—Majestad, ¿me conoces?
Por mera casualidad, Aillas había oído nombrar a ese individuo.
—Eres Hune, de la Casa de los Tres Pinos.
Hune asintió.
—¡Te miro a ti, casi un niño, y me maravillo!
—¿Por qué, señor Hune?
—¡Mírame! Soy la esencia misma del brezal. Uno de mis brazos abarca tus dos piernas. Si bebiéramos de ese barril, yo podría endilgarme cuatro jarras por cada una de las tuyas y aun así permanecer alegre y despejado cuando tú estuvieras roncando sobre la mesa. Puedo atravesar un tablón de roble con una lanza; puedo matar a un toro de una estocada. Conozco cada atajo, cada roca y cada riachuelo de estos brezales. Sé dónde anida la perdiz y en qué lagos se ocultan las truchas. Pero ahora tú llegas de Troicinet y agitas un papel ante nosotros para declararte nuestro rey. Muy bien, si así se hacen estas cosas, pero ¿qué sabes de la vida en los brezales? ¿Has saboreado nuestros crueles días y nuestras amargas noches, o te has arrastrado para degollar a un enemigo que de lo contrario habría acabado contigo? Aun así, hemos de obedecer tus órdenes. ¿No hay algo absurdo en todo este asunto? Lo pregunto con todo respeto.
—Señor Hune, tus sentimientos son tan justos como tu pregunta. Eres sin duda un hombre fuerte, y no quisiera luchar contigo. ¿Quieres competir conmigo en una carrera? El perdedor traerá al ganador sobre sus hombros.
Hune rió y golpeó la mesa.
—No sé correr. ¿Eso enseñarás a tus soldados?
—Correrán, desde luego, aunque no en la batalla. Y en cuanto a la vida en estos brezales, sé más de lo que sospechas. Algún día, si lo deseas, te contaré la historia.
Hune señaló a los barones agrupados.
—¡Oye mis palabras! Si aspiras a detener los conflictos y emboscadas, si deseas impedir los ataques nocturnos… bien, joven rey, te espera una tarea ingrata —Hune dio media vuelta y alzó el pulgar mientras observaba a través del prado—. ¡Míralos ahora, cada clan por su cuenta! ¡Cada hombre hierve de odio hacia quienes lo han perjudicado a través de los siglos! Y dime, joven rey, ¿para qué hemos de vivir, si no es para cazar y perseguir, para acosar y violar, para abatir alegremente al enemigo? Esta es nuestra vida; es nuestro estilo, y no tenemos otra diversión.
Aillas se reclinó en la silla.
—Es la vida de un animal. ¿No tienes hijos?
—Tengo cuatro varones y cuatro mujeres; dos de los varones ya han muerto, y allá está su asesino. Pronto lo capturaré y lo clavaré en mi puerta, y cenaré mientras él agoniza.
Aillas se puso en pie.
—Señor Hune, me has causado buena impresión, y si cometes ese delito lamentaré colgarte. Preferiría usar tu fuerza y la de tus hijos en mi ejército.
—¿Me colgarías? ¿Y qué harás con Dostoy, que mató a mis hijos con sus negras flechas?
—¿Y cuándo lo hizo?
—El verano pasado, antes del celo de los animales.
—Y antes de que yo impartiera mis órdenes. Heraldo, pide al grupo que vuelva a prestar atención.
Aillas se dirigió de nuevo a los barones, apoyándose en la empuñadura de la espada.
—Acabo de hablar con Hune, quien ha presentado una queja contra el señor Dostoy.
Entre los barones se oyó una risotada y una exclamación:
—¿Cómo se atreve ese desalmado a quejarse, cuando su mano está manchada de sangre inocente?
—Las muertes deben cesar en un momento concreto, y ya he definido este momento. Lo haré una vez más, en términos que todos podréis comprender. Quien asesine, quien mate, salvo en defensa propia, será ejecutado. Traeré la ley a Ulflandia del Sur, y cuanto antes comprendáis que hablo en serio, más fácil resultará para todos nosotros. Necesito soldados en mi ejército; no quiero que se maten entre ellos y tampoco quiero perder el tiempo ahorcando a todos los barones de los brezales. ¡Aun así, haré lo que considere correcto! Ahora, regresad a vuestros hogares y reflexionad sobre mis palabras.
Aillas regresó a Ys y buscó a Shimrod en el campamento, pero fue en vano. Envió un edecán a las tabernas del puerto, pero Shimrod no apareció por ninguna parte, lo cual incomodó a Aillas. Varios problemas le preocupaban. Primero, tenía la esperanza de que Shimrod le suministrara algún recurso mágico, un hechizo de mansedumbre temporal, para hacer frente a los barones como Hune, o para que sus armas se encogieran y ablandaran y las flechas no dieran en el blanco. Aillas consideraba que tal ayuda no atentaría contra el edicto de Murgen
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, pues se justificaba por principios humanitarios.
Aillas también contaba con la presencia de Shimrod durante una reunión con los hombres más importantes de Ys, impuesta por los acontecimientos. Si Shimrod se dedicaba a sus asuntos, Aillas quedaba entregado a su suerte y tendría que enfrentarse solo a esos crípticos oligarcas.
Primero debía identificar a las autoridades responsables, lo cual no sería fácil. Tras reflexionar, Aillas decidió que Pirmence era el hombre idóneo para la tarea, y lo envió para que dispusiera la conferencia.
Pirmence presentó su informe a Aillas esa misma tarde.
—¡Inaudito y extravagante! —respondió Pirmence cuando Aillas le preguntó cómo había ido el día—. ¡Estas gentes son escurridizas como anguilas! ¡No me extrañaría que descendieran de los cretenses minoicos!
—¿Por qué lo dices?
—No tengo pruebas claras —dijo Pirmence—. Es una cuestión de intuición. Estas gentes de Ys se mueven en ese ambiente de inocencia y misterio que constituye un atributo de los minoicos. Hoy me han desconcertado en extremo. Pregunté en todas partes por sus gobernantes, o un consejo de ancianos, o incluso un grupo influyente, pero sólo recibí sonrisas elusivas y miradas inexpresivas por toda respuesta. La gente frunce el ceño, reflexiona, agita la cabeza y mira hacia todas partes, y al final niega que exista tal autoridad. Sospecho que se ríen en cuanto les doy la espalda, pero si doy media vuelta para sorprender la insolencia ya han vuelto a sus ocupaciones, y eso resulta aún más ofensivo: los aburro tanto que ni siquiera se ríen.
»Al fin descubrí a un anciano que tomaba el sol en un banco. Cuando lo interrogué, al menos se dignó hacerme una aclaración.
»Por lo visto, Ys está gobernada por consenso tácito. La tradición y la conveniencia remplazan la ley coercitiva; el concepto de autoridad centralizada resulta repulsivo y ridículo en Ys. Pregunté al anciano quién tenía autoridad para representar a la ciudad ante el rey Aillas a fin de hablar sobre un asunto de importancia. Se encogió de hombros y respondió: "No sé de ningún asunto importante, y no hay nada que tratar."
»En ese momento se acercó una amable dama. Ayudó al caballero a levantarse y ambos se marcharon juntos. Por el modo solícito en que ella lo trataba, deduje que el anciano sufría una forma avanzada de demencia senil, de modo que quizá su análisis no sea del todo exacto.
Pirmence hizo una pausa para acariciarse la pulcra barba. Aillas consideró que la decisión de aprovechar el tortuoso talento de Pirmence en vez en enviarlo a la horca había resultado fructífera.
—¿Qué más? —preguntó.
Pirmence continuó con su informe.
—Me negué a dejarme desalentar por las evasivas, las divagaciones o los delirios de un loco, si tales eran. Me dije que la ley natural operaba en Ys de forma tan rigurosa como en cualquier otra parte y que, inevitablemente, los hombres más influyentes debían de vivir en los más antiguos y más bellos palacios. Visité varios e informé a los agentes residentes que, puesto que en Ys todos negaban la existencia de un consejo de gobierno, yo designaría tal organismo, del cual estos caballeros serían miembros plenos. Además les notifiqué que se les exigía reunirse contigo mañana por la mañana.
—¡Sagaz e ingenioso! ¡Bien hecho, Pirmence! ¿No sería una gran broma que llegaras a serme indispensable?
Pirmence movió la cabeza en un gesto amargo.
—He dejado atrás la fase de mi crecimiento intelectual en la que descubría humor en lo estrafalario. Lo que existe es real; por tanto es trágico, pues lo que vive ha de morir. Sólo las fantasías, los vapores exhalados por el simple disparate, me hacen reír ahora.
—Ah, Pirmence, no comprendo tu filosofía.
—Tal como yo tampoco comprendo la tuya —replicó Pirmence con gracia cortesana.
A la mañana siguiente seis hombres bajaron de la ciudad y se dirigieron al pabellón de seda azul donde Aillas esperaba en compañía de Maloof y Pirmence. Los hombres se parecían mucho entre sí: constitución delgada, tez pálida, rasgos delicados, ojos negros y cabello oscuro y corto, ceñido con cintas doradas. Vestían con modestia —túnicas de lino blanco y sandalias— y ninguno llevaba armas.
Aillas les salió al encuentro.
—Caballeros, me complace daros la bienvenida. Sentaos. Éstos son mis ayudantes Maloof y Pirmence, ambos hombres cultos y expertos, totalmente dedicados a nuestras metas comunes. ¿Os apetece tomar algo?
Sin esperar respuesta, Aillas hizo una seña a sus criados, quienes sirvieron copas de vino. Los señores de Ys no bebieron.
—Hoy nos ocupa un asunto de considerable importancia —empezó Aillas—. Espero que podamos abordarlo con eficacia y determinación.
»Se trata de lo siguiente: por culpa de gobernantes débiles, ataques ska y desmoralización general, Ulflandia del Sur se ha convertido en un páramo, excepto el valle Evander. Me propongo restaurar la ley y el orden, derrotar a los ska y con el tiempo devolver a Ulflandia del Sur su antigua prosperidad. Al perseguir estos propósitos, no puedo depender por mucho tiempo de la sangre y el oro de Troicinet: los recursos deben proceder de Ulflandia del Sur.
»Mi primera preocupación es formar un ejército para imponer la ley y rechazar a los ska. En este sentido, nadie está exento del servicio. Éste es el tema que hoy nos ocupa.
Los señores se pusieron en pie, hicieron una reverencia y se dispusieron a partir.
—¡Esperad! —exclamó Aillas—. ¿Adonde vais?
—¿No has terminado? —preguntó uno de los señores—. Dijiste que serías breve.
—¡No tan breve! También dije que debíamos tomar decisiones. ¿Actuarás como portavoz, o cada cual manifestará su opinión tal como la ocasión lo requiere?
Aillas examinó una cara tras otra, pero sólo descubrió indiferencia.
—No estoy acostumbrado a tanto recato —suspiró Aillas—. Tú, señor, ¿cómo te llamas?
—Me llaman Hydelos.
—Desde ahora serás el honorable Hydelos, presidente del consejo. Vosotros seis, desde luego, formáis el consejo. Tú, ¿cuál es tu nombre?
—A mí también me llaman Hydelos.
—¿Sí? ¿Y cómo te distinguen del otro Hydelos?
—Por nuestros nombres íntimos.
—Pues bien, ¿cuál es tu nombre íntimo? Debemos ser prácticos.
—Es Olave.
—Olave, te designo inspector del alistamiento militar. Los dos caballeros que tienes al lado serán tus ayudantes. Reclutarás gente para el ejército ulflandés a lo largo y a lo ancho de Valle Evander. Maloof, anota sus nombres, el íntimo y el otro. Señor, ¿cómo te llaman?
—Soy Eukanor.
—Eukanor, ahora eres recaudador de impuestos de Valle Evander. El caballero que tienes a la izquierda te ayudará. Maloof, anota sus nombres. Hydelos, espero que nuestra rapidez te complazca. Tu primer deber será la supervisión, no es preciso que en este momento te describa los detalles; también actuarás como enlace entre los demás miembros de este consejo y yo, o mi representante. Debes presentar un informe diario.
—Señor —dijo gentilmente Hydelos—, tus exigencias son imposibles y no se pueden llevar a cabo.
Aillas rió.
—Hydelos, te pido que hagas frente a los hechos, aunque te disguste. Debéis alterar vuestro estilo de vida, al menos hasta que Ulflandia del Sur se haya recuperado. No tenéis opción y no oiré discusiones. Si vosotros seis no colaboráis conmigo, deberé exiliaros a la Isla de Terns y buscar a otras seis personas de Ys, hasta que haya encontrado la colaboración adecuada o hasta que toda la población de Ys esté desterrada en los desolados peñascos de la isla.
»Mis requisitos, en el contexto actual, no son opresivos y resultan fáciles de cumplir. Soy vuestro rey, y éstas son mis órdenes.
Hydelos habló con reprimida petulancia:
—Hemos existido muchos años sin rey, ejército ni impuestos; los ska nunca nos han amenazado, ni los barones nos ponen en peligro. ¿Por qué deberíamos apresurarnos a obedecer a un invasor troicino?
—Tolerasteis a Faude Carfilhiot en Tintzin Fyral; ignorasteis los pillajes de los ska; conseguisteis vuestra paz con el dolor de otros. Esa época despreocupada ha concluido, y debéis compartir el precio de la justicia. Caballeros, escoged al instante: no discutiré más.
—No es preciso —dijo suavemente Hydelos—. Nos has convencido.
—Muy bien. Maloof os dará los detalles de lo que debe hacerse.
Aillas se levantó, saludó a los consternados señores y dio media vuelta. Se paró en seco al ver una figura alta que se acercaba por el campamento. Finalizada la conferencia, resueltos los problemas, Shimrod había decidido regresar al fin.
En el pasado, poco después de instalarse en su morada de Trilda, en el Bosque de Tantrevalles, Shimrod había tenido una serie de sueños perturbadores. Lo acuciaban una noche tras otra, con una concatenación que fascinaba a Shimrod, a pesar de que la marcha de los acontecimientos sugería que el desenlace sería fatídico, tal vez trágico.
Los sueños eran extraordinarios por diversas razones. La ambientación, una playa blanca con el mar a un lado y una villa blanca al otro, nunca cambiaba. No había elementos oníricos ni grotescos; lo más sorprendente era la seductora belleza de una mujer, única persona que aparecía en el sueño además de Shimrod.
En el primero de la serie, Shimrod se encontraba de pie junto a la balaustrada, frente a la villa. La luz del sol era tibia, el rumor del oleaje llegaba con lánguida regularidad. Shimrod esperaba con ansiedad. Al rato, una mujer de pelo oscuro y estatura mediana, esbelta, casi etérea, se acercaba por la playa. Caminaba descalza y llevaban una túnica blanca, larga hasta las rodillas y sin mangas. Se acercaba sin prisa, y pasaba de largo tras dirigir a Shimrod una sola mirada. El asombrado y anhelante Shimrod la seguía con los ojos.
El sueño se desvaneció y fue adondequiera que vayan los sueños en cuanto terminan. Shimrod despertó y se quedó escrutando la oscuridad.