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Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 2 - La perla verde (34 page)

BOOK: Lyonesse - 2 - La perla verde
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—Con flechas y emboscadas —se burló Tatzel—. No te atreves a enfrentarte a los ska de otra manera.

Aillas torció el gesto.

—En cierto sentido, tienes razón. En lo que a mí concierne, la guerra no representa un juego ni una ocasión para el heroísmo, sino una ingrata obligación que se debe llevar a cabo con el menor daño posible para uno mismo… ¿Qué sabes acerca de un ska llamado Torqual?

Al principio Tatzel no quiso responder. Luego dijo:

—Algo sé. Es un primo lejano. Pero lo he visto una sola vez. Ya no lo consideramos ska, y ahora se ha marchado a otras tierras.

—Ha regresado, pues su guarida está cerca, al pie del Noc. Esta noche hemos bebido su vino y comido sus cebollas. La trucha era mía.

Tatzel miró hondonada abajo, donde una bestia había agitado las hojas. Se volvió de nuevo hacia Aillas.

—Se dice que Torqual lleva las cuentas claras. Sospecho que pagarás un alto precio por tu festín.

—Prefiero disfrutar de la generosidad de Torqual sin preocuparme —dijo Aillas—. Pero nunca sabemos qué nos depara el futuro. Ulflandia del Norte es un país oscuro y horrendo.

—Nunca me lo ha parecido —comentó Tatzel.

—Hasta ahora no habías sido esclava… Ven. Es hora de dormir. El chico del carromato hablará por todas partes de la noble dama ska, y el valle se llenará de soldados ska. Quiero salir temprano.

—Duerme, pues —bufó Tatzel con indiferencia—. Yo permaneceré despierta un rato.

—Entonces debo maniatarte para que no huyas durante la noche. Por estos lugares hay extrañas criaturas que merodean en la oscuridad. ¿Quieres que te arrastren hasta una caverna?

De mala gana, Tatzel caminó cojeando hasta el lecho.

—Además, debemos usar la cuerda por razones de seguridad. Tengo un sueño muy pesado, y no me despertaría aunque me cayera una piedra en la cabeza.

Ciñó la cintura de Tatzel con una cuerda, la anudó de tal modo que la joven no pudiera desatarla, y se ató las puntas a su propia cintura, obligándola así a permanecer cerca de él.

Tatzel se acostó y Aillas la tapó con la manta. La luna, en cuarto creciente, brillaba a través de un resquicio entre las hojas alumbrando la cara de Tatzel, suavizándole los rasgos y mostrándola cautivantemente hermosa. Aillas la contempló un instante, preguntándose a qué se debía aquella sonrisa desdeñosa. Se volvió antes de que su mente creara imágenes. Se tendió junto a ella y se abrigó en su propia manta. ¿Había pasado algo por alto? ¿Las armas? A buen recaudo. ¿La soga? Ella no podía tocar los nudos. Aillas se relajó y se durmió.

3

Aillas se levantó una hora antes del alba. No había llovido, y descubrió un rescoldo encendido entre las cenizas. Lo cubrió con hierba seca y avivó el fuego. Bostezando y tiritando, Tatzel se levantó y se acercó al fuego para calentarse las manos. Aillas sacó tocino y el saco de harina, y Tatzel fingió no darse cuenta. Aillas le dirigió un par de palabras amables; tras fruncir el ceño y lanzarle una mirada furibunda, Tatzel se puso a freír tocino y a cocer panecillos. Aillas ensilló los caballos y los preparó para el viaje.

En la quietud del alba perlada de rocío, Aillas y Tatzel desayunaron en silencio.

Aillas puso los bultos sobre el caballo de carga, ayudó a Tatzel a montar y ambos abandonaron el barranco. Al llegar al camino, Aillas se detuvo para mirar y escuchar. No vio ni oyó nada, y ambos se pusieron en marcha valle arriba. Aillas no dejaba de vigilar el valle a sus espaldas.

Transitaban por terreno peligroso. Aillas apuró los caballos, pues deseaba pasar por la encrucijada del castillo Ang lo antes posible.

El paisaje se volvió cada vez más imponente. A ambos lados del valle se erguían altas cumbres, a veces sobre pilas de rocas, a veces sobre macizos pinos y helechos.

El sol despuntó sobre la estribación oriental y alumbró tres pinos altos que se erguían junto al camino, con un cráneo de macho cabrío clavado en cada tronco. Allí se bifurcaba la carretera, y un camino conducía a la derecha. Con prisa y alivio, Aillas dejó atrás la ominosa bifurcación, que pronto se perdió de vista.

Los caballos comenzaron a fatigarse, en parte por la velocidad que Aillas les había impuesto y en parte por la pendiente del camino. Arriba, arriba, virando sinuosamente, transcurriendo bajo salientes y protuberancias rocosas, cruzando prados montañosos: así iba el camino, y luego subía por una nueva cuesta.

Una hora después de pasar por la bifurcación del Ang, Aillas enfiló hacia un lugar apartado detrás de un pinar. Se apeó y ayudó a Tatzel a desmontar. Allí descansarían durante la mitad del día, y así reducirían las posibilidades de toparse con otros viajeros, que en aquellas regiones sólo podían resultar peligrosos. Tatzel parecía opinar que tanta prudencia era excesiva y ridícula.

—Eres timorato como un conejo —acusó a Aillas—. ¿Vives siempre atemorizado, asomando la cabeza, alarmándote ante cada susurro?

—Me has descubierto —replicó Aillas—. Soy víctima de mil temores. No debe haber humillación peor que ser tildado de cobarde por una esclava.

Tatzel rió burlonamente y se tendió en la arena soleada.

Aillas se recostó contra un árbol y miró en derredor. A pesar de todo, los comentarios de Tatzel lo habían irritado. ¿De verdad creía que era timorato, sólo porque tomaba las precauciones necesarias? Era muy probable. En la experiencia de Tatzel, los hombres viajaban por la campiña sin miedo a acontecimientos desagradables.

—Dentro de poco los ska también asomarán la cabeza alarmados —le advirtió Aillas—. Ya no se enfrentan a unos pobres labriegos. Ahora se las ven con los troicinos, y la cosa es muy diferente.

—Si todos los troicinos son tan prudentes como tú, tendremos pocas dificultades.

—Es posible —dijo Aillas. De nuevo miró en derredor, pero sólo vio rocas y aire. Nubes deshilachadas corrían en el viento, cubriendo a veces el sol, y sus rápidas sombras cruzaban el valle.

Tatzel lo observaba, la cabeza apoyada en los brazos.

—¿Qué estás buscando?

—Creo que alguien nos vigila desde el risco… Descansa mientras puedas. A partir de ahora viajaremos de noche.

Tatzel cerró los ojos y se durmió.

Al mediodía comieron jamón, queso y panecillos. El sol cruzó el cénit. Aparecieron nubes, y pronto el cielo estuvo totalmente encapotado. Tatzel, arrebujándose en su manta, se quejó de las heladas ráfagas, y pidió a Aillas que instalara la tienda.

Aillas sacudió la cabeza.

—¡Éste es un tiempo ideal para los cobardes! La niebla dificulta la labor de exploradores y centinelas, y los bandidos sólo asaltan cuando luce el sol. ¡Vamos! ¡Seguiremos el camino!

Guardó el jamón y el queso y reanudaron la marcha.

Fue una tarde lenta y desagradable. Una hora antes del ocaso, los vientos se redujeron a ráfagas, mientras las nubes se resquebrajaban. Varios rayos de sol alumbraron el paisaje agreste, poniendo notas de color en un escenario lúgubre.

Aillas se detuvo para que descansaran los caballos. Miró hacia atrás y vio toda la extensión del valle. Delante, a poco más de un kilómetro, el borde de la meseta cortaba el cielo.

Aillas encabezó la marcha camino arriba, y de nuevo temió que lo observaran.

El camino llegó a la empinada cuesta final; Aillas desmontó para dar descanso al caballo. Caminó hasta que él también se fatigó y se detuvo para recuperar el aliento. Los caballos, cabeceando y resoplando, se recobraron poco a poco de sus esfuerzos. Sombras profundas rodearon al grupo mientras los rayos del sol alumbraban bancos de nubes hacia el este.

Aillas reanudó la marcha por el sinuoso camino, hasta que al fin llegaron a la meseta. Al sur se erguían los Cortanubes; al este se elevaba el risco final del Teach tac Teach, ahora incendiado por la luz del atardecer; hacia el norte la meseta se perdía en la niebla y las nubes bajas.

A treinta metros, un hombre alto de capa negra cavilaba. Parecía sumido en profundos pensamientos, y apoyaba la mano en el pomo de la espada, con la punta de la vaina apoyada en el suelo. Su caballo estaba amarrado a un arbusto cercano. Miró a Aillas y Tatzel, luego pareció ignorarlos.

Aillas pasó de largo como si el hombre no estuviera.

El hombre se volvió despacio para ponerse frente a ellos, de modo que la luz del ocaso le talló los rasgos en oro y negro.

—¡Alto! —exclamó.

Aillas frenó el caballo y el hombre se acercó despacio. Tenía cabello negro, frente baja, cejas saturninas y luminosos ojos castaños. Los agudos pómulos, la boca ancha y gruesa y la barbilla corta, junto con un músculo trémulo en la mejilla izquierda, creaban la impresión de una fuerza apasionada apenas contenida por una inteligencia mordaz. Habló de nuevo, con voz ronca y melodiosa a la vez:

—¿Adonde vais?

—Viajamos por el Camino Ventoso con rumbo a Ulflandia del Sur —respondió Aillas—. ¿Quién eres, señor?

—Me llamo Torqual —fijó los ojos en Tatzel y murmuró—: ¿Y quién es la dama?

—Está a mi servicio, por el momento.

—Señora, ¿no eres ska?

—Sí, lo soy.

Torqual se acercó más. Era un hombre fuerte: hombros anchos, pecho profundo, caderas breves. He aquí un hombre, pensó Aillas, a quien Tatzel no consideraría furtivo ni timorato, ni siquiera prudente.

—Joven —interpeló Torqual con voz cantarina—, reclamo tu vida. Atraviesas un territorio que considero de mi propiedad. Desmonta y arrodíllate ante mí, para que pueda cortarte la cabeza con comodidad. Morirás bajo la trágica y áurea luz de este atardecer.

Desenvainó la espada haciendo rechinar el acero.

—Señor —replicó Aillas con cortesía—, preferiría no morir, y mucho menos de rodillas. Pido autorización para atravesar esta tierra que reclamas, sin que mis bienes ni mi acompañante corran peligro.

—La autorización está denegada, aunque hablas con voz agradable y serena. Aun así, ya me has oído.

Aillas desmontó y desenvainó su ligera espada, adecuada para la clase de esgrima que había aprendido en Troicinet. ¿Su puñal? ¿Dónde estaba el puñal? Había cortado queso para el almuerzo, y había guardado el puñal con el queso.

—Señor —intervino Aillas—, antes de continuar con este asunto, ¿puedo ofrecerte un trozo de queso?

—No me interesa el queso, aunque la idea resulta divertida.

—En ese caso, concédeme un momento mientras corto un trozo para mí, pues tengo hambre.

—No puedo perder tiempo mientras tú comes queso. Prepárate para morir.

Torqual avanzó y lanzó un ataque con la espada. Aillas lo eludió brincando a un lado. Torqual giró, pero su espada chocó con la hoja de Aillas.

Aillas fingió una embestida, pero la pesada hoja de Torqual se alzó y Aillas se habría ensartado de haber ido más lejos. Comprendió que Torqual era un espadachín experto además de fuerte.

Torqual atacó de nuevo, haciendo retroceder a Aillas, y éste eludió una serie de ataques que lo habrían partido en dos. Tras la última estocada Aillas contraatacó con ferocidad, hiriendo a Torqual en el hombro. El hombre tuvo que retroceder para recuperarse. Aillas advirtió que Torqual llevaba un puñal en el cinto.

Torqual abrió la boca para concentrarse: no había esperado tanto ejercicio. De nuevo atacó, y Aillas embistió alzando el brazo izquierdo de una manera extraña, que expuso su flanco izquierdo. Torqual intentó una estocada que Aillas eludió sin esfuerzo, y embistiendo de nuevo volvió a exponer su flanco izquierdo.

Torqual atacó; Aillas replicó y hundió la espada, atravesando el pecho de Torqual a escasas pulgadas del corazón. Torqual abrió la boca y los ojos, pero ignoró la herida. Aillas notó que ahora apoyaba la mano en el puñal.

Torqual atacó de nuevo y Aillas eludió sus estocadas una vez más. Torqual pareció dejar una abertura para una embestida. Aillas avanzó y alzó el brazo izquierdo, exponiendo el flanco; al instante Torqual usó el cuchillo, pero Aillas lanzó la espada y hundió la hoja en el hombro de Torqual, de tal modo que la punta salió por el otro lado y el puñal cayó de esa mano repentinamente inerte.

Aillas se lanzó sobre el cuchillo y lo empuñó casi antes que tocara el suelo. Sonrió a Torqual, y atacó con más furia. Torqual no podía eludir sus golpes.

—Arrodíllate, Torqual —dijo Aillas—, para que pueda matarte más fácilmente.

Aillas hacía girar la punta de la espada en círculos, con fintas y escarceos, y Torqual tuvo que retroceder paso a paso.

Torqual respiró profundamente, soltó un aullido y atacó blandiendo la espada como una guadaña. Aillas retrocedió y el pecho de Torqual quedó expuesto por un instante. Aillas arrojó el cuchillo con todas sus fuerzas y la hoja se hundió hasta la empuñadura en el pecho de Torqual, quien se tambaleó desconcertado. Aillas atacó y hundió la espada en el cuello de Torqual. El hombre gritó de dolor, retrocediendo hasta el borde de la meseta. Cayó rodando. Cuando llegó al fondo, era un guiñapo negro y anónimo.

Aillas miró alrededor. ¿Dónde estaba Tatzel? Ya había recorrido doscientos metros, galopando hacia el norte, aunque el animal de carga que Aillas había atado a la montura de la joven, así como el caballo de Aillas, a su vez atado al animal de carga, la retrasaban. Tatzel avanzaba pues con un torpe trote que habría bastado para dejar atrás a Aillas de no haber sido por el caballo de Torqual.

Tatzel miró por encima del hombro; Aillas vio su expresión desesperada, y se habría enfurecido de no ser por la euforia de su triunfo sobre Torqual.

Desató el caballo de Torqual, montó e inició la persecución. Le molestó que Tatzel se dirigiera hacia el norte, internándose más en la tierra salvaje que se extendía hasta la frontera godeliana.

Entonces se le ocurrió una nueva idea. La meditó un instante y la rechazó. Era demasiado audaz, demasiado precipitada y quizá poco práctica. No se la podía quitar de la cabeza. ¿Tan poco práctica era? Quizá, tal vez fuera incluso imprudente. Pero también podía ser lo más acertado.

Tatzel siguió cabalgando con sombría determinación, con la esperanza de que el caballo de Aillas se cayera y se rompiera una pata. Llevaba una gran ventaja. Aillas tardó mucho en alcanzarla. Sin comentarios, cogió las riendas del caballo y lo detuvo.

Tatzel le dirigió una mirada de odio, pero no dijo nada. A la luz del atardecer, Aillas acampó en un bosquecillo de alerces, y esa noche cenaron el ganso en conserva de Torqual.

XII
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