El sueño volvió a la siguiente noche, y a la otra, y así varias veces. En cada ocasión la mujer era un poco menos distante, y al fin se detenía a escuchar a Shimrod. Él trataba de averiguar quién era y por qué se acercaba así; al fin ella propuso un momento y un lugar para encontrarse, fuera de los confines del sueño. Shimrod se sintió eufórico, aunque sabía que tal ocasión debía de estar destinada a su infortunio. Pidió consejo a Murgen, en el castillo Swer Smod, en los flancos del Teach tac Teach.
Murgen le reveló el complot. La mujer era Melancthe, y había seguido órdenes de Tamurello. ¿Qué se proponían? Eso no era ningún misterio. Tamurello quería confundir y debilitar a Murgen destruyendo a su vástago Shimrod.
Quedaba una sola pregunta, la angustiada y eterna pregunta: ¿cómo una mujer tan hermosa podía ser tan malvada?
Murgen no tenía explicación para esto.
Shimrod acudió a la cita, pero conocía la conspiración y pudo salvar la vida. Más tarde, cuando visitó Ys, descubrió la playa por donde había caminado Melancthe y, hacia el norte, la blanca villa donde él había esperado en sueños la llegada de la hermosa joven.
Ahora Shimrod recordaba el episodio con desapasionamiento y aun con curiosidad. Había otra cuestión: una promesa rota. Shimrod se había escabullido de Ys y había recorrido la playa preguntándose cómo podría obligar a Melancthe a cumplir su promesa.
Llegó al frente de la villa y se detuvo junto a la balaustrada, con una fuerte sensación de deja-vu. Mirando playa arriba, como si volviera a vivir sus sueños, descubrió que se acercaba Melancthe.
Como antes, vestía una túnica blanca y caminaba descalza. No manifestó sorpresa al ver a Shimrod, y su andar no se alteró.
Melancthe llegó a la puerta. Miró a Shimrod un solo instante; luego, ignorando su presencia, subió la escalinata de la terraza y desapareció entre las sombras de las columnas.
Shimrod la siguió y entró en la villa, cuyo interior le era totalmente desconocido.
Melancthe cruzó el vestíbulo y entró en una habitación con ventanas que daban al mar. Se sentó en un diván junto a una mesa baja y se recostó para contemplar el horizonte.
Shimrod tomó una silla y se sentó al extremo de la mesa, desde donde podía observarla sin volver la cabeza.
Entró una criada con una alta jarra de plata y le sirvió a Melancthe una copa de ponche de vino que despedía aroma a zumo de naranjas y limones. Melancthe, sin prestar atención a Shimrod, se tomó el ponche y de nuevo miró hacia el mar.
Shimrod la observaba ladeando la cabeza. Pensó en coger la jarra con ambas manos y beber directamente de ella, pero llegó a la conclusión de que semejante acto de vulgaridad podía poner en peligro una ya frágil aceptación. En cambio realizó un pequeño hechizo. Un pájaro azul y rojo entró volando en la habitación, sobrevoló la cabeza de Melancthe y se posó en el borde de su copa. Gorjeó un par de veces, defecó en la copa y se alejó.
Con estudiada deliberación, Melancthe se irguió para dejar la copa en la mesa.
Shimrod obró otro pequeño hechizo. Un menudo esclavo morisco con un enorme turbante azul, camisa a rayas rojas y azules y bombachos azul claro se presentó ante la puerta. Traía una bandeja con dos copas de plata. Presentó la bandeja a Melancthe y esperó.
Con cara inexpresiva, Melancthe cogió una de las copas y la colocó sobre la mesa. El joven se acercó a Shimrod, quien aceptó con reverencia la otra copa y bebió el contenido con satisfacción. El esclavo se marchó.
Con los labios fruncidos en el centro y flojos en las comisuras, Melancthe seguía escrutando el mar.
Shimrod pensó: «¡Cómo reflexiona! En su mente formula un plan tras otro, y los desecha de inmediato por ineficaces, poco refinados o reñidos con su dignidad. No puede descubrir palabras que no la hagan vulnerable a mis reproches o exigencias. Mientras guarde silencio, no se compromete a nada y cree poder mantenerme a raya. Pero la presión crece en su interior. En algún momento se verá obligada a tomar una iniciativa». Shimrod advirtió que Melancthe movía las comisuras de la boca. «Ha tomado una decisión —se dijo—. Su resolución menos elegante pero más eficaz consiste en levantarse y marcharse; desde luego, no puedo seguirla al cuarto de baño sin perder mi reputación de caballerosidad. ¡Bien, veamos! Su conducta revelará mucho sobre su decisión.»
Melancthe echó la cabeza hacia atrás y pareció dormirse. Shimrod se levantó y se paseó por la habitación. Había pocos muebles y una extraña ausencia de pertenencias personales: ni artículos artesanales ni baratijas, ni siquiera pergaminos, libros o carpetas. Sobre una mesa, un cuenco de loza verde contenía una docena de naranjas; al lado había guijarros que Melancthe se había entretenido en colocar al azar. Tres alfombras mauritanas se extendían en el suelo, tejidas en audaces combinaciones de azul, negro y rojo sobre fondo pardo. Un pesado candelabro de hierro negro colgaba del techo. En la mesa, frente a Melancthe, un cuenco de bronce exhibía un ramillete de caléndulas color naranja, sin duda preparado por la criada. La habitación tenía una esencia neutra y no reflejaba a Melancthe.
—¿Cuánto tiempo piensas quedarte aquí? —preguntó al fin Melancthe.
Shimrod volvió a su silla.
—Tengo el resto del día libre, y también la noche.
—Muestras una actitud muy displicente ante el tiempo.
—¿Displicente? No lo creo. Es un tema de gran interés. Según los esqs de Galicia, el tiempo es una pirámide de trece lados. Ellos creen que nosotros estamos en el vértice y pasamos por alto días, meses y años en todas las direcciones. Esta es la primera premisa de las Perdúricas Thúdhicas, tal como las enunció Thudh, el dios gallego del tiempo, cuyos trece ojos le rodean la cabeza para ver en todas las direcciones a la vez. Esta capacidad visual, desde luego, es simbólica.
—¿Tiene esta doctrina algún efecto inmediato?
—Eso creo. Las nuevas ideas ejercitan nuestra mente y predisponen a la conversación. Por ejemplo, mientras aún hablamos de Thudh, quizá te interese saber que cada año los magos esq alteran cien fetos humanos, con la esperanza de que uno nazca con trece ojos alrededor de la cabeza. ¡Así conocerían al avatar de Thudh! Hasta ahora, sólo han llegado a crearlos de nueve ojos, y esos niños se convierten en sacerdotes del culto.
—No me interesan tales cosas, ni esta conversación —replicó Melancthe—. Puedes marcharte en cuanto creas que la cortesía te lo impone.
—En ese momento me marcharé —aseguró Shimrod—. Pero por ahora, si lo permites, llamaré a tu criada para que nos traiga más vino, y prepare quizá una olla de almejas cocidas con aceite y ajo. Servido con pan fresco es un plato íntegro que agrada a la gente de buena conciencia.
Melancthe se alejó de la mesa.
—No tengo hambre.
—¿Estás fatigada? —preguntó Shimrod, solícito—. Puedo descansar contigo en tu lecho.
Melancthe lo miró lentamente por el rabillo del ojo.
—Cualquier cosa que decida hacer —dijo al fin—, prefiero hacerla sola.
—¿De veras? No era así en los viejos tiempos. Me buscabas con regularidad.
—He cambiado por completo desde entonces. Ya no soy la misma persona.
—¿Por qué esta metamorfosis?
Melancthe se puso en pie.
—Al vivir en apacible soledad, esperaba evitar intrusiones ajenas. En cierta medida lo he logrado.
—¿Y ahora no tienes amigos?
Melancthe se encogió de hombros y se dirigió a la ventana. Shimrod se le acercó. Percibió el aroma de violetas.
—Tu respuesta es ambigua.
—No tengo amigos.
—¿Y Tamurello?
—No es un amigo.
—Espero que no sea tu amante.
—Estas relaciones que supones no me interesan.
—¿Qué relaciones te interesan?
Melancthe miró por encima del hombro y encontró a Shimrod incómodamente cerca. Se desplazó un poco.
—No he pensado en ello.
—¿Deseas aprender magia?
—No me interesa ser bruja.
Shimrod regresó a su silla.
—Eres un enigma —batió las palmas, y la criada apareció—. Melancthe, ¿quieres pedir el vino?
Melancthe suspiró e hizo una señal a la criada. Regresó al diván con aire de tensa resignación. La criada volvió con vino y un par de copas, y les sirvió a ambos.
—Una vez pensé que eras una niña en un cuerpo de mujer —dijo Shimrod.
—¿Y ahora? —preguntó Melancthe con una fría sonrisa.
—La niña parece haberse esfumado.
Melancthe sonrió con cierta picardía.
—La mujer es bella como el alba —continuó Shimrod—. Me pregunto si se da cuenta. Parece que va limpia; dedica tiempo a cepillarse el cabello. Se comporta como una mujer consciente de sus encantos.
—Insistes en aburrirme —replicó Melancthe inexpresiva.
Shimrod no se mosqueó.
—Pareces satisfecha con tu vida y contigo misma. Sin embargo, cuando intento entrar en tu mente me pierdo como en una selva.
—Eso es porque en realidad no soy un ser humano —explicó Melancthe sin rodeos.
—¿Quién te lo ha enseñado? ¿Tamurello?
Melancthe asintió indiferente.
—Estos temas me aburren. ¿Cuándo te marcharás?
—Pronto. Pero contéstame: ¿por qué te enseñó Tamurello algo tan descabellado?
—Él no me enseñó nada. Yo no sé nada. Mi mente está vacía, como los sitios oscuros que hay detrás de las estrellas.
—¿Me consideras humano a mí? —preguntó Shimrod.
—Eso creo.
—Soy el vástago de Murgen.
—No te entiendo.
—En una época ahora remota, Murgen salía con esta apariencia, para poder actuar y ver sin que nadie conociera su fabulosa identidad. No sé nada de esa época; Murgen controlaba mis actos y los recuerdos son suyos. Al final, a través del uso, Shimrod cobró sustancia y se volvió real, y dejó de estar conectado a Murgen.
»Ahora soy Shimrod. ¿No debería considerarme un hombre? Parezco un hombre. Siento hambre y sed; como, bebo y elimino los desechos. La alegría me regocija y la pena me hace llorar. Cuando admiro tu belleza siento un ferviente deseo, dulce e hiriente a la vez. En pocas palabras, soy demasiado humano. Si no lo soy, no noto la diferencia.
Melancthe volvió a mirar el mar.
—Mi forma es humana; mi cuerpo cumple sus funciones, como el tuyo: veo, oigo, saboreo. Pero estoy vacía. No tengo emociones. No hago nada excepto caminar por la playa.
Shimrod fue a sentarse junto a ella en el diván. Le rodeó los hombros con el brazo.
—Déjame sentir ese vacío.
Melancthe lo miró con sarcasmo.
—Estoy bien en mi situación actual.
—Estarás mejor cuando seas diferente, mucho mejor.
Melancthe se zafó de él y se dirigió a la ventana.
Shimrod, sin más que decir, optó por marcharse, y lo hizo sin palabras de despedida.
Al día siguiente, Shimrod regresó a la villa blanca, y deliberadamente acudió a la misma hora. Si Melancthe seguía la rutina del día anterior, él aprendería algo sobre su estado de ánimo. Esperó una hora junto a la terraza, pero Melancthe no apareció. Shimrod regresó pensativamente a Ys.
Durante la tarde el buen tiempo dio paso a una fresca brisa del oeste; altas nubes cruzaban deprisa el cielo, y el sol se hundió en un purpúreo banco de nimbos.
Por la mañana, el resplandor y las sombras lucharon por controlar el paisaje. Franjas de luz solar abrían grietas en las nubes, pero pronto se les cerró el paso. Por la tarde, negras murallas de lluvia llegaron desde el mar.
Al caer el día, obedeciendo a un impulso, Shimrod se cubrió los hombros con una capa y, tras hacer una compra en el mercado, caminó por la playa hasta la villa blanca. Subió la escalinata, cruzó la terraza y anunció su presencia llamando a la puerta de madera tallada.
No recibió respuesta y llamó de nuevo. Al fin la puerta se abrió apenas y la criada se asomó.
—La dama Melancthe no recibe a nadie.
Shimrod empujó la puerta.
—Excelente. Así no nos fastidiarán intrusos. Me quedaré a cenar. He traído unas excelentes chuletas de cerdo. Ásalas con hierbas y sirve un buen vino tinto. ¿Dónde está Melancthe?
—En la sala, junto al fuego.
—Yo la encontraré.
La criada se fue a la cocina, dudando. Shimrod, buscando de cuarto en cuarto, pronto descubrió la sala: una habitación de paredes blancas y techo con vigas de roble. Melancthe se calentaba al fuego. Cuando Shimrod entró, ella miró por encima del hombro y se volvió melancólicamente hacia las llamas.
Shimrod se acercó.
—Sabía que vendrías esta noche —declaró ella sin mirarlo.
Shimrod le rodeó la cintura con el brazo y, atrayéndola, la besó. No hubo reacción. Fue como si le hubiera besado el dorso de la mano.
—Bien… ¿te alegras de verme?
—No.
—¿Pero tampoco tiemblas de furia?
—No.
—Te besé una vez. ¿Lo recuerdas?
Melancthe se volvió para mirarle a la cara. Shimrod comprendió que estaba a punto de oír una declaración ensayada muchas veces.
—No recuerdo casi nada de aquella ocasión. Tamurello me dio instrucciones precisas. Yo debía prometerte cualquier cosa y, si era necesario, acceder a cualquier demanda que me hicieras. Resultó innecesario.
—¿Y las promesas deben romperse?
—Fueron dichas por mis labios, pero fueron promesas de Tamurello. Debes pedirle a él que las cumpla.
Y Melancthe le sonrió al fuego. Shimrod, sin dejar de abrazarle la cintura, la atrajo hacia sí y le hundió la cara en el pelo, pero Melancthe se apartó y fue a sentarse en el diván.
Shimrod se sentó junto a ella.
—Como bien sabes, no soy el hombre más sabio del mundo. Sin embargo, puedo enseñarte muchas cosas.
—Persigues una ilusión —dijo Melancthe, casi con desdén.
—¿Por qué?
—Estás trastornado por la apariencia de mi cuerpo. Si me miraras y vieras una tez arrugada y amarillenta, una nariz ganchuda con verrugas, no estarías aquí esta noche, y aunque estuvieras no me besarías.
—Todo eso es cierto —admitió Shimrod—. Pero no soy el único que actúa así. ¿Tú escogerías vivir en semejante cuerpo?
—Estoy habituada a éste, y sé que es hermoso. Aun así, lo que vive dentro del cuerpo soy yo… algo que quizá no sea bello.
La criada entró en la sala.
—¿Sirvo la cena junto al fuego?
Melancthe la miró sorprendida.
—Yo no he pedido la cena.
—Este caballero trajo unas buenas chuletas y pidió que las asara con hierbas, y he obedecido: cocidas sobre brotes de vid, con ajo y limón y una pizca de tomillo, y hay pan, guisantes frescos y un buen vino tinto.