Shimrod trató de exorcizar las visiones:
—¡Fuera! ¡Atrás! ¡Partid! ¡Disolveos en el vacío y no volváis a molestarme! Si no fuera absurdo, pensaría que sois otro truco de Tamurello, que me administra mi propia medicina.
De noche, Shimrod se inquietó y salió a mirar la luna. El prado estaba en calma; sólo se oían grillos y unas ranas a lo lejos. Shimrod deambuló por el prado hasta el viejo muelle del lago Lally, donde la luna ya había empezado a bajar en el cielo. El agua estaba tranquila y oscura; cuando Shimrod arrojó un guijarro, las ondas en expansión refulgieron como plata. Una llama de vigilancia que flotaba sobre su cabeza hizo una advertencia:
—Hay alguien cerca. La magia vino y se fue.
Shimrod dio media vuelta y, no del todo sorprendido, descubrió en la orilla una tenue figura con túnica blanca y capa negra: Melancthe. Ella observaba la luna y no parecía verlo.
Shimrod se volvió sin prestarle atención.
Ella se acercó por el muelle y se detuvo junto a él.
—¿No te sorprendes de encontrarme aquí?
—Sólo me pregunto cómo consiguió Tamurello hacerte venir.
—No le resultó difícil; en realidad he venido por mi propia voluntad.
—¡Qué extraño! Esta noche debías cantar con tus amigos en las rocas.
—Decidí no acudir más al encuentro.
—¿Por qué?
—Es simple. Tenía una alternativa: vivir o morir. Opté por vivir, lo cual me presentó nuevas cuestiones. ¿Debía seguir viviendo como una renegada y cantar en las rocas, o debía emular las costumbres de la raza humana? Decidí cambiar.
—¿No te consideras humana?
—Tamurello me ha informado que soy una inteligencia neutra sin gran vigor bajo una máscara femenina —murmuró Melancthe. Estudió la cara de Shimrod—. ¿Qué opinas?
—Creo que Tamurello escucha y sonríe. Flama: vigila con atención. ¿Algo nos escucha, algo nos observa?
—No capto nada.
Shimrod gruñó en tono de duda.
—¿Y qué instrucciones te ha dado Tamurello?
—Dijo que la humanidad en general era torpe, estúpida, ignorante y vulgar, y que al menos tú me enseñarías eso.
—En otra ocasión. Ahora, Melancthe, debo decirte adiós.
—¡Espera, Shimrod! Me dijiste que era hermosa, y deseabas besarme. Esta noche vengo a Trilda y me rechazas. Es una curiosa contradicción.
—En absoluto. Estoy sorprendido, y soy precavido. Los motivos de Tamurello son bastante claros, pero los tuyos me parecen dudosos. Creo que exageras mi torpeza y mi estupidez. Y ahora, Melancthe, si me excusas…
—¿Adonde vas?
—Regreso a Trilda.
—¿Y me dejarás sola en la oscuridad?
—Ya has estado sola en la oscuridad.
—Iremos juntos a Trilda, pues no tengo otro sitio adonde ir. Y, como he dicho, he venido aquí por mi propia voluntad.
—Demuestras poca convicción. Es como si te obligaras a aceptar un reto.
—Es una experiencia nueva para mí.
Shimrod dominó la voz con esfuerzo.
—Te habría recibido con mayor confianza si no hubieras dicho a tu criada que me cerrara la puerta en la cara. Cuando se juzgan actitudes, estos actos pueden ser decisivos.
—Tal vez, pero tu deducción podría ser errónea. Recuerda que habías invadido mi vida y habías turbado mi mente con tus insinuaciones. Al fin me persuadiste y ahora estoy aquí, tal como me pediste.
—Tal como te ha pedido Tamurello.
Melancthe sonrió.
—Yo soy yo y tú eres tú. ¿Qué nos importa Tamurello, en cualquier caso?
—¿Tan corta es tu memoria? Tengo razones para preocuparme.
Melancthe miró hacia el agua.
—Tamurello no me ordenó nada. Comentó que estabas en Trilda, fastidiándolo. Dijo que, de no ser por Murgen, tiempo atrás te hubiera enviado al otro lado de la luna montado en un caballete. Dijo que le agradaría que yo te acosara y aturdiera hasta que tus ojos parecieran huevos y te durmieras durante el desayuno con la cara en el potaje. Dijo que tenías una mente inferior y sólo podías abordar un pensamiento a la vez, y que si yo estuviera en Trilda dejarías de molestarle, para su gran satisfacción. Ahora lo sabes todo.
—Qué más da —Shimrod miró melancólicamente el agua—. Me pregunto qué calumnias habrían provocado otros cinco minutos.
Melancthe retrocedió un paso.
—Pues bien, aquí me tienes. ¿Qué haremos? ¿Quieres que me vaya? Consulta a los diferentes dictados de tu cerebro, y tal vez encuentres una solución.
—Ya la he decidido —declaró Shimrod—. Vendrás a Trilda —y añadió enfáticamente—: Allí descubriremos quién distrae mejor a quién, y cada mañana Tamurello recibirá un alegre saludo… Mira la luna menguante; ya cae en el oeste. Es hora de que vayamos a Trilda.
Los dos echaron a andar en silencio, y mientras caminaban Shimrod consideró una nueva y perturbadora posibilidad: ¿podía esta criatura que lo acompañaba y que se hacía llamar Melancthe estar encubriendo a otra, de diferente especie, que en un momento delicado revelaría su forma verdadera para castigar a Shimrod por su impúdica vigilancia?
No era improbable. Por fortuna, la estratagema era fácilmente detectable.
Una vez en Trilda, Shimrod sirvió dos copas de vino de granada.
—El sabor es como tú: dulce y ácido a la vez, acechante, misterioso y excitante… ¡Ven! Te mostraré Trilda.
Shimrod la condujo primero al comedor («El roble está cortado de un árbol que crecía en este mismo lugar»), luego a la sala de visitas («Mira esos tapices de las cartelas. Fueron tejidos en la antigua Hircania»), y finalmente al taller. Shimrod fue a mirar su mapa. La luz azul titilaba en Pároli, en el norte de Dahaut: eso eliminaba la sospecha de que la mujer que lo acompañaba pudiera ser un disfraz del ambiguo Tamurello.
Melancthe miró a su alrededor sin mayor interés. Shimrod describió un par de piezas de sus artefactos y luego la condujo ante un espejo alto que reflejaba su imagen con gran nitidez, con lo cual se aplacó otro de los temores de Shimrod. Si hubiera sido un súcubo o una arpía, la verdadera imagen de la criatura se habría reflejado en el espejo.
Melancthe estudió el cristal con absorto interés.
—Es un espejo mágico —explicó Shimrod—. Ves reflejada la persona que crees que eres. O puedes pedir: «Espejo, muéstrame tal como me ve Shimrod», o bien: «Espejo, muéstrame tal como me ve Tamurello», y verás esas versiones de ti misma.
Melancthe se alejó sin someterse a las pruebas que Shimrod había sugerido. Éste dijo:
—Podría situarme ante el espejo y decir: «Espejo, muéstrame tal como me ve Melancthe», pero, honestamente, me falta el valor.
—Vámonos de este cuarto —sugirió Melancthe—. Apesta a intelectualismo.
Los dos regresaron a la salita, donde Shimrod encendió el hogar y se volvió hacia Melancthe.
—Estás pensativo —murmuró ella—. ¿Por qué?
Shimrod se quedó mirando las llamas.
—Me encuentro ante un dilema. ¿Quieres saber cuál?
—Claro.
—En Ys, hace unas semanas, Shimrod visitó a Melancthe para reanudar su relación y quizá para descubrir algún interés común que realzara la vida de ambos. Al final Melancthe le cerró desdeñosamente sus puertas.
»Esta noche Shimrod se pasea frente al lago Lally, contemplando la luna. Melancthe aparece y ahora Shimrod no la persigue a ella, sino que ella lo acosa a él, para seducirlo y confundirlo en su mansión Trilda, con el propósito de que no moleste más a su amigo Tamurello.
»Con aparente sinceridad, ella le comunica la poco halagüeña opinión que Tamurello tiene de Shimrod, de modo que éste arrojará su autoestima al viento si obedece a sus impulsos y sucumbe a los encantos de Melancthe. Si él demuestra tenacidad y echa a Melancthe de Trilda con el reproche que ella merece, demostrará que es orgulloso, inflexible y necio.
»Su dilema, pues, no es si debe conservar el orgullo, la dignidad y el respeto por sí mismo, y cómo; sino en qué dirección arrojarlos.
—¿Cuánto tiempo reflexionarás? —preguntó Melancthe—. Yo no tengo autoestima, y puedo decidirme al instante, según mis inclinaciones.
—Quizá sea lo más sabio, a fin de cuentas —replicó Shimrod—. Mi temperamento es muy fuerte, y tengo una voluntad férrea. Pero no veo razones para demostrar tal fortaleza sin necesidad.
—El fuego arde y la sala está caldeada —indicó Melancthe—. Shimrod, ayúdame a quitarme la capa.
Shimrod se acercó, abrió el broche del cuello y le quitó la capa; también cayó la túnica, y ella quedó desnuda a la luz del fuego. Shimrod pensó que jamás había visto un espectáculo tan hermoso. La abrazó. El cuerpo de ella se puso tenso al principio, luego se relajó.
Las llamas estaban más bajas.
—Shimrod —susurró Melancthe—, tengo miedo.
—¿Por qué?
—Cuando me miré en el espejo, no vi nada.
Transcurrieron días tranquilos, sin episodios ingratos que permitieran distinguir un día del otro. Shimrod pensaba a veces que Melancthe intentaba importunarlo y provocarlo, pero él conservaba una actitud de imperturbable compostura, y en general todo andaba a la perfección. Melancthe parecía, al menos, pasivamente satisfecha, y siempre se prestaba, y a veces más que eso, a las inclinaciones eróticas de Shimrod. Con amarga satisfacción Shimrod recordó episodios del pasado: la indiferencia de Melancthe cuando recorría sus sueños, su aburrimiento cuando él la visitaba en la villa. Antes le había cerrado las puertas, y ahora las más antojadizas fantasías amorosas de Shimrod se habían hecho realidad.
¿Por qué? La pregunta le atormentaba día y noche. Había en ello un misterio. Shimrod no entendía qué provecho sacaba Tamurello de la situación; según el destello azul, no salía de Pároli.
Melancthe no le ofreció ninguna información, y el orgullo impedía a Shimrod abandonar su actitud de amable serenidad para formular preguntas apremiantes.
En ocasiones, durante una conversación, Shimrod hacía un par de preguntas, pero Melancthe sólo respondía con una mirada inexpresiva o una evasiva; en el peor de los casos, lo acusaba de ser muy cerebral.
—¡Cuando hay que hacer algo lo hago! Cuando me pica la nariz, la rasco, sin un detallado análisis de la situación.
—Rasca cuanto quieras —replicó Shimrod con austera cortesía.
Con el paso del tiempo, la presencia de Melancthe dejó de constituir una novedad, pero el ardor de la muchacha no disminuyó: quizá por tedio, aumentó hasta superar las posibilidades de Shimrod, causándole vergüenza y timidez. Tenía remedios a su alcance, si hubiera querido usarlos: por ejemplo, un elixir conocido como La Osa, en jocosa referencia a la constelación de la Osa Mayor, siempre erguida de día y de noche. Shimrod también conocía un hechizo que surtía el mismo efecto, popularmente conocido como El Fénix.
Shimrod no quiso valerse de estos recursos, por diversas razones. Primero, Melancthe ya le ocupaba más tiempo del que deseaba, y le absorbía gran cantidad de energías, dejándolo a menudo en un estado de laxitud, de modo que no siempre vigilaba bien a Tamurello. Segundo —y ésta era una contingencia que Shimrod jamás podría haber previsto—, los apareamientos mecánicos, carentes de humor, simpatía y gracia, gradualmente perdían el encanto. Por último, aunque Shimrod llegó a sospechar que no satisfacía a Melancthe, ni en calidad ni en cantidad, descartó con orgullo la idea: lo que había bastado para otras compañeras de retozos bastaría también para Melancthe.
Transcurrieron dos meses. Cada mañana, después de uno o más encuentros eróticos, Shimrod y Melancthe desayunaban apaciblemente potaje con crema y grosellas frescas, o quizá tortas, mantequilla, conserva de cereza o miel, con jamón, berro y huevos duros, y por lo general media docena de codornices asadas o truchas frescas, o salmón escalfado en salsa de eneldo, junto con pan, leche fresca y bayas. Un par de pálidos falloys
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preparaban y servían la comida, y se llevaban los platos, vasos y cubiertos sucios.
Después del desayuno, Shimrod iba al taller, aunque con mayor frecuencia dormía un par de horas en el diván, mientras Melancthe se paseaba por el prado. A veces ella se sentaba en el jardín a rasguear las cuerdas de un laúd, creando sonidos que Shimrod no consideraba armónicos pero que agradaban a Melancthe.
Al cabo de dos meses Shimrod la notó tan enigmática como el día de su llegada. Adoptó la costumbre de mirarla de soslayo, asombrado e intrigado. Evidentemente, esta afectación la molestaba, y una mañana ella hizo una mueca y preguntó:
—Me miras como un pájaro a un insecto. ¿Por qué?
Shimrod volvió en sí y respondió:
—En general te miro por puro placer. ¡Sin duda eres la más bella criatura que existe!
—¿Existir? —murmuró Melancthe—. Quizá ni siquiera sea real.
Shimrod respondió de ese modo extravagante que también fastidiaba a Melancthe, aunque no tanto como una exposición lógica:
—Estás viva, de lo contrario estarías muerta y yo sería un necrófilo. No es así; por tanto estás viva. Si no fueras real, tu ropa —Melancthe vestía ahora pantalones pardos de campesina y un chaquetón— no tendría dónde sostenerse y caerían al suelo. ¿Satisfecha?
—Entonces, ¿por qué el espejo no reflejó mi imagen?
—¿Lo has mirado recientemente?
—No, tengo miedo de lo que pueda ver. O no ver.
—El espejo te muestra lo que crees de ti. No tienes imagen de tu personalidad porque Tamurello te la ha negado, para mantenerte sometida. Eso sospecho, al menos. Como rehúsas confiar en mí, no puedo ayudarte.
Melancthe miró hacia el prado y, desprevenida, quizá dijo más de lo que deseaba decir:
—El consejo de un hombre sólo podría debilitarme.
Shimrod frunció el ceño.
—¿Por qué?
—Porque así son las cosas.
Shimrod no dijo nada, y Melancthe exclamó:
—¡Me estás mirando de nuevo!
—Sí. Maravillado. Pero al fin empiezo a entrever lo que no quieres contarme, y no me maravillo tanto. En realidad, creo que lo sé.
—¿Lo único que haces es pensar? Encierras el mundo entero en tu cabeza: ¡una extraña y muerta ilusión con forma de Shimrod! Pero ¿qué sabes?
—Por razones de conveniencia, limitemos nuestras observaciones a tu presencia en Trilda. Tamurello te envió aquí para distraerme. Eso es tan claro que resulta evidente. ¿Me equivoco?
—Nunca creerías lo contrario, no importa lo que yo diga.
—Eres lista. Claro que me equivoco. Eludes mi pregunta para engañarme. ¿Por qué he de sorprenderme? Me has engañado antes; ahora te conozco bien.