Shimrod miró la rama con una mueca. Pero no podía evitarlo. Se levantó y buscó a Aillas.
—Murgen me ha llamado y debo ir.
—¿Adonde debes ir y por qué? —preguntó Aillas con disgusto—. ¿Y cuándo regresarás?
—No tengo respuestas para esas preguntas. Cuando Murgen me llama, debo acudir.
—Adiós, entonces.
Shimrod colocó sus escasas pertenencias en un saco, apretó la rama entre los dedos y exclamó:
—¡Sauce, sauce, llévame adonde he de ir!
Shimrod sintió una ráfaga de viento y el suelo giró debajo de él. Entrevió bosques, los picos del Teach tac Teach formando una larga hilera de norte a sur; luego bajó por un largo tobogán de aire hasta la terraza que se extendía ante la entrada de Swer Smod, la residencia de piedra de Murgen.
Una alta puerta de hierro negro le cerraba el paso. El portón central exhibía un Árbol de la Vida de hierro. Lagartos de hierro encaramados al tronco siseaban y se escurrían moviendo lenguas de hierro; pájaros de hierro brincaban de rama en rama, ya mirando a Shimrod, ya inspeccionando ávidamente la fruta de hierro que ninguno se atrevía a saborear, gorjeando de vez en cuando.
Shimrod pronunció un conjuro para aplacar al sandestín
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que controlaba la puerta:
—Puerta, ábrete y déjame pasar indemne. Observa sólo mis deseos verdaderos, sin fijarte en los malignos caprichos de mis oscuras submentes.
—Shimrod —susurró la puerta—, el camino está despejado, aunque eres excesivamente detallista en tus advertencias.
Shimrod evitó una discusión y avanzó hacia la puerta, que se abrió dándole acceso a un vestíbulo iluminado por una cúpula de vidrio de paneles verdes, dorados y carmesíes.
Shimrod cogió por uno de los pasillos y así llegó a la sala privada de Murgen.
Murgen estaba sentado ante una mesa maciza, las piernas estiradas ante el fuego. Aquel día se presentaba con la apariencia que mucho tiempo atrás había otorgado a Shimrod: una silueta alta y delgada de cara huesuda, cabello color arena, boca movediza y amanerado de vez en cuando.
Shimrod quedó sorprendido.
—¿Tienes que hablarme con mi propio aspecto? Resulta desconcertante recibir instrucciones o, peor aún, reproches, en estas circunstancias.
—Ha sido un descuido —dijo Murgen—. Por lo general no cometería esta travesura. Aunque, pensándolo bien, el ejercicio de aceptar conceptos ignotos dichos por tus propios labios puede resultar interesante.
—Con el debido respeto, me parece un argumento rebuscado —Shimrod entró en la sala—. Bien, si no pretendes cambiar, me sentaré dándote la espalda.
Murgen movió la mano con indiferencia.
—Qué más da. ¿Quieres tomar algo?
Chasqueó los dedos y jarras de cerveza y aguamiel aparecieron sobre la mesa, junto con una bandeja de pan y carne fría.
Shimrod se conformó con una jarra de cerveza, mientras Murgen decidía tomar aguamiel de una jarra de metal.
—¿Se mostraron corteses los sacerdotes del templo? —preguntó Murgen.
—¿Te refieres al Templo de Atlante? No me molesté en presentarles mis respetos, y ellos no me han buscado. ¿Serviría algo conocerlos?
—Tienen antiguas tradiciones que están dispuestos a contar. La escalinata del templo es notable y quizá merezca una visita. En un día sereno, cuando el sol está alto, un ojo agudo puede ver a través del agua y contar treinta y cuatro escalones, hasta que desaparecen en el cieno. Los sacerdotes afirman que la cantidad de escalones que hay en la superficie se está reduciendo: o la tierra se hunde o el mar sube. Éste es su razonamiento.
Shimrod reflexionó.
—Ambos argumentos resultan difíciles de creer. Sospecho que la primera vez contaron cuando la marea estaba baja; contaron por segunda vez cuando había marea alta, y eso los confundió.
—Es una explicación práctica —admitió Murgen—. Parece plausible —miró de soslayo a Shimrod—. Estás bebiendo frugalmente. ¿La cerveza es demasiado liviana?
—En absoluto. Sólo deseo conservar la cabeza. No sería conveniente que ambos nos embriagáramos y al despertar no supiéramos quién es quién.
Murgen bebió aguamiel.
—El riesgo es pequeño.
—Aun así, mantendré la cabeza despejada hasta que sepa por qué me has llamado a Swer Smod.
—¿Qué supones? Necesito tu ayuda.
—No puedo rehusar, y no rehusaría aunque pudiera.
—¡Bien dicho, Shimrod! Iré al grano. Lo principal es que estoy irritado con Tamurello. Se resiste a mi autoridad y lanza sus fuerzas contra las mías. Desde luego, se propone destruirme. Por el memento su trabajo parece inútil, incluso juguetón, pero si no se le pone coto podría volverse peligroso: un hombre atacado por una sola avispa tiene poco que temer; si lo atacan diez mil avispas, está perdido. No puedo prestar a la actividad de Tamurello la atención que merece, pues me distraería de otra cuestión de suma importancia. Por lo tanto, te asigno a ti la tarea. Cuando menos, tu vigilancia lo distraerá a él tal como él espera distraerme a mí.
Shimrod contempló el fuego con mal ceño.
—Quizá sería más prudente destruirlo para siempre.
—Es más fácil decirlo que hacerlo. Me considerarían un tirano, y los demás magos podrían unirse para defenderse de mí, con consecuencias imprevisibles.
—¿Cómo he de vigilarle? —preguntó Shimrod—. ¿Qué debo buscar?
—En su momento te daré instrucciones. Dime cómo andan las cosas en Ulflandia del Sur.
—No hay mucho que contar. Aillas entrena a un ejército de novatos, y ha logrado cierto éxito. Ahora, cuando grita «¡Derecha!», la mayoría marchan a la derecha. Traté de entablar una relación social con Melancthe, pero fue en vano. Ella cree que soy excesivamente intelectual. Sin duda ganaría su aprobación si decidiera convertirme en el cuarto integrante de su grupo coral.
—¡Qué interesante! ¿Melancthe se dedica a la música?
Shimrod narró su experiencia de la noche del cuarto menguante.
—Melancthe está muy confundida en cuanto a su identidad —comentó Murgen—. Desmëi la dejó vacía a propósito, para burlarse y vengarse de los hombres.
Shimrod clavó los ojos en el fuego.
—No pensaré más en ella. Melancthe es como es.
—Sabia decisión. Ahora, en cuanto a Tamurello…
Murgen impartió sus instrucciones, después de lo cual Shimrod surcó de nuevo el cielo, esta vez rumbo al sur y al este: hacia Trilda, su morada en el límite del Bosque de Tantrevalles.
La antigua carretera conocida como Calle Vieja atravesaba Lyonesse desde Cabo Despedida, en el oeste, hasta Bulmer Skeme, en el este. A mitad de camino, a poca distancia de la aldea Tawn Twillett, se iniciaba una senda en dirección al norte. Esta senda subía colinas y bajaba cuestas, bordeaba setos de espino y viejas empalizadas, dejaba atrás granjas somnolientas y atravesaba el río Sipp por un bajo puente de piedra. Entrando en el Bosque de Tantrevalles, la senda serpeaba entre el sol y la sombra durante un trecho, luego se internaba en el prado de Lally, bordeaba Trilda, la morada de Shimrod, y terminaba en el muelle de un leñador a orillas del lago de Lally.
Trilda, una casa de piedra y madera detrás de un jardín, era notable por su alto techo y sus seis chimeneas: dos a cada lado de los dormitorios de la primera planta. La planta baja incluía un vestíbulo, dos salas, un comedor, cuatro dormitorios, una biblioteca y taller, una cocina con una despensa y varias habitaciones más. Cuatro balcones cerrados, con ventanas cuyos cristales tenían forma de diamante, daban al jardín, y el vidrio de las ventanas estaba encantado con hechizos de magia menor, de modo que siempre estaba limpio y brillante, sin rastros de suciedad, excrementos de moscas, ralladuras ni la opacidad del polvo.
Hilario, un mago menor de gustos extravagantes, había diseñado Trilda, y un equipo de duendes carpinteros que recibieron su paga en quesos la había construido en una noche. Tiempo después, Trilda pasó a ser propiedad de Murgen, quien al final se la dio a Shimrod. Una vieja pareja de campesinos cuidaba los jardines y ordenaba los cuartos en ausencia de Shimrod, pero eludían el taller como si hubiera demonios detrás de las puertas, que era precisamente lo que Shimrod deseaba que creyeran. Las criaturas que había allí, con colmillos fulgurantes y brazos negros y amenazadores, parecían demonios aunque sólo eran fantasmas inofensivos.
Al llegar a Trilda, Shimrod lo encontró todo en orden. Los caseros lo habían mantenido todo limpio, y no había siquiera una mosca muerta en los antepechos. Los muebles relucían por obra de la cera de abeja y un paciente bruñido; en los baúles y armarios había ropa impecable con fragancia de lavanda.
La única queja de Shimrod era el exceso de pulcritud. Abrió puertas y ventanas para que el aire del prado disipara el olor a días tranquilos y noches calladas, y luego fue de cuarto en cuarto moviendo cosas, para alterar la despiadada exactitud de los caseros.
En la cocina, encendió fuego y preparó una infusión de marrubio, poleo y hierba luisa; luego se la llevó a su sala de estar.
Trilda parecía muy silenciosa. Desde el prado llegaron los trinos de una alondra. Cuando terminó la canción, el silencio pareció más profundo que nunca.
Shimrod se tomó la infusión. Recordaba que en un tiempo la soledad había sido una aventura gozosa; había hallado en su interior una capacidad para el amor, en los últimos tiempos se había acostumbrado a la jovial compañía de Dhrun y Glyneth y, más recientemente, a la de Aillas.
¿Melancthe? Shimrod resopló. La palabra «amor» parecía poco apropiada cuando se aplicaba al caso de Melancthe. La belleza suscitaba admiración y deseo erótico; tal era su función orgánica. Pero nunca podía despertar amor por sí sola, se dijo Shimrod. Melancthe era una cáscara vacía. Melancthe era sólo un cálido símbolo de gran poder, pero nada más. ¿Intelectualismo? Shimrod bufó. ¿Acaso aquella chica esperaba que él no pensara?
Shimrod siguió bebiendo la infusión. Era hora de olvidar su obsesión y dedicarse al plan de Murgen: una tarea que podía resultar más complicada de lo que había esperado, de tal modo que recordaría con añoranza este plácido descanso.
Murgen había advertido: «¡Impondrás tu presencia a Tamurello! ¡Interrumpirás sin consideraciones su labor y despertarás su furia! ¡No te equivoques: no son actos triviales! Él hallará un medio para responder, tosco o sutil, y debes estar preparado para lo extraordinario». Shimrod dejó la infusión, que ya no lo serenaba. Fue a su taller, despidió a los guardianes y entró. La palabra «taller» era adecuada. Por todas partes había trabajos que reclamaban la atención. La mesa del centro presentaba materiales y artículos confiscados de Tintzin Fyral: equipo de taumaturgia, material mágico, libros y aparatos que debía inspeccionar y clasificar para luego conservar o eliminar.
Ante todo, debía enviar monitores para que estudiaran a Tamurello y su conducta, tal como había pedido Murgen. Cuando Tamurello reparara en los artefactos, cosa que inevitablemente haría, quedaría disuadido de incurrir en fechorías audaces y arrogantes: tal era la teoría de Murgen, y Shimrod no veía razones para cuestionarla, salvo que lo dejaba en la situación de una cabra atada en la selva como señuelo para un tigre.
Murgen había quitado importancia a los temores de Shimrod:
—Hay que aplacar la soberbia de Tamurello, y tal será el efecto de nuestro plan.
Shimrod había deslizado otra objeción:
—Cuando sienta el scurch
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, empleará nuevas tácticas, o algún sagaz subterfugio.
—Aun así, esto le disuadirá de emprender aventuras grandiosas, y estas empresas son las que más temo.
—Y entretanto se complacerá en desatar una multitud de males pequeños de tal modo que nadie podrá acusarlo por ellos.
—Evaluaremos sus delitos y los castigaremos como corresponda. ¡Pronto se aclamará a Tamurello como el más manso entre los mansos!
—Tamurello no es de los que ponen la otra mejilla —gruñó Shimrod—. Es más probable que envíe un sandestín con una bandada de insectos a mi cama.
—Todo es posible —convino Murgen—. En tu lugar, yo mantendría una doble vigilancia. ¡Los peligros que se pueden imaginar se pueden combatir!
Teniendo en cuenta este lema de Murgen, Shimrod rodeó Trilda con una red de zarcillos sensibles, para contar al menos con un mínimo de seguridad. De vuelta a su taller, ordenó una de las mesas y desplegó una hoja de pergamino pardo que le había dado Murgen.
La sustancia del pergamino se fundió con el roble, de modo que la superficie de la mesa se convirtió en un gran mapa de Elder, con cada uno de los dominios de las islas pintado de distinto color. En Pároli, la residencia de Tamurello, titilaba una luz azul, que indicaba la presencia del amo. Si Tamurello se desplazaba, la luz azul seguiría sus movimientos. Shimrod había pedido otras luces a Murgen, con el propósito de seguir los movimientos de otras personas; Murgen se había negado.
—Debes concentrar tu atención en Tamurello, y en nadie más.
—Deberíamos aprovechar al máximo este instrumento —protestó Shimrod—. Supón que una luz roja indicara tu paradero. Más aún, supón que una de tus amantes te sedujera para encerrarte en una mazmorra. Yo podría encontrarte y liberarte fácilmente, ahorrándote incomodidades.
—Esa posibilidad es remota.
Así se creó el mapa y, según indicaba la luz azul, Tamurello permanecía en Pároli.
Transcurrieron los días. Shimrod mejoró las técnicas de vigilancia, utilizando métodos sutiles que Tamurello podía optar por ignorar sin menoscabo de su dignidad.
Sin embargo, Tamurello se negaba a tolerar sin más esa inspección e intentó varias tretas, aunque Shimrod las desbarató mediante su sistema de protección. Entretanto, Tamurello procuraba cegar los artefactos ópticos de Shimrod y destruir las vainas auditivas con acumulaciones de sonido.
Shimrod, concentrándose más en su tarea, introdujo una nueva clase de artefactos perceptores para provocar nuevas iras a Tamurello. La estrategia de Murgen, que consistía en monopolizar las energías de Tamurello con pequeñas molestias, parecía surtir efecto.
El mes lunar se aproximó a la noche del cuarto menguante, y Shimrod no pudo dejar de recordar la blanca villa junto al mar. Por un instante pensó en visitar el promontorio rocoso a medianoche, pero pronto descartó la idea y se quedó de nuevo en compañía de imágenes ingratas y de la persistente fragancia de violetas.