—¡Oye! —gritó—. ¿Cómo te atreves a robar mi buena hierba, y casi bajo mis propias narices? ¡Has sumado la insolencia al robo y la intrusión!
—¡De ningún modo! —declaró Aillas—. Tus acusaciones no se sostienen.
—¿Qué? ¿Cómo te atreves a contradecirme? ¡Cada uno de nosotros ha visto el delito!
—No he presenciado ningún acto delictivo —replicó Aillas—. Primero, no has marcado tu propiedad con una cerca, como exige la ley. Segundo, no has establecido ninguna señal o poste prohibiendo lo que de todas maneras es nuestro derecho por ley consuetudinaria: es decir, el paso inofensivo a través de prados y pastos sin sembrados. Tercero, ¿dónde están las reses para las cuales conservas estos pastos? A menos que puedas probar un daño, no has sufrido ninguna pérdida.
—¡Legalismos! ¡Sofismas! ¡Tienes labia, y así puedes aprovecharte engatusando a pobres labriegos! Aun así, no quiero que me tomes por un tacaño, y te regalo la hierba que tu caballo ha arrebatado de mi reserva privada.
—¡Rechazo tu regalo! —declaró Aillas—. ¿Puedes mostrarme contratos del rey Gax? De lo contrario, no puedes probar que eres propietario de la hierba.
—¡No tengo por qué probar nada! Aquí, en la segunda terraza, la entrega de un regalo queda certificada por la aceptación. Tu caballo, actuando como agente tuyo, aceptó el regalo, y por tanto eres un beneficiario lateral.
En ese momento el caballo de carga levantó la cola y vació los intestinos. Aillas señaló la pila de estiércol.
—Como ves, el caballo ha probado tu regalo y lo ha rechazado. No hay más que decir.
—¡Mientes! ¡No es la misma hierba!
—Se le acerca bastante, y no podemos esperar a que tú demuestres lo contrario. ¡Hasta pronto!
Aillas y Tatzel se dirigieron hacia la tercera grada. A sus espaldas oyeron aullidos airados y una salva de juramentos, luego una voz melodiosa que los llamaba:
—¡Aillas, Tatzel! ¡Regresad!
—No escuches —advirtió Aillas a Tatzel—. ¡Ni siquiera mires atrás!
—¿Por qué no?
Aillas bajó la cabeza y se inclinó hacia adelante.
—Podrías ver algo que preferirías ignorar. Me lo dice mi instinto.
Tatzel luchó contra la curiosidad, pero al fin siguió el consejo de Aillas, y pronto dejaron de oír las llamadas.
La cuesta era pronunciada y el avance lento; a las dos de la tarde llegaron a la tercera terraza: otra grata región de árboles, prados, hondonadas herbosas, lagunas y arroyuelos meandrosos.
Aillas contempló el plácido paisaje.
—Ésta es la grada del dios Spirifiume, y parece que ha cuidado con amor la tierra.
Tatzel miró a su alrededor sin mayor interés.
Media hora después, mientras atravesaban un robledal, sorprendieron a un joven jabalí que buscaba bellotas. Aillas puso una flecha en el arco y dijo:
—Spirifiume, si esa bestia tiene para ti un valor especial, haz que salte a un lado o, si prefieres, desvía mi flecha.
Disparó la flecha, que se hundió en el corazón del jabalí. Aillas desmontó y, mientras Tatzel miraba disgustada hacia otro lado, hizo lo que tenía que hacer y pronto trajo trozos escogidos clavados en una rama.
Recordando los consejos de Cwyd, Aillas proclamó:
—Spirifiume, agradecemos tu generosidad —Aillas pestañeó. Algo había pasado. ¿Qué? ¿El parpadeo de cien colores en la luz del sol? ¿El susurro de cien suaves acordes? Miró a Tatzel—. ¿Has notado algo?
—Un cuervo pasó volando.
—¿Ningún color? ¿Ningún sonido?
—Ninguno.
Una vez más se pusieron en marcha y se internaron en un bosque. Viendo un macizo de crespillas que crecían suaves y graciosas en la sombra, Aillas frenó el caballo y desmontó.
—Ven —indicó a Tatzel—. Ya no tienes la excusa de la pierna rota. Ayúdame a recoger setas.
Una vez más Aillas agradeció la generosidad de Spirifiume, y ambos continuaron la marcha.
Llegaron al borde de la terraza cuando faltaban dos horas para el ocaso. El descenso prometía ser abrupto y dificultoso. El lago Quyvern dominaba ahora el paisaje del norte. Una docena de islas boscosas se elevaba en la superficie y en dos de ellas las ruinas de dos antiguos castillos se miraban a través de más de un kilómetro de agua. El aire parecía vibrar con el recuerdo de mil aventuras: penas y alegrías, añoranzas románticas y actos terribles, traiciones nocturnas y hechos heroicos diurnos.
Aillas no tenía ganas de bajar otra cuesta ese día. Cwyd había recomendado la tercera grada para acampar de noche, y el consejo parecía sabio. Aillas se alejó del borde y cabalgó hasta un prado donde un arroyo bajaba desde el bosque; decidió acampar allí.
Desmontó, cavó un foso de poca profundidad y allí preparó una fogata de roble seco. Al costado clavó la carne en un espetón, para que se asara y goteara en la sanen mientras Tatzel la hacía girar. La grasa que goteara en la sartén se usaría después para freír las setas, y Tatzel recibió órdenes de limpiarlas y cortarlas. Aceptando la realidad a regañadientes, se puso manos a la obra.
Aillas sujetó los caballos, montó la tienda y recogió hierbas para formar un lecho. Luego regresó junto a la fogata y se sentó contra un laurel, con la bota de vino a mano.
Tatzel se arrodilló junto al fuego, los rizos negros sujetos con una cinta. Evocando su estancia en el castillo Sank, Aillas trató de recordar la primera vez que había visto a Tatzel: una criatura esbelta y despreocupada que caminaba a largos pasos impulsada por su energía natural.
Aillas suspiró. Tatzel, con su rostro fascinante y su desbordante vitalidad, había causado una honda impresión en un joven nostálgico.
¿Y ahora? La miró trabajar. El aplomo de Tatzel había sido reemplazado por una huraña desdicha, y la amarga situación en que se hallaba había quitado ímpetu a su energía.
Tatzel sintió que la observaban y volvió la cabeza.
—¿Por qué me miras así?
—Un capricho.
Tatzel volvió a mirar el fuego.
—A veces sospecho que estás loco.
—¿Loco? —Aillas reflexionó—. ¿Por qué?
—No parece haber otra razón para que me odies.
Aillas rió.
—No te odio —Bebió vino—. Esta noche estoy de buen humor; en realidad, tengo contigo una deuda de gratitud.
—Esa deuda es fácil de saldar. Dame un caballo y déjame ir.
—¿En esta comarca salvaje? No te haría ningún favor. Además, mi gratitud es indirecta. Te la has ganado a pesar de ti misma.
—De nuevo te acecha la locura —masculló Tatzel.
Aillas bebió más vino. Ofreció la bota a Tatzel, quien sacudió la cabeza con desdén. Aillas bebió de nuevo. La bota estaba más fláccida.
—Quizá no haya hablado con claridad. Me explicaré. En el castillo Sank me enamoré de una tal Tatzel, que en ciertos aspectos se parecía a ti, pero que en esencia era una criatura imaginaria. Este fantasma que vivió en mi mente poseía cualidades que yo consideraba innatas en una criatura de tal gracia e inteligencia.
»Bien, escapé de Sank y seguí mi camino, aún rondado por este fantasma, que sólo servía para distorsionar mis percepciones. Al fin regresé a Ulflandia del Sur.
»Casi por casualidad, mis sueños más fervientes se hicieron realidad y pude capturarte a ti, la verdadera Tatzel. ¿Qué ha ocurrido pues con el fantasma? —Aillas hizo una pausa para beber—. Esa criatura increíblemente deliciosa se ha esfumado, y ahora me cuesta recordarla. Tatzel existe, desde luego, y me ha liberado de la tiranía de mi imaginación, y por ello me siento agradecido.
Tatzel, tras una breve mirada de soslayo, se volvió de nuevo hacia el fuego. Colocó bien el espetón, donde el jabalí asado despedía un magnífico aroma. Preparó masa para hacer tortas y frió las setas en la grasa del jabalí, mientras Aillas iba a recoger berro junto al arroyo.
Cuando el jabalí estuvo a punto, ambos cenaron con lo mejor que la tierra tenía para ofrecerles.
—¡Spirifiume! —invocó Aillas—. ¡Ten la certeza de que nos complace tu generosidad, y agradecemos tu hospitalidad! ¡Bebo a tu salud!
Spirifiume no respondió con parpadeos de colores ni con susurros, pero cuando Aillas fue a recoger la bota de vino, que había alcanzado una flaccidez desalentadora, la encontró rebosante. Aillas saboreó el vino; era suave, dulce, ácido y fresco, todo al mismo tiempo.
—¡Spirifiume! —exclamó Aillas—. ¡Eres un dios admirable! ¡Si alguna vez te cansas de Ulflandia del Norte, por favor ven a Troicinet!
El sol aún alumbraba el paisaje. Tatzel fue a sentarse bajo el árbol, recogió unas margaritas azules y trenzó una guirnalda.
—He pensado en lo que me has dicho —dijo de pronto—. ¡Siento un torrente de emociones! ¡A causa de tus sueños, yo tengo que sufrir! Incomodidades, peligros, indignidades… ¡Lo he conocido todo! Aunque en Sank nunca te dirigí la palabra…
—¡Pues lo hiciste! ¡Tras un pequeño enfrentamiento con tu hermano! ¿No recuerdas que te detuviste en la galería para hablarme?
—¿Eras tú…? —dijo Tatzel con asombro—. Ni siquiera me fijé. Aun así, por mucho que yo me asemejara a tu ilusión, las realidades persisten.
—¿Y cuáles son?
—Yo soy ska, tú eres extranjero. Tus ideas no son realizables ni siquiera en sueños.
—Eso parece —Aillas examinó sus recuerdos—. Si te hubiera conocido mejor en el castillo Sank, nunca me habría molestado en capturarte. Es una broma a costa de ambos. Pero no tiene importancia. Tú eres tú y yo soy yo. El fantasma ha desaparecido.
Tatzel cogió la bota y bebió vino. Luego, acuclillándose, se volvió hacia Aillas, exhibiendo por primera vez la animación de la antigua Tatzel.
—Eres tan increíblemente terco —dijo con énfasis— que casi me das ganas de reír. Después de perseguirme por los brezales, de romperme la pierna y causarme un sinfín de humillaciones, esperas que me arrastre hacia ti con adoración en los ojos, dichosa de ser tu esclava, pidiendo que me acaricies, y deseando de todo corazón estar a la altura de tus caprichos eróticos. Declaras que los ska carecen de compasión, pero tu conducta hacia mí es absolutamente egoísta. Y ahora te enfurruñas porque no sollozo suplicando tu indulgencia. ¿No es una farsa?
Aillas soltó un profundo suspiro.
—Todo lo que dices es cierto. Con toda justicia, he de admitirlo. La pasión romántica me impulsó a hacer realidad un sueño. Diré esto, sin hacer hincapié en el hecho de que los ska me esclavizaron y tengo derecho a una compensación: eres prisionera de guerra. Si los ska no hubieran capturado la ciudad de Suarach, nosotros no habríamos atacado el castillo Sank. Si tú te hubieras entregado de inmediato, no te habrías roto la pierna, ni te habrías expuesto a humillaciones, ni estarías aquí conmigo, aislada en los brezales.
—¡Bah! En mi lugar, ¿no habrías intentado escapar?
—No. Y en mi lugar, ¿no habrías intentado capturarme?
Tatzel lo miró cinco segundos.
—Sí… Con todo, prisionera de guerra, esclava o lo que sea, yo soy ska y tú eres extranjero, y así son las cosas.
Por la mañana, cuando cargaba la bota de vino, Aillas la encontró de nuevo llena, y expresó su ferviente gratitud hacia el generoso dios Spirifiume por lo que parecía un tesoro incalculable. Tras dejar en orden el sitio donde habían acampado, por respeto a su anfitrión, Aillas y Tatzel bajaron la cuesta. La relación entre ambos era menos tensa, como si el aire se hubiera despejado, aunque aún faltaba camaradería.
La pendiente era pronunciada y las zarzas y matorrales dificultaban la marcha, pero a su tiempo llegaron a la cuarta grada: era la más estrecha y boscosa de todas, y en algunas partes tenía menos de un kilómetro de ancho. Altos árboles —arce, castaño, fresno, roble— sostenían verdes quitasoles de follaje que arrojaban en la grada sombras moteadas de luz solar.
Cwyd había omitido la cuarta grada en sus advertencias, así que Aillas no tenía razones para temer un peligro inminente. Sin embargo, un aroma extraño y perturbador invadía el aire. Le resultaba desconcertante y, en un nivel primitivo, temible, sobre todo porque no podía identificarlo.
Tatzel miraba alrededor con expresión asombrada. Observó a Aillas, y al advertir que también él estaba perplejo, guardó silencio.
Los caballos, percibiendo el aroma, sacudían las cabezas y andaban con las patas rígidas, aumentando la inquietud de Aillas. Se detuvo y escrutó el bosque en todas las direcciones, pero sólo vio terreno sombreado, alfombrado con hojas muertas y moteado por la luz de la mañana.
Aillas comprendió que nada podía ganar con detenerse. Sacudió las riendas y el grupo reanudó la marcha por la terraza.
Cabalgaron a través de una calma perturbadora. Aillas estaba en tensión, y miraba hacia los lados y hacia atrás, pero no veía nada. Tatzel, absorta en sus propios pensamientos, cabalgaba mirando por entre las orejas del caballo, hacia un punto distante, ignorando la preocupación de Aillas.
Durante diez minutos cabalgaron en el silencio; la luz, filtrándose por el follaje, provocaba raros efectos ópticos. De pronto una sorprendente ilusión obligó a Aillas a contener el aliento, parpadear y mirar con ojos desorbitados. ¿Ilusión? No era ninguna ilusión. Dos grandes criaturas de cinco metros de altura observaban plácidamente desde una distancia de treinta metros. Se apoyaban en piernas amarillas y macizas, de constitución humana. Los torsos y los brazos parecían los de monstruosos osos de color gris amarillento. Melenas rígidas y amarillas rodeaban las cabezas redondas, lo cual les daba aspecto de almohadillas de satén amarillo, sin rasgos faciales discernibles. Ése era sin duda el origen del hedor.
Las criaturas permanecieron inmóviles, las cabezas hirsutas vueltas hacia… ¿Aillas y Tatzel? A Aillas se le erizó el vello de la nuca; no eran ogros ni gigantes, ni ningún otro ser de este mundo, y tampoco parecían demonios. Eran criaturas desconocidas, y ocuparían sus recuerdos durante mucho tiempo. Tatzel siguió cabalgando sin mirar a las calladas criaturas ni oír el jadeo de Aillas.
Las criaturas se perdieron de vista; Aillas azuzó el caballo para acelerar la marcha; los caballos obedecieron de buen grado.
Poco después llegaron al borde de la terraza y allí descubrieron un sendero que los llevó cómodamente hasta la quinta grada, y a través de ella hasta el último declive. Así bajaron hasta las costas del lago Quyvern. Allí el sendero se unía a la carretera de la costa. Habían regresado a la sociedad humana.
Un denso pinar crecía a lo largo de la costa este; hacia el oeste había caletas y promontorios rocosos. A doscientos metros se encontraba un apiñamiento de edificios de madera, entre ellos un hostal o posada.