Los defensores de Tres Pinos avanzaron dócilmente hacia las carretas.
Las mujeres y niños del castillo aguardaban con tristeza junto a las rumas humeantes.
—Ve a consolar a las mujeres —indicó Aillas a Pirmence—. Aconséjales que vayan a vivir con sus parientes. Si es necesario, ofréceles ayuda. Tu tacto e intuición serán de gran ayuda. Tristano, cerciórate de que no queden supervivientes dentro del castillo, ya se trate de heridos o de personas a quienes deseamos conocer mejor, como Shalles de Dahaut. Maloof, ¿dónde estás? ¡Aquí tienes una oportunidad para tus raros talentos! Habla con personas del castillo y averigua dónde está la bóveda del tesoro de Hune, junto con todas las demás piedras preciosas, monedas y objetos de oro y plata. Confecciona un inventario, luego confisca toda la fortuna en nombre del erario real, lo cual traerá al menos una pizca de alegría a este día melancólico.
Maloof encontró muy escasos tesoros: bandejas, copas y platos de plata, cien monedas de oro y algunas joyas de granate, turmalina y jaspe. Pirmence consoló a las mujeres y las envió a casa de sus parientes. Tristano regresó con malas nuevas.
—No encuentro heridos ni personas ocultas. Nadie ha sobrevivido, excepto los que estaban en las mazmorras. Conté ocho prisioneros y tres verdugos; luego ya no pude soportar el hedor.
A Aillas se le enfrió el corazón.
—¿Torturadores, eh? Debí sospecharlo. Tristano, debes hacer algo más. Busca hombres de estómago fuerte y baja a las mazmorras. Libera a los prisioneros y encadena a los torturadores. Luego utiliza a nuestros nuevos soldados —Aillas señaló a los ex soldados de Hune—. Ordénales que saquen a la luz del día las herramientas e instrumentos que hay en las mazmorras, nos aseguraremos de que nadie más los utilice.
Los ocho prisioneros salieron de las mazmorras, cojeando, brincando, arrastrando las piernas, gruñendo y gimiendo a cada paso: el legado de un exceso de familiaridad con el potro. Dos de ellos no podían caminar, y fueron sacados en camillas. Los ocho presentaban un estado lamentable. No les cubrían más que harapos; apestaban por la costra de mugre e inmundicias, y tenían el pelo pegado al cráneo. Los seis que podían caminar se mantenían juntos, mirando de reojo, entre temerosos y apáticos.
Los tres verdugos, huraños e inseguros, fingían una actitud indiferente y distante. Uno era una mole barrigona, sin barbilla, que apenas tenía cuello. El segundo era un hombre de edad, de hombros altos, frente digna y barbilla larga. El tercero, que aparentaba la misma edad de Aillas, dirigió una sonrisa burlona a las tropas y a los cuerpos que colgaban de la horca.
Aillas habló tristemente a los ex prisioneros:
—Calma, estáis libres. Nadie os causará más daño ahora.
Uno de los hombres respondió con un jadeante susurro:
—¡«Ahora» es ahora, pero el pasado se ha ido! Me llamo Nols. Recuerdo mi nombre sólo para ocultarme cuando me llaman. El resto es como un sueño.
Otro miró asombrado el cadalso. Señaló con un dedo ganchudo:
—¡Allí cuelga Hune, pesado como grasa! ¿No es una maravilla? ¡Hune muerto! ¡El dulce Hune! ¡Tan querido para mis ojos como el rostro de mi madre!
Nols también señaló.
—Veo a Gissies, a Nook y Lutton. ¿Seguirán siendo nuestros carceleros?
—Claro que no —determinó Aillas—. Serán ahorcados, lo cual quizá sea un fin demasiado piadoso para ellos. ¡Sargento, cuelga a esos monstruos!
—¡Un momento! —exclamó el joven verdugo Lutton, sofocado—. ¡Sólo obedecíamos órdenes! ¡Si no lo hubiéramos hecho, otros habrían hecho nuestro trabajo!
—Y hoy colgarían de la horca en vuestro lugar… Sargento, manos a la obra.
—¡Hurra! —exclamó Nols, y sus compañeros lo acompañaron con un jadeante coro de ovaciones—. ¿Y qué dices de Thrumbo el Negro? ¿Por qué queda en libertad, y lo veo allá con esa amable sonrisa en la cara?
—¿Quién es Thrumbo el Negro?
—Allá está. El jefe de arqueros de Hune. Prefiere el látigo porque su canción es sincera. ¡Hola, Thrumbo, te veo! ¿Por qué no me saludas? ¡Has conocido tanto mi persona y mi cuerpo! ¿Por qué te mantienes ahora tan distante?
Aillas miró hacia donde señalaba Nols.
—¿Cuál es Thrumbo?
—El de yelmo de cuero, con cara de luna. Es jefe de verdugos.
—Thrumbo —llamó Aillas—, por favor, acércate a la horca. No necesito verdugos en mi ejército.
Thrumbo dio media vuelta e intentó huir hacia la ladera para ganar la libertad, pero como era corpulento y le faltaba el aliento, pronto lo capturaron. Gimiendo y maldiciendo, fue arrastrado al cadalso. Una hora después, Aillas regresó con sus tropas a Doun Darric.
Los barones de Ulflandia del Sur fueron convocados a un segundo cónclave en Doun Darric. En esta ocasión había carne en el asador y un tonel de buen vino aguardaba a los comensales.
Nadie estaba ausente; habían asistido todos los barones de Ulflandia del Sur. El ánimo de todos era un poco distinto al de la ocasión anterior. Estaban cabizbajos, más turbados que desafiantes.
Aillas comunicó su mensaje cuando aún no se había bebido mucho vino. Esta vez él calló mientras una fanfarria de dos clarines ordenaba silencio. Luego un heraldo subió a un banco y leyó un bando:
—¡Oíd las palabras del rey Aillas! ¡Hablo con su voz! Hace poco, Hune de la Casa de los Tres Pinos desobedeció mis órdenes expresas, y todos presentes conocen ahora las consecuencias. En sus mazmorras tenía prisioneros, contrariando el espíritu, cuando no la letra, de mi ley.
»Pronto emitiré un código de justicia, semejante al de Troicinet y Dascinet. En cada condado del país se designarán alguaciles y magistrados. Administrarán toda la justicia: alta, media y baja. Las personas hoy presentes quedarán relevadas de lo que sólo constituye una pesada responsabilidad.
»Esta responsabilidad ha terminado. Todos los prisioneros de las personas aquí presentes serán confiados a la custodia de mis representantes, que os acompañarán a cada uno de vosotros a vuestros hogares. Desde ahora no podéis encerrar, encarcelar ni apresar a ninguno de mis súbditos, bajo riesgo de provocar el disgusto real, el cual, como descubrió el barón Hune, es rápido y contundente.
»Descubrí, además, que Hune se complacía en torturar a sus enemigos. Esta acción es ruin e innoble, sea cual fuere la justificación. Declaro que la tortura, en todas sus categorías, es una ofensa capital, punible con la muerte y la confiscación de las propiedades.
»A pesar de mis inclinaciones, la justicia me impide castigar delitos cometidos antes de este decreto. No debéis temer represalias por actos anteriores. En esta ocasión seréis entrevistados por los señores Pirmence, Maloof o Tristano. Daréis información acerca de vuestros prisioneros, con su nombre y condición, y también el nombre de los verdugos que están a vuestras órdenes. Luego partiréis de inmediato, y los prisioneros enumerados quedarán en manos de mis representantes, que también tomarán en custodia a los verdugos. Como no quiero que estas personas se mezclen con el resto de la población, se las traerá a Doun Darric y quizá las alistaremos en un cuerpo especial de mi ejército. Los que han contratado torturadores no son menos culpables que ellos, pero como he declarado, no puedo castigaros por delitos cometidos antes de este decreto.
»Pirmence, Maloof y Tristano trabajarán ahora con vosotros. Os exhorto a colaborar y ofrecer información detallada, pues vuestras declaraciones se verificarán. «Tales son, señores, la palabras de su majestad el rey Aillas».
Los barones habían partido, la mayoría para alojarse durante la noche en casa de amigos o parientes en su viaje hacia sus castillos. Cada cual iba en compañía de un caballero troicino y seis soldados, para asegurar el cumplimiento exacto de la ley del rey Aillas, que en muchos casos consistía en un intercambio de prisioneros entre castillos hostiles.
Aillas y Tristano pasaron una larga velada comentando los acontecimientos del día. Tristano no había recibido más noticias sobre Shalles. Lo habían visto por última vez en el remoto castillo de Mulsant, uno de los barones más intransigentes.
—El punto de vista de Mulsant no carece de lógica —suspiró Tristano—. Vive al pie de los Cortanubes, donde abundan los forajidos; según declara, si desarticulara su guarnición no sobreviviría ni una semana, y me inclino a creerle. Y ahora Torqual ha aparecido en escena. Hasta que lo detengamos, no podemos exigir a los habitantes de la región que se queden indefensos y abracen nuestra causa.
Aillas reflexionó sobre estas palabras.
—Es una situación incómoda. Si atacamos a Torqual en Ulflandia del Norte, nuestras probabilidades de éxito son mínimas y despertaremos las iras de los ska. Ahora, más que nunca, nos interesa mantener la paz.
—Tu argumento es irreprochable.
Aillas soltó un profundo suspiro y se reclinó en la silla.
—Una vez más las dulces esperanzas encallan en los arrecifes de la realidad. Debo adaptarme a esta dura situación. Mientras Mulsant y los demás no nos causen problemas, los designaré «guardianes de la marca».
—Eso se llama «el arte práctico de gobernar» —comentó Tristano, y ambos se pusieron a hablar sobre otras cuestiones.
Al llegar a la ciudad de Lyonesse, Shalles fue directamente a Haidion y pronto le condujeron a una pequeña sala en la Torre de los Búhos, donde el rey Casmir estudiaba mapas. Shalles saludó con una reverencia y esperó. El rey Casmir cerró la carpeta con una estudiada deliberación que habría inquietado a cualquiera que tuviera una conciencia culpable.
Al fin, el rey Casmir giró para mirar a Shalles de hito en hito, como si nunca lo hubiera visto. Señaló una silla y esperó a que Shalles se sentara.
—Caballero Shalles —dijo al fin—, veo que has viajado mucho. ¿Qué novedades traes?
Alentado por ese trato respetuoso, Shalles, que se había sentado en el borde de la silla, se apoyó con alivio en el respaldo. Escogió con cuidado sus palabras, pues de ellas dependían la aprobación del rey Casmir y la consiguiente recompensa.
—En general, majestad, no puedo darle muchas buenas nuevas. El rey Aillas ha actuado con decisión y eficacia. Ha desequilibrado a sus oponentes y les ha negado razones para la insubordinación. Está bien considerado entre los plebeyos, y también entre los aristócratas de los brezales bajos y de la costa, que valoran el orden y la prosperidad más que un derecho político incondicional, que en todo caso jamás han tenido.
—¿Se produjo resistencia digna de mención ante un rey extranjero?
—El ejemplo más notable es el de Hune de la Casa de los Tres Pinos. Violó abiertamente las nuevas leyes, y casi no había terminado de hacerlo cuando su castillo estaba en ruinas y él colgaba de una horca. Los ulflandeses entienden este idioma.
Casmir gruñó malhumoradamente.
—Aillas descubrió mazmorras en la Casa de los Tres Pinos —continuó Shalles—. Celebró un cónclave donde prohibió la justicia privada, y vació todas las mazmorras de la comarca. Ese decreto contó con la aprobación general, pues nada temen los barones más que las mazmorras de sus enemigos, donde, si los capturan, son castigados por los pecados de sus abuelos.
»Al vaciar las mazmorras, Aillas confiscó cuanto contenían. Me han contado que se apoderó de cuarenta potros, siete toneladas de instrumentos y cien verdugos. Éstos forman ahora un cuerpo especial del ejército real. Tienen las mejillas tatuadas de negro; llevan uniformes negros y amarillos, y cascos especiales. Se los considera parias y viven al margen del resto de las tropas.
—¡Barí! —masculló Casmir—. Este delicado rey parece demasiado blando. ¿Qué más?
—Ahora te informaré sobre mis propias actividades. Han sido diligentes, peligrosas e incómodas —Con entusiasmo algo forzado, dada la indiferencia del rey Casmir, Shalles describió su labor sin dejar de mencionar los peligros que arrostraba casi a diario—. Como mi cabeza tenía precio, decidí que no podía hacer más. Aunque mis calumnias gozaban de popularidad, nunca se corroboraban y no ejercían una influencia duradera. Durante mis incursiones descubrí un hecho extraño: la prosaica y estúpida verdad resulta más convincente que las más cautivantes falsedades, aunque las segundas gozan a veces de mayor difusión. Aun así, fui tan irritante como para que Aillas dedicara todos sus esfuerzos a capturarme, y a menudo escapé por los pelos.
Con ojos entornados y voz ecuánime, el rey Casmir preguntó:
—¿Y cuál habría sido tu destino si te hubieran capturado?
Shalles estaba alerta. Tras un titubeo apenas perceptible, respondió:
—Es difícil decirlo. Aillas ofreció pagarme el doble de lo que tú me concedes si accedía a traicionarte. Sospecho que se proponía arruinar mi reputación, y de hecho su ardid redujo mi credibilidad a la nada.
El rey Casmir asintió, pensativo.
—Me han llegado rumores acerca de esta oferta. ¿Qué hay de Torqual?
Shalles hizo una pausa para ordenar las ideas.
—Vi a Torqual en varias ocasiones, aunque no con la frecuencia que deseaba. Actúa sin seguir mis consejos, pero parece servir bien a tus intereses. Exige oro sin parar, para incrementar su poder. Presenciamos juntos el sitio de la Casa de los Tres Pinos. Estábamos en el prado, entre los campesinos. Torqual me informa que ya conoce bien el terreno y ha reclutado una fuerza importante. En Ulflandia del Norte ha descubierto una guarida desde donde realiza incursiones en Ulflandia del Sur. Ha anunciado que quienes obedezcan al rey serán sus víctimas favoritas, una táctica que induce a los ska a dejarlo en paz. Cree que poco a poco extenderá su poder sobre todos los brezales altos.
Shalles se encogió de hombros, y el rey Casmir preguntó:
—¿Acaso dudas de su éxito?
—A largo plazo, sí. Sólo piensa en destruir, lo cual no constituye una buena base para un gobierno estable. Pero yo no puedo leer el futuro. En las Ulflandias puede pasar cualquier cosa.
—Eso parece —murmuró el rey Casmir—. Eso parece.
—Ojalá pudiera traerte noticias más gratas —jadeó Shalles—, pues mi fortuna depende de tu satisfacción.
El rey Casmir se puso en pie y se acercó al fuego.
—Puedes marcharte —declaró al fin—. Por la mañana seguiremos hablando.
Shalles hizo una reverencia y se marchó cabizbajo. Como el rey Casmir no lo había felicitado, no se había atrevido a mencionar el tema de la recompensa.