—Rohan —graznó Gax—, déjanos solos. Guardias, vigilad fuera.
Rohan se marchó de mala gana, y los soldados salieron al pasillo.
—Alteza, mi nombre es Aillas.
Media hora después Rohan se inquietó y atisbo desde la puerta.
—Majestad, ¿estás bien?
—Muy bien, Rohan. No necesito nada. Puedes irte.
Rohan se marchó.
—¿Confías en Rohan? —preguntó Aillas.
El rey Gax rió con amargura.
—Todos piensan que Kreim será el próximo rey. Él recibe honores y dignidades, y considera que yo estoy muerto, lo cual es cierto.
—No del todo —protestó Aillas.
—Rohan se dedica a mi bienestar noche y día. Lo considero uno de mis pocos amigos verdaderos.
—En tal caso, incluyámoslo en nuestras conversaciones.
—Como desees. ¡Rohan!
Rohan apareció con una celeridad que sugería que tenía el oído pegado a la puerta.
—¿Majestad?
—Deseamos que aportes tu sabiduría a nuestras deliberaciones.
—Muy bien, majestad.
—La ceremonia de coronación se celebrará dentro de tres días —continuó Aillas—. En apariencia tu mejor alternativa consiste en entregar la ciudad a los ska, junto con la corona. Por lo tanto, Kreim deberá actuar esta noche o mañana por la noche. De lo contrario, sus sueños quedarán frustrados para siempre.
Gax miró melancólicamente el fuego.
—Si él fuera rey, ¿no podría resistir en Xounges tal como he hecho yo?
—Quizá, si tuviera la voluntad de hacerlo. Aun así, Xounges no es tan inexpugnable como crees. ¿Hay centinelas patrullando los riscos durante la noche?
—¿Para qué? Sólo podrían ver espuma y aguas negras.
—Si yo atacara Xounges, escogería una noche oscura y tranquila. Alguien podría arrojar una escalerilla de cuerdas por los riscos, y guerreros llegados en botes podrían trepar por la escalerilla y arrojar más para que entraran más guerreros. Al cabo de poco, cientos de hombres habrían entrado en tu ciudad.
El rey Gax asintió débilmente.
—Tienes razón, sin duda.
—¿Cómo proteges el puerto?
—Al caer el sol, dos gruesas cadenas cierran la entrada. No puede entrar ninguna nave, grande o pequeña. Luego se baja el rastrillo.
—Las cadenas no cerrarían el paso a hombres a nado. En una noche oscura mil hombres podrían entrar en la bahía, arrastrando sus armas en pequeñas balsas, y ocultarse hasta la mañana en los buques anclados ante los muelles. En cuanto levantaran el rastrillo, lo podrían asegurar con postes para que nadie pudiera bajarlo. Saliendo de las naves e irrumpiendo en la ciudad, ese ejército controlaría Xounges en una hora.
El rey Gax soltó un gruñido de consternación.
—Los años me han afectado. Huelga decir que se realizarán cambios.
—Buena idea —dijo Aillas—. Pero ahora nos enfrentamos a cuestiones más urgentes, y debemos tener en cuenta todas las contingencias. Me refiero a Kreim.
Transcurrió la tarde. Al caer el sol, el rey Gax cenó gachas de avena con unos bocados de carne picada, manzana triturada y una copa de vino blanco. Una hora después se relevó la guardia de la puerta. Rohan informó con indignación que los nuevos guardias eran primos de la esposa de Kreim, de rango demasiado alto para montar guardia de noche. Era obvio que se habían pagado sobornos y se había ejercido presión; ésa era la opinión de Rohan, que estaba furioso, entre otras cosas, por el desacato a su autoridad personal.
Anocheció en Xounges. El rey Gax se preparó para dormir y Rohan se retiró a sus aposentos.
Reinó el silencio en Jehaundel. En el dormitorio de Gax, un fuego bajo ardía en el hogar. Un par de antorchas arrojaban una tenue luz amarillenta, dejando en sombras el alto techo.
Se oyeron pasos suaves en el pasillo. La puerta se abrió con un crujido rechinante. Una forma corpulenta se perfiló contra la luz de las antorchas del pasillo. La figura entró despacio.
—¿Quién es? —graznó Gax desde la cama—. ¡Guardias, a mí! ¡Rohan!
La forma oscura habló en voz baja:
—Gax, buen rey Gax, has vivido el tiempo que te correspondía y ha llegado tu hora.
—¡Rohan! —jadeó Gax—. ¿Dónde estás? ¡Trae a los guardias!
Rohan entró.
—Kreim, ¿qué significa esto? ¡Estás molestando al rey Gax!
—Rohan, si deseas servirme aquí, y más tarde en Dahaut, cierra el pico. Gax ha vivido más de la cuenta y ahora debe morir. Se ahogará bajo una almohada y será como si hubiera muerto en sueños. ¡No te entrometas!
Kreim fue hasta la cama y cogió una almohada.
—¡Alto! —dijo una voz. Kreim descubrió a un hombre que lo observaba desde el otro lado de la habitación con la espada desenvainada—. Kreim, quien va a morir eres tú.
—¿Quién eres? —jadeó Kreim—. ¡Guardias! ¡Arrancad el hígado a este loco inoportuno!
Tres marineros troicinos salieron de la cámara de Rohan; cuando los guardias entraron, fueron apresados y apuñalados. Kreim se lanzó hacia Aillas; los aceros chocaron y Kreim trastabilló herido en el pecho. Antes de que pudiera renovar el ataque, uno de los marineros se abalanzó sobre él, lo tumbó y le apuñaló el corazón.
El silencio volvió a reinar en el cuarto.
—Rohan —dijo Gax—, llama a los criados. Que se lleven esos bultos y los arrojen desde los riscos. Encárgate de ello. Yo volveré a dormir.
El día anterior a la coronación, Aillas fue a examinar las legendarias murallas de Xounges. Decidió que eran tan inexpugnables como sostenía la tradición, siempre que las custodiaran defensores alertas.
Miró el Skyre desde las almenas, con un pie en el alféizar, apoyado contra el merlón manchado de liquen. Más allá vio al duque Luhalcx y a su hermano, el duque Ankhalcx, ambos con ondeante capa negra, y a Tatzel, que llevaba un vestido de lana gris, una capa negra, medias grises que le dejaban desnudas las rodillas y botas negras. Una gorra de fieltro rojo le protegía el cabello del viento. Aillas los miró una vez y desvió los ojos. Se sorprendió cuando el duque Luhalcx se le acercó, dejando a Ankhalcx y Tatzel a unos cincuenta metros.
Aillas se irguió. Cuando Luhalcx se detuvo ante él, lo saludó con una reverencia de cumplido.
—Buenos días.
Luhalcx saludó secamente.
—Señor, he reflexionado mucho sobre las circunstancias que nos han puesto en contacto. Hay ciertas ideas que debo aclararte.
—Habla.
—He tratado de ponerme en tu lugar, y creo entender por qué perseguiste y capturaste a la dama Tatzel, a quien considero una persona encantadora. Ella me describió con todo detalle vuestro viaje por las comarcas salvajes, y tu cortesía y preocupación por su comodidad, lo cual no cabe duda de que no se debía a tu consideración por su jerarquía.
—Eso es verdad.
—Demostraste más tolerancia de la que yo habría tenido en un caso similar, o eso me temo. Me intrigan tus motivos.
—Son personales, y no implican ningún descrédito para Tatzel. En esencia, no puedo tomar a una mujer por la fuerza.
Luhalcx sonrió sombríamente.
—Tus motivos parecen dignos, aunque al decir esto denigro implícitamente la política de los ska… Pero no importa. Mis sentimientos personales son de gratitud porque Tatzel no sufrió daños, y a falta de otra cosa te doy mi agradecimiento, al menos en esta situación.
Aillas se encogió de hombros.
—Señor, reconozco tu cortesía, pero no puedo aceptar tu agradecimiento, pues mis actos no estaban destinados a beneficiarte. Más bien todo lo contrario. Dejemos las cosas tal como están.
El duque Luhalcx sonrió de mala gana.
—Sin duda eres un individuo difícil.
—Tú eres mi enemigo. ¿No has recibido noticias recientes de tu casa?
—Nada nuevo. ¿Qué ha sucedido?
—Según el capitán del barco, tropas ulflandesas, ayudadas por un contingente troicino, han reconquistado Suarach y destruido la guarnición ska.
Luhalcx quedó sorprendido.
—Si es cierto, son malas noticias.
—Desde mi punto de vista, los ska no tenían por qué haber invadido Suarach —Aillas hizo una pausa y dijo—: Te daré un consejo. Si eres sabio, seguirás mis instrucciones al pie de la letra. Regresa al castillo Sank. Empaca todas tus preciosas reliquias, los retratos y recuerdos de tiempos antiguos, y los libros; llévatelo todo a Skaghane, pues muy pronto el castillo Sank será cenizas.
—Un sombrío vaticinio —comentó Luhalcx—. Es inútil, nunca abandonaremos nuestro sueño. Primero tomaremos las Islas Elder, luego nos vengaremos de los godos, que nos expulsaron de Noruega.
—Los ska tienen una larga memoria.
—¡Soñamos como pueblo y recordamos como pueblo! Yo mismo he visto visiones en el fuego, y no se presentaban como imágenes sino como recuerdos. Trepábamos los glaciares para encontrar un valle perdido; luchábamos contra guerreros pelirrojos montados en mamuts; destruíamos a los subhumanos caníbales que habían vivido en aquella comarca durante un millón de años. ¡Lo recuerdo como si yo hubiera estado allí!
Aillas señaló el mar.
—¡Mira las majestuosas olas del Atlántico! ¡Parecen invencibles! Al cabo de mil kilómetros de movimiento constante se estrellan contra el acantilado y en un instante se convierten en simple espuma.
—He oído tus palabras y les prestaré la debida atención —respondió lacónicamente el duque Luhalcx—. Otro asunto que me preocupa: la seguridad de mi esposa, la dama Chraio.
—No sé nada sobre ella. Si fue capturada, estoy seguro de que no la han tratado con menos cortesía de la que tú emplearías con una cautiva ulflandesa.
El duque Luhalcx hizo una mueca, inclinó la cabeza y fue a reunirse con el duque Ankhalcx y Tatzel. Permanecieron unos minutos observando desde las almenas, luego se alejaron.
Al caer la tarde, nubarrones rojizos se elevaron en el oeste oscureciendo el sol, y la noche llegó temprano a Xounges, una noche muy oscura que trajo ráfagas irregulares de lluvia, las cuales amainaron cuando el alba tino el cielo con un húmedo fulgor color berenjena.
A media mañana, la lluvia se había convertido en una llovizna brumosa, y el cielo prometía estar despejado para la coronación. Aillas llegó corriendo desde la bahía: atravesó el túnel, la calleja adoquinada, la desierta plaza del mercado, y entró en Jehaundel por la maciza puerta delantera.
En el vestíbulo entregó la capa a un lacayo y echó a andar por la galería principal. Tatzel salió del gran salón, donde había observado los preparativos para la coronación. Vio a Aillas, titubeó, y se le acercó sin mirar a los costados. Aillas tuvo la sensación de haber vivido esta escena; una vez más se vio en la galería del castillo Sank, donde Tatzel caminaba hacia él sumida en sus pensamientos.
Tatzel se acercó fijando la mirada en un punto lejano de la galería; era evidente que no simpatizaba con Aillas. Por un momento Aillas pensó que pasaría de largo sin hablarle, pero a último momento ella se detuvo y lo miró de arriba abajo.
—¿Por qué me observas de una forma tan rara?
—He tenido una extraña sensación. Me he visto de vuelta en el castillo Sank. Aún tengo escalofríos.
Tatzel torció la boca.
—Me sorprende que todavía estés aquí. ¿El capitán no ansia hacerse a la mar?
—Ha resuelto postergar la partida un día más, lo cual me dará tiempo para finalizar mis asuntos.
Tatzel lo miró sorprendida.
—Creí que venías aquí para entregarme a mi padre.
—Ése era uno de mis propósitos, naturalmente. Pero el rey Gax me ha pedido amablemente que asista a la ceremonia de hoy, que sin duda será una ocasión histórica, y no deseo perderla.
Tatzel se encogió de hombros.
—A mí no me parece tan importante, aunque quizá tengas razón. Ahora debo irme para realizar mis propios preparativos, aunque a mí nadie me prestará atención.
—Quizá yo te observe —replicó Aillas—. Siempre me han intrigado tus gestos.
La lluvia continuó durante la tarde, barriendo Xounges desde un cielo lúgubre: repiqueteando en los tejados, tamborileando en las verdes aguas del Skyre.
Dentro del gran salón de Jehaundel, una penumbra húmeda entraba por ventanas estrechas y altas. Cuatro grandes chimeneas arrojaban un fulgor más alegre, reforzado por una serie de antorchas.
Una docena de pendones, que representaban la gloria de la Vieja Ulflandia, colgaban de las paredes de piedra; los colores eran desvaídos y las hazañas que celebraban se habían olvidado; con todo, los antiguos estandartes arrancaron lágrimas a muchos ulflandeses que habían ido a presenciar la coronación del nuevo rey, una acción que a juicio de muchos extinguiría los últimos rescoldos del antiguo honor.
Además de los señores de las grandes casas, estaban presentes varios nobles menores, así como una delegación de ocho ska, de pie a un lado, los embajadores de Godelia y Dahaut y un grupo de la nave troicina.
Un par de heraldos tocaron fanfarrias; el caballero Pertane, primer canciller, exclamó:
—¡Anuncio la inminente llegada de su majestad el rey Gax!
Seis lacayos entraron una plataforma con un trono donde estaba sentado el rey Gax. Los lacayos subieron por una rampa a una tarima baja, dejaron la plataforma y se marcharon. El rey Gax, que llevaba una túnica de felpa roja bordeada de piel negra y lucía la corona de Ulflandia del Norte sobre una gorra roja, levantó una frágil mano.
—Os doy la bienvenida a todos. Sentaos si queréis; que sólo permanezcan de pie quienes prefieran el sostén de los pies al de las caderas.
Hubo movimientos y murmullos. El rey Gax habló de nuevo.
—La muerte ha venido a llamar a mi puerta. Soy reacio a dejarla entrar en mi casa, pues se dice que es un huésped pertinaz. ¡Oíd! ¡Aún ahora oigo sus golpes! ¿Pueden otros oír este sonido, o únicamente yo? No importa, no importa; pero debo realizar un último acto antes de recibir a quien llama.
»¡Observad! ¡Llevo la antigua corona! ¡Antaño proclamaba la gloria y los honores! ¡Ésta era la corona de Ulflandia, cuando nuestra nación predominaba sobre los demás estados de Elder! Nuestra tierra no tenía norte ni sur; unía todo el oeste de Hybras, desde Godelia hasta el Cabo Despedida. Hoy es un símbolo de impotencia y derrota. Mi reino se extiende sólo hasta donde llega mi voz. Los ska han conquistado nuestras tierras, y han dejado un páramo donde en otros tiempos los campesinos araban el suelo de sus granjas.
El rey Gax miró a su alrededor. Señaló con un dedo blanco.