Doun Darric presentaba muchas ventajas como cuartel general del ejército. Las tropas ya no tenían acceso a las tabernas del puerto de Ys, no había incidentes con los aldeanos, y las doncellas de Ys podían acudir de nuevo el mercado sin que las asediaran los soldados jóvenes que las cortejaban. Aún más importante, las tropas estaban cerca de los altos brezales, donde los habitantes de la zona sentían el peso de su presencia.
Aillas nunca había creído posible que una paz instantánea, como un bálsamo beneficioso y curativo, se instalara en las montañas y brezales de Ulflandia del Sur. Las venganzas y las guerras entre clanes formaban parte del alma ulflandesa. El rey podía emitir docenas de proclamas, pero el país seguiría siendo una comarca salvaje a menos que él amenazara o sobornara a los barones para que cumplieran las leyes.
Casi todos los barones de las laderas occidentales y los brezales más bajos respaldaban a Aillas; conocían muy bien a los ska. Los barones de las regiones superiores, a veces poco más que salteadores, no sólo eran más celosos de su independencia, sino que se manifestaban como acérrimos defensores de la conducta que Aillas había jurado desterrar.
Con el ejército en Doun Darric, las amenazas del rey de pronto cobraban cierta realidad.
Pronto Aillas decidió transformar Doun Darric en base permanente. De todas partes llegaron albañiles y carpinteros para construir viviendas apropiadas. La vieja Doun Darric empezó a resucitar: al principio de modo provisional, gracias a los obreros mismos, y luego según un plan trazado por Tristano una noche, mientras ponía en marcha su imaginación al tiempo que bebía vino: una plaza de mercado al lado del río, tiendas y posadas en la periferia, anchas calles con cloacas a imitación del estilo troicino, buenas casas con jardín. Aillas, reparando en los bocetos de Tristano, vio buenas razones para utilizarlos, entre otras, el incremento de su prestigio como rey.
A Aillas no le gustaba Oaldes, la derruida y descuidada sede de los primeros reyes, e Ys era impensable como capital de Ulflandia del Sur. Por tanto proclamó a Doun Darric su capital, y Tristano añadió a sus planos una pequeña pero graciosa residencia real que por un lado daba al río Malheu y por el otro a la plaza. Tristano pensó luego en el futuro y reservó un sector de la otra margen del río para que la nueva y próspera clase superior que quizá optara por establecerse en la nueva ciudad construyera residencias más ambiciosas. Los constructores —carpinteros, albañiles, yeseros, techistas, vidrieros, pintores, mezcladores de pintura, leñadores y picapedreros— se regocijaron con la noticia; su propia prosperidad quedaba asegurada.
Casi todas las tierras de las inmediaciones de Doun Darric habían vuelto al estado salvaje. Aillas reservó terrenos para distribuirlos en el futuro entre sus veteranos, de acuerdo con sus promesas. Maloof vendió otras zonas a bajo precio y a plazos a las personas sin tierras que se dedicarían a cultivarlas.
Estas tangibles pruebas de estabilidad respaldaban la autoridad del rey, a quien ya no se podía tildar de aventurero extranjero dispuesto a privar a Ulflandia del Sur de las escasas riquezas que le quedaban. Cada día traía nuevos pelotones de voluntarios y reclutas a Doun Darric desde todos los puntos cardinales del país, y también desde Ulflandia del Norte: fornidos y gallardos jóvenes, muchos de ellos nobles que veían en el ejército su única esperanza de gloria y prosperidad. Estos recién llegados eran orgullosos y valientes, y a menudo revelaban también obstinación y crueldad. Un par de reglas habían regido sus vidas: primero, siempre había que estar preparado para la lucha; segundo, en combate no había derrota honrosa; el perdedor se rendía, huía o moría, y todos esos desenlaces eran despreciables.
Aillas había aprendido mucho acerca de los conflictos entre los barones. Muchos de sus nuevos reclutas se encontrarían luchando hombro con hombro con sus antiguos contrincantes, lo cual parecía una invitación al derramamiento de sangre. Por otra parte, dar por sentadas las enemistades y separar a las facciones hostiles le parecía una solución peor, pues equivalía al reconocimiento oficial de dichos conflictos. Simplemente notificaba a los nuevos reclutas que las antiguas reyertas no tenían lugar en el ejército del rey y debían ser olvidadas, después de lo cual no se hablaba más del asunto y los soldados se repartían sin tener en cuenta su pasado. En general, los antiguos enemigos, que ahora vestían el mismo uniforme, tras un breve período de gestos y ademanes hostiles se adaptaban a las circunstancias por falta de otra posibilidad práctica.
Dada la soberbia y la terquedad de los ulflandeses, las primeras etapas del entrenamiento fueron lentas. Los oficiales troicinos abordaron el problema con paciencia y filosofía. Poco a poco los obstinados montañeses llegaron a comprender lo que se esperaba de ellos y a llevar los uniformes con soltura. Con el tiempo, ellos mismos llegaron a instruir a nuevos reclutas con actitud de indulgente desprecio por su torpeza.
Entretanto, en los brezales y valles altos prevalecía una tensa paz: no la paz del reposo, sino la del secreto, los oídos alertas y el aliento contenido, una situación poco natural que afectaba al paisaje mismo, como si hasta las montañas, peñascos, desfiladeros y pinares estuvieran al acecho de la primera transgresión a la ley real.
Aillas envió a Tristano con una escolta adecuada para que estudiara la situación de los lugares más alejados, y también para que trajera nuevas noticias acerca del presunto caballero daut llamado Shalles. Tristano regresó para informar que había recibido una correcta aunque fría hospitalidad; que los barones estaban desarticulando los grupos armados con calculada lentitud; y que cada casa recitaba una letanía de quejas contra sus enemigos. En cuanto a Shalles, no había perdido el tiempo, y aparecía aquí y allá para diseminar una increíble variedad de rumores. Shalles parecía ser un caballero fornido, inteligente y de confianza, aunque algunas de sus afirmaciones eran manifiestamente ridículas o contradictorias; su público creía lo que quería creer. Afirmaba que Aillas y los ska habían pactado una alianza secreta, que al final los barones ulflandeses se encontrarían peleando en el bando de los ska, que Aillas era presa de ataques en los que echaba espuma por la boca y que sus gustos sexuales eran vulgares y aberrantes. También afirmaba que el rey Aillas, tras dejar indefensos a los barones, los abrumaría con impuestos y confiscaría las tierras a quienes no pudieran pagar.
—¿Hay más? —preguntó Aillas cuando Tristano hizo una pausa para recuperar el aliento.
—¡Mucho más! Es bien sabido que ya estás enviando buques enteros llenos de doncellas ulflandesas a Troicinet, para que trabajen en los burdeles del puerto.
Aillas se echó a reír.
—¿No dicen que adoro a Hoonch, el dios-perro? ¿O que envenené a Oriante para erigirme en rey de Ulflandia del Sur?
—Todavía no.
—Debemos devolver el golpe a este activo caballero Shalles —Aillas reflexionó un instante—. Anuncia en todas partes que ansío conocer a Shalles, a quien pagaré el doble de lo que el rey Casmir le paga a él si está dispuesto a recorrer los condados lejanos de Lyonesse difundiendo rumores sobre el rey Casmir. No vayas en persona. Envía mensajeros con la noticia.
—¡Excelente! —declaró Tristano—. Así se hará. Hay otro asunto. ¿Has oído hablar de un tal Torqual?
—Creo que no. ¿Quién es?
—Por lo que puedo deducir, es un renegado ska que se ha convertido en bandido y se ha refugiado en las colinas. Me contaron que no hace mucho se fue a ejercer su oficio en Lyonesse, pero ahora ha regresado y se encuentra en una fortaleza secreta cerca de la frontera entre ambas Ulflandias. Allí ha reclutado una banda de energúmenos con los cuales realiza incursiones en Ulflandia del Sur. Ha declarado que atacará, asaltará, sitiará y destruirá a todos los barones que obedezcan tu ley; por esta razón, los barones que viven cerca de la frontera de Ulflandia del Norte se resisten más que otros a enarbolar tu bandera. Entretanto, Torqual se refugia en Ulflandia del Norte, donde no puedes entrar sin riesgo de irritar a los ska.
—Menudo problema —murmuró Aillas—. ¿Tienes una solución?
—Nada práctico. No puedes fortificar la frontera. No podrías guarnecer todos los castillos. Una incursión en Ulflandia del Norte sólo divertiría a Torqual.
—Opino lo mismo. Pero si no puedo proteger a mis súbditos, no me considerarán su rey.
—Es un problema insoluble —concluyó Tristano—. No puedo decirte más.
—En última instancia, Torqual morirá de viejo —dijo Aillas—. Quizá sea mi mejor esperanza.
En los brezales altos persistían las tensiones. Con obstinada convicción, los barones ulflandeses promulgaban la inmutable realidad de los antiguos conflictos: no habían olvidado ni perdonado. Las pasiones se reprimían y las represalias se postergaban mientras todos se preguntaban quién sería el primero en retar al joven rey y cómo reaccionaría Aillas ante el desafío.
La tensión estalló de pronto, en circunstancias inevitables.
El ofensor era nada menos que el huraño Hune de la Casa de los Tres Pinos. En abierta infracción de la ley, emboscó a Dostoy de Stoygaw cuando éste se aventuró una mañana en los brezales para practicar la cetrería. Uno de los hijos de Dostoy murió en la escaramuza; otro huyó con heridas. Dostoy fue atado y arrojado sobre el lomo de un caballo como un saco de harina. Sus captores lo llevaron por la montaña Molk, la grieta Cráneo de Cabra, el Brezal Negro, el bosque de Kaugh y el prado de Lammon hasta la Casa de los Tres Pinos. Allí Hune cumplió su promesa y clavó a Dostoy en lo alto de la puerta del granero, después de lo cual pidió su cena y comió con satisfacción mientras los escuderos usaban a Dostoy como blanco de sus flechas.
Aillas se enteró de lo sucedido cuando el hijo herido llegó a Doun Darric. Estaba preparado. Aún no se había enfriado el cadáver de Dostoy cuando una fuerza de choque de cuatrocientos hombres, lo bastante numerosa como para desalentar la intervención de los miembros del clan de Hune, pero no tanto como para moverse con torpeza, se dirigió a la Casa de los Tres Pinos: subió por el valle del Malheu seguida por un convoy de carretas y se internó en la Carretera de la Mina de Estaño, con la montaña Molk irguiéndose hacia las nubes en el este; luego bordeó el bosque de Kaugh y salió al prado de Lammon.
Un kilómetro hacia el este, en un promontorio de roca, se alzaba la Casa de los Tres Pinos detrás de sus fortificaciones.
Un mensajero informó a Hune acerca de la reacción del rey, y Hune quedó sorprendido ante la rapidez de la respuesta. Así lo admitió ante Thrumbo, su jefe de arqueros.
—¡Ja! ¡Se mueve con firmeza y con rapidez! ¿Qué más da? Parlamentaremos, admitiré mi error y juraré enmendarme. Luego asaremos un buey y beberemos buen vino, y todo quedará como antes. Que los perros de Stoygaw ladren cuanto quieran.
Tal fue el primer pensamiento de Hune. Luego, más inquieto, escribió una carta y la envió deprisa a las otras casas del clan:
Venid con vuestros hombres leales a Tres Pinos, donde infligiremos a este reyezuelo extranjero una humillante derrota. Venid de inmediato, os lo pido en nombre de los lazos de la sangre y los símbolos del dan.
La respuesta a esa carta fue insatisfactoria; unas pocas veintenas de hombres respondieron a la convocatoria de guerra, y todos carecían de determinación. Varias veces recibió Hune el consejo de montar a caballo y huir por las colinas hacia Dahaut, pero cuando al fin tomó esta decisión, el ejército real ya había llegado a Tres Pinos e iniciado el cerco.
Hune había cerrado las puertas y aguardaba con mal ceño la convocatoria a parlamentar. Esperó en vano, mientras con ominosa eficacia los contingentes troicinos se preparaban. Ensamblaron dos pesadas catapultas y de inmediato empezaron a lanzar grandes piedras contra los tejados.
Hune estaba desesperado y confundido: ¿dónde estaba la convocatoria a parlamentar que tan confiadamente había esperado? Y menos aún le gustaba la horca que estaban alzando a un lado. Era fuerte, alta y resistente, como preparada para una larga tarea.
El bombardeo continuó toda la noche. Cuando el sol arrojó los rojos rayos del amanecer sobre el brumoso brezal, fardos de paja impregnados de brea caliente y pez fueron encendidos y arrojados detrás de las piedras, para incendiar los muebles rotos y las provisiones. Casi en seguida rojas llamas y volutas de humo negro se elevaron sobre la condenada Casa de los Tres Pinos.
Gritos de furia y horror se oyeron dentro: ¡esto era excesivo! La acción significaba el frío y resuelto exterminio de Hune y Tres Pinos, y todo por una ofensa de poca importancia.
Hune se preparó para lo único que le quedaba: un desesperado intento de fuga. Se abrieron las puertas: los guerreros salieron al galope en un esfuerzo por romper las líneas y escapar por los brezales. Las flechas derribaron las monturas. Algunos guerreros se levantaron de un brinco y lucharon con sus espadas hasta que las flechas de los arqueros troicinos también los abatieron; otros fueron capturados cuando yacían aturdidos entre los helechos, y uno de ellos era Hune. Lo maniataron, le echaron una cuerda alrededor del cuello y lo arrastraron a la horca.
Aillas estaba a unos veinte metros de distancia. Por un instante ambos se miraron frente a frente, luego Hune fue ahorcado.
Los supervivientes de la batalla comparecieron ante Aillas para ser juzgados. Dos de ellos eran barones, y otros seis caballeros; a estos ocho se los consideró rebeldes como Hune, y también acabaron en la horca.
Los restantes prisioneros, unos cincuenta hombres, aguardaban su turno con desconsuelo y fatiga. Aillas fue a inspeccionarlos. Declaró:
—La ley dictamina que sois tan rebeldes como vuestros jefes. Quizá merezcáis la horca. Sin embargo, no me gusta desperdiciar a hombres fuertes que deberían estar luchando por su país en vez de contribuir a su ruina.
»Os ofrezco una alternativa. Podéis ser ejecutados al instante o podéis alistaros en el ejército del rey, para servirlo con lealtad. ¡Escoged! Los que deseen ser colgados, que se acerquen a la horca.
Hubo cuchicheos, ruido de pies, miradas de soslayo hacia la horca, pero nadie se movió.
—¿Qué? ¿Nadie desea la horca? Bien, los que deseen alistarse en el ejército real, que avancen hacia aquellas carretas y se pongan a las órdenes del sargento.