrojó al fuego.
—¡Arde, madera, arde! ¡Dolor, vuela hecho humo por la chimenea, y no molestes más a Tatzel! —Cogió una jarra negra y vertió un jarabe sobre la pierna de Tatzel, luego la cubrió con hojas secas. Apretó el tobillo con un vendaje y lo sujetó con un tosco cordel rojo—. ¡Eso es! Por la mañana ya estarás bien.