La reina Sollace, radiante de esperanza, atravesó la cámara y, tras intercambiar cortesías con el rey, habló sobre la noble catedral, con altas torres y campanas que propagarían el mensaje de la salvación hasta la lejana campiña. En su fervor, no advirtió que Casmir entornaba los redondos ojos azules y apretaba la boca. Sollace describió una magnificencia que deslumbraría a toda la cristiandad: un edificio tan majestuoso y suntuoso que la ciudad de Lyonesse se convertiría en punto de peregrinación.
El rey Casmir dijo al fin con disgusto:
—¿Qué tonterías dices? ¿Ese cura gordo ha vuelto a llenarte la cabeza de insensateces? Siempre se te nota cuando lo has visto. Te contagia su propia expresión, que es la de una oveja moribunda.
—¡Señor —exclamó indignada la reina Sollace—, confundes los transportes del sagrado júbilo con la expresión facial que describes tan crudamente!
—¡No importa! Ese cura conspira y acecha con astuta habilidad. Lo encuentro remoloneando dondequiera que miro. A decir verdad, no me faltan ganas de echarlo de aquí.
—¡Señor, recapacita! ¡La Catedral de Santa Sollace llevaría mi nombre!
—¡Mujer, ten piedad! ¿Te imaginas el precio de semejante edificio? Sería suficiente para que el reino fuera a la bancarrota, mientras ese sacerdote trota de aquí para allá, dichoso de haber burlado al rey y la reina de Lyonesse.
—¡No es así, mi señor! ¡El padre Umphred es conocido y respetado aun en Roma! ¡Su única meta es la propagación del cristianismo!
Casmir se volvió para patear un leño y avivar el fuego.
—He oído hablar de las catedrales: edificios que atesoran riquezas y joyas arrancadas a las gentes, que luego no pueden pagar los impuestos del rey.
—¡Nuestra tierra es rica! —exclamó la reina—. Podría costear tan bella catedral.
—Di al cura que traiga oro de Roma —rió Casmir—, y gastaré una parte en tan bella iglesia.
—Buenas noches, señor —concluyó altivamente Sollace—. Me retiro a mis aposentos.
El rey Casmir asintió y se volvió hacia el fuego, de modo que no vio al padre Umphred marcharse de la habitación.
Ante todo, el rey Casmir debía reparar el daño causado a su red de espionaje. Una tarde fue a una cámara del ala vieja de Haidion, en la maciza Torre de los Búhos, encima de la armería. Este cuarto exiguamente amueblado había presenciado muchos juicios crueles y rápidos actos de justicia.
El rey Casmir, sentado ante la mesa de madera desnuda, se sirvió vino de una blanca jarra de madera de haya, vertiéndolo en un blanco pichel de esa misma madera, y esperó con calma pétrea.
Transcurrieron los minutos. El rey Casmir no demostró impaciencia.
En el pasillo se oyeron pasos y voces susurrantes. Oldebor, un funcionario sin título definido
[8]
, atisbo por la puerta.
—Majestad, ¿quieres ver al prisionero?
—Tráelo.
Oldebor entró en el cuarto e hizo una seña. Dos carceleros con delantales de cuero negro y sombreros cónicos del mismo material tiraron de una cadena e hicieron entrar a un prisionero tambaleante: un hombre alto y escuálido de mediana edad, con camisa mugrienta y pantalones raídos. A pesar de su desaliño, el cautivo tenía porte distinguido; en realidad, su postura parecía incongruentemente tranquila, dadas las circunstancias, e incluso algo desdeñosa. Tenía anchos hombros, caderas delgadas, piernas fuertes y largas manos de aristócrata. El cabello, sucio y pegajoso, era una espesa mata negra; tenía los ojos de color castaño claro bajo una frente baja. Anchos pómulos convergían en una mandíbula estrecha; la nariz alta y ganchuda se erguía sobre una barbilla angulosa. La tez, olivácea y cetrina, parecía revelar el curioso tono rojizo de una sangre oscura y enérgica.
Uno de los carceleros, enojado por el aplomo del cautivo, volvió a tirar de la cadena.
—¡Muestra el debido respeto! ¡Estás en presencia del rey!
El prisionero saludó al rey Casmir.
—Buenos días, majestad.
—Buenos días, Torqual —respondió Casmir con voz calma—. ¿Qué te ha parecido tu encierro?
—Sólo tolerable señor, y poco adecuado para los remilgados.
Otra persona entró silenciosamente en el cuarto: un caballero de cierta edad, corpulento, vivaz como un petirrojo, de rasgos armoniosos, pulcro cabello castaño y ojos sagaces.
—Buenos días, majestad —saludó.
—Buenos días, Shalles. ¿Conoces a Torqual?
Shalles inspeccionó al prisionero.
—Jamás he visto a este caballero.
—Esto es una ventaja —dijo el rey Casmir—. Así no te despertará prejuicios emocionales. Carceleros, quitadle las cadenas para que esté cómodo; luego podéis esperar en el pasillo. Oldebor, tú también esperarás fuera.
—¡Majestad —protestó Oldebor—, es un hombre desesperado, sin nada que perder!
El rey Casmir sonrió fríamente.
—Por eso está aquí. Quédate en el pasillo. Shalles sabrá protegerme.
Shalles dirigió una dubitativa mirada al prisionero mientras los carceleros le quitaban las cadenas y salían al pasillo con Oldebor.
El rey Casmir señaló los bancos.
—Sentaos, caballeros. ¿Queréis vino?
Torqual y Shalles aceptaron el vino y se sentaron.
Mirándolos a ambos, Casmir dijo:
—Es evidente que sois hombres distintos. Shalles es el cuarto hijo del honorable caballero Pellent-Overtree, cuyas propiedades incluyen tres granjas de sesenta y tres acres en total. Shalles ha aprendido las delicadezas de la conducta noble mientras adquiría el gusto por la buena comida y la buena bebida, pero hasta ahora no ha encontrado el modo de cumplir sus anhelos. Torqual, sé poco de ti, pero me gustaría saber más. Quizá quieras contarnos tu historia.
—Con mucho gusto —dijo Torqual—. Ante todo, soy miembro de una clase que tal vez incluya a un solo individuo: yo. Mi padre es un duque de Skaghane; mi linaje es más largo que la historia de las Islas Elder. Tengo gustos delicados, como Shalles; siempre elijo de cada casa lo mejor. Aunque soy ska, la mística ska me importa un bledo
[9]
. He cohabitado libre y frecuentemente con mujeres que mi pueblo considera subhumanas, y he engendrado una docena de híbridos. Por eso me llaman renegado.
»El epíteto es inexacto e inmerecido. No puedo ser desleal a una causa que nunca he abrazado. En realidad, soy absolutamente fiel a la única causa en la que creo, la de mi propio bienestar. ¡Me enorgullezco de esta inquebrantable lealtad!
»Me fui muy pronto de Skaghane, con varias condiciones favorables: el temple, el vigor y la inteligencia típicos de los ska, por derecho de nacimiento; y la pericia en las armas, por lo cual el mérito es sólo mío, pues hay pocos que puedan superarme, en particular con la espada.
»Para mantener un modo de vida caballeresco, y puesto que carecía del deseo de ascender por las jerarquías ska, me convertí en salteador.
Robé y asesiné con los mejores. Sin embargo, hay escasa fortuna en las Ulflandias, y por eso vine a Lyonesse.
Mis planes eran simples e inocentes. En cuanto tuviera oro y plata suficientes para llenar un carromato, sería un barón salteador del Teach tac Teach, donde terminaría mis días en relativo aislamiento.
»Un capricho de la suerte quiso que tus soldados me apresaran. Ahora espero que me destripen y descuarticen, aunque me agradará conversar sobre cualquier otro proyecto que quieras proponerme, majestad.
—¿Tu ejecución está fijada para mañana? —preguntó el rey Casmir.
—Eso tengo entendido.
Casmir asintió y se volvió hacia Shalles.
—¿Qué opinas de este individuo?
Shalles ladeó la cabeza en un gesto de duda.
—Depende del grado en que su autoestima congenie con su fe. Sin duda la palabra «honor» no significa para él lo mismo que para ti o para mí. Confiaría más en él si se le diera una recompensa después de un servicio estipulado. Sin embargo, Torqual podría ser un buen servidor, quizá por mero capricho. No cabe duda de que sea sagaz, enérgico, sincero, y parece hombre de recursos, a pesar de su actual situación.
El rey Casmir se volvió hacia Torqual.
—Acabas de oír la opinión de Shalles. ¿Qué dices?
—Es un hombre inteligente. No puedo objetar sus comentarios.
El rey Casmir asintió y sirvió vino en las tres jarras.
—He aquí la situación. El rey Aillas de Troicinet ha extendido su poder a Ulflandia del Sur, donde frustra mis ambiciones. Deseo pues que Ulflandia del Sur resulte imposible de gobernar para los troicinos. Deseo que vosotros dos me ayudéis en ello, de manera individual o, en caso necesario, en equipo. ¿Qué dices, Shalles?
El noble reflexionó.
—¿Puedo ser franco, majestad?
—Naturalmente.
—La tarea es peligrosa. Estoy dispuesto a servirte, al menos por un período, si la recompensa es proporcional al peligro.
—¿Qué tienes en mente?
—El título de caballero y una próspera finca de por lo menos doscientos acres.
—Te tienes en muy alta estima —gruñó el rey Casmir.
—Majestad, mi vida, por aburrida e insípida que parezca a otros, es la única que tengo.
—Muy bien. Acepto. ¿Qué dices tú, Torqual?
Torqual rió.
—Acepto, a pesar del riesgo y de tu desconfianza, sea cual fuere la tarea y la paga.
—En esencia —dijo secamente el rey Casmir—, deseo que vayas a las tierras altas de Ulflandia del Sur y causes disturbios, pero sólo entre las fuerzas que colaboran con los troicinos. Puedes establecer contacto con otros barones de la región y aconsejar desobediencia, insurrección y actos de pillaje similares a los tuyos. ¿Comprendes?
—¡Perfectamente! Acepto tu propuesta con entusiasmo.
—Eso esperaba. En cuanto a ti, Shalles, visitarás, como Torqual, a los barones que creas descontentos, y los asesorarás para coordinar sus esfuerzos. Si es preciso, puedes ofrecer sobornos, aunque éste será un recurso extremo. Trabajarás en estrecha colaboración con Torqual, y te comunicarás conmigo mediante métodos que ya dispondremos.
—Majestad, haré todo lo posible, durante un período que quizá debamos definir ahora, para entendernos mejor.
Casmir tamborileó en la mesa, pero al fin habló con voz serena.
—Depende en gran medida de las circunstancias.
—En efecto, majestad, y por eso deseo establecer un límite máximo para mis servicios. Hay mucho peligro en esta partida donde deseas que juegue. En pocas palabras, no me interesa vagabundear por los caminos hasta que me maten.
—Aja. ¿Qué término sugieres?
—Dado el peligro, un año me parece tiempo suficiente.
—En un año apenas habrás tenido tiempo de conocer la región —gruñó Casmir.
—Señor, pondré todo mi empeño. Recuerda que el rey Aillas enviará sus propios espías. En cuanto me identifiquen, mi utilidad será menor.
—Bien, lo pensaré. Ven a verme mañana por la tarde.
Shalles se puso en pie, hizo una reverencia y partió. Casmir se volvió hacia Torqual.
—Shalles parece demasiado remilgado para estas empresas. Aun así, es ambicioso, lo cual es buena señal. En cuanto a ti, no me hago ilusiones. Eres un criminal, un asesino, un malhechor.
Torqual sonrió.
—También mancillo mujeres. Suelen llorar y extender los brazos cuando me marcho.
El rey Casmir, que era un poco mojigato en estas cuestiones, le dirigió una fría mirada.
—Te proporcionaré las armas, y podrás escoger un pequeño grupo de mercenarios. Si tienes éxito y deseas, como Shalles, una vida de rústica nobleza, también te encontraré una finca adecuada. Así espero ganar tu lealtad. Tienes razones para servirme bien.
—¿Por qué no? —sonrió Torqual—. Los dos somos unos granujas.
Esa observación, a juicio de Casmir, rayaba en la insolencia. Dirigió a Torqual otra fría mirada.
—Volveré a hablar contigo dentro de dos días. Entretanto, seguirás siendo mi huésped.
—Preferiría Haidion en vez del Peinhador.
—Sin duda. ¡Oldebor!
Oldebor entró en el cuarto.
—¿Majestad?
—Lleva a Torqual de vuelta al Peinhador. Permite que se bañe, dale ropa decente, enciérralo en una celda limpia y dale la comida que prefiera… dentro de lo razonable, desde luego.
Los carceleros entraron en el cuarto.
—¿No veremos el color de sus entrañas? ¡Es lo peor de lo peor!
—¡Y para colmo ska! —declaró el otro—. Esperaba empuñar el cuchillo yo mismo.
—En otra ocasión —dijo Casmir—. Torqual realizará una peligrosa misión al servicio del estado.
—Muy bien, majestad. Ven, basura.
Torqual miró fijamente al carcelero.
—¡Ojo, carcelero! Pronto estaré en libertad y al servicio del rey. Podría tener la ocurrencia de buscarte. ¡Entonces veremos quién empuña mejor el cuchillo!
—¡Basta! —exclamó Casmir con impaciencia. Miró a los carceleros, que ahora estaban apaciguados—. Habéis oído las palabras de Torqual. Si estuviera en vuestro lugar, lo trataría con amabilidad.
—Como ordenes, majestad. Ven, Torqual, sólo bromeábamos. Esta noche beberás vino y comerás pollo asado.
El rey Casmir esbozó su sonrisa sombría.
—Oldebor, dentro de dos días veré de nuevo a Torqual.
Tres días después de la partida del rey Casmir y su cortejo a bordo del Estrella Régulo, Aillas zarpó rumbo a Ulflandia del Sur con una flota de diecisiete naves.
El grupo incluía a Maloof y Pirmence, ambos hirviendo de rencor: Dhrun y Glyneth se quedaron en Dorareis, para recibir una educación de acuerdo con su rango. Ambos aprenderían latín y griego, geografía, ciencias naturales, caligrafía, las matemáticas de Pitágoras, Euclides y Aristarco, así como el nuevo estilo de numeración arábiga. Mediante la lectura de Herodoto, Tácito, Jenofonte, Clavetz de Avallón, Dióscuro de Alejandría, las crónicas de Ys y la Guerra de los godos y los hunos de Khersom, tendrían una visión general de la historia. Aprenderían el nombre de las estrellas, los planetas y las constelaciones, y evaluarían diversas teorías cosmológicas. Dhrun asistiría a una escuela militar, donde aprendería el manejo de las armas y estrategias bélicas. Ambos seguirían cursos sobre las artes cortesanas, que incluían la danza, la declamación, la música y la etiqueta.
Glyneth y Dhrun habrían preferido acompañar a Aillas a Ulflandia del Sur. No así Maloof y Pirmence, quienes habían presentado diversas excusas para que no se los alejara de sus tareas habituales.