Visbhume, acercándose al rey Casmir, miró dubitativamente hacia el Lir.
—¿Te refieres a la princesa Glyneth?
—¿Quién más? Debes regresar a Troicinet y descubrir qué sabe ella. Es una doncella encantadora y amable, de ánimo amistoso y, al parecer, de naturaleza confiada.
—¡No temas! ¡Responderá a mis preguntas con todo detalle! ¡Si se muestra reticente, tanto mejor! Siempre me resulta agradable persuadir a las jóvenes de que obedezcan. ¡Aquí es donde el trabajo se conviene en placer!
El rey Casmir dirigió una fría mirada a Visbhume. En ocasiones el rey complacía su inclinación hacia los efebos de cierto estilo y configuración; de lo contrario, eludía los licenciosos excesos que animaban la corte del rey Audry en Avallen.
—Confío en que los placeres no te hagan olvidar tu cometido.
—¡No temas! Las dificultades desaparecen cuando me valgo de mis pequeñas técnicas. ¿Dónde podré encontrar a Glyneth?
—En Miraldra, supongo, o bien en Watershade.
Visbhume se alojó nuevamente en el Cuatro Malvas. Cenó temprano y fue a la plaza para sentarse en el mismo banco de antes. Pero esta vez no se le acercó ningún moro corpulento, ni Tamurello en cualquiera de sus otros disfraces.
Visbhume observó el atardecer en el Lir. Una brisa del oeste encrespaba el mar, trayendo olas con crestas de blanca espuma, y Visbhume apartó la mirada con un escalofrío. Si Tamurello fuera un compañero bueno y fiel, habría proporcionado a Visbhume los medios para el viaje instantáneo, de modo que su amigo pudiera viajar sin sufrir los contoneos y bamboleos de un barco, ni el torpe avance de una yegua blanca que mecía las ancas.
Visbhume reflexionó sobre los aparatos mágicos que había ocultado en Dahaut. Algunos de los objetos más simples funcionaban de un modo que él entendía. Otros, como el Almanaque de Twitten, quizá respondieran después de estudiarlos atentamente. El uso de otros objetos y accesorios escapaba a sus aptitudes. Aun así, ¿quién podía saberlo? Entre aquellos objetos podía haber uno que brindara a Visbhume el veloz y fácil transporte que tanto ansiaba.
Visbhume tomó una firme decisión. Por la mañana, en vez de embarcarse rumbo a Troicinet, tal como habría preferido el rey Casmir, cabalgó hacia el norte por el Sfer Arct, viró hacia la Calle Vieja, tomó hacia el este por el Camino de Icnield, y siguió a través de Pomperol rumbo al norte, hacia Dahaut. Al llegar a la aldea Glimwillow se dirigió a un lugar secreto y recuperó el baúl con cerrojo de bronce que contenía los bienes que él se había llevado de Maule.
Visbhume se alojó en una habitación privada en el Signo de la Mandrágora, y durante tres días hurgó en el contenido del baúl. Cuando al fin regresó hacia el sur por el Camino de Icnield, llevaba una bolsa de cuero amarillo que contenía diversos artículos que creía poder usar, y algunos otros de fascinante potencialidad, como el Almanaque de Twitten. No encontró ningún artefacto o método que lo llevara directamente a Troicinet ni a ninguna parte, de modo que montó como antes la yegua blanca. En Slute Skeme vendió su montura y, con muchas aprensiones, abordó un pesado buque de carga que zarpaba con destino a Dorareis.
Tres días de cautelosas averiguaciones le brindaron al fin la información de que la princesa Glyneth, en ausencia del príncipe Dhrun —quien estaba realizando una visita oficial a Dascinet—, se había dirigido a Watershade.
Por la mañana Visbhume partió por el camino de la costa. Una tormenta de viento rugiente y lluvia furibunda lo persuadió de interrumpir el trayecto en la ciudad Cabeza de Ciénaga, bajo Cabo Bruma, donde se alojó en las Tres Lampreas. Para matar el tiempo se dedicó al estudio del Almanaque de Twitten, y quedó tan cautivado por las oportunidades que se presentaban a su imaginación que alargó su visita un día más, y luego otro, y aún otro, aunque el tiempo había mejorado.
Las Tres Lampreas era una posada cómoda y acogedora; Visbhume comía bien, bebía con regalo y pasaba largas horas al sol, cavilando sobre los maravillosos cálculos de Twitten y la no menos notable conversión de la teoría en práctica. Visbhume pidió tinta, pluma y pergamino, e intentó realizar sus propios cálculos, para curiosidad de otras personas de la posada, quienes al fin decidieron que debía de ser un astrólogo que calculaba las modalidades, impulsos y retrocesos de los diversos planetas. Esta conjetura halagó a Visbhume, quien no se esforzó por desmentirla.
Visbhume gozó también de otras actividades. Dormitaba al sol, paseaba a lo largo de la costa y trataba de persuadir a las camareras de que lo acompañaran en estos paseos. Tenía especial interés en la rubia muchacha encargada de la mantequilla y la leche, cuyo aniñado cuerpo empezaba a revelar varios aspectos atractivos.
El interés de Visbhume en tales atributos se hizo tan manifiesto que el posadero tuvo que advertirle.
—¡Señor, debo pedirte que enmiendes tus actitudes! Estas jóvenes doncellas no saben cómo portarse ante tu lascivia. Les he dicho que te arrojen un balde de agua fría si las acaricias de nuevo.
—Amigo —dijo altivamente Visbhume—, te estás excediendo.
—Tal vez. En cualquier caso, no quiero más miradas lujuriosas, manoseos ni invitaciones a la playa.
—¡Esto es una insolencia! —exclamó Visbhume—. Te advierto que iré a alojarme en otra parte.
—Haz lo que quieras. En las Tres Lampreas nadie lo lamentará. A decir verdad, con tus constantes tamborileos y ruiditos, alarmas a mi clientela. Piensan que eres un loco y, pensándolo bien, también yo. De acuerdo con la ley, no puedo echarte a menos que cometas una infracción, y has andado muy cerca. ¡Ten cuidado!
—Posadero —declaró Visbhume—, eres gruñón y aburrido. Las niñas disfrutan con mis jueguecillos; de lo contrario, no habrían venido con tanta frecuencia, riendo y contoneándose, coqueteando y mostrando sus cositas.
—Aja. Verás cuánto disfrutan cuando enfríen tus jueguecillos con agua helada. Entretanto, será mejor que pagues tu cuenta ahora mismo, por si te enfadas y decides marcharte de noche.
—¡Es una insolencia decirle esto a un caballero!
—En efecto, y siempre me cuido de no hacerlo.
—Me has ofendido —exclamó Visbhume—. Pagaré la cuenta y me marcharé de inmediato. En cuanto a tu propina, no esperes ni una moneda.
Visbhume se marchó y se alojó en la Posada del Coral Marino, al otro lado de la ciudad, donde permaneció tres días más, continuando sus estudios del Almanaque. Al fin sus cálculos lo incitaron a marcharse. Compró un carro tirado por un delicado pony, que lo llevó por la carretera a paso veloz con el resonante ruido de sus lustrosos cascos. Erguido orgullosamente en el pescante, Visbhume dejó atrás las Tres Lampreas y se dirigió al valle del río Rundle, y por la carretera del río hasta la Grieta del Hombre Verde, subiendo y bajando por el Ceald.
Últimamente Glyneth sentía una dulce melancolía. Cuando estaba en compañía de sus amigos, aun de Dhrun, a menudo prefería la soledad. Y a veces, cuando estaba sola, un indefinible nerviosismo acudía perversamente a turbarla, como si en alguna parte sucedieran cosas maravillosas y ella deseara estar allí, aunque, pobre niña abandonada, no la habían invitado y nadie reparaba siquiera en su ausencia.
Glyneth se puso inquieta. Fascinantes imágenes la angustiaban: visiones menos sustanciales que ensueños, fantasías sobre momentos de placer a la luz de la luna, fiestas donde la cortejaban extranjeros galantes, viajes sobre tierra y mar en una mágica nave que surcaba el aire, en compañía de un ser amado que a su vez la adoraba.
Cuando Dhrun se fue de Domreis, acabados los estudios, Glyneth anduvo de aquí para allá, pero Miraldra no era lo mismo sin Dhrun ni Aillas, y se dirigió a Watershade, donde decidió leer todos los libros de la biblioteca de Ospero. Empezó con entusiasmo y leyó las Crónicas de Lagronio y las Memorias de Nausicaa, e incluso empezó La Ilíada, pero ese ánimo soñador la dominaba con frecuencia, y entonces dejaba los libros.
Cuando el lago se extendía tranquilo y azul bajo la luz del sol, le gustaba remar para alejarse de todos y tenderse a contemplar las altas nubes blancas. No había ocupación más dulce; parecía fundirse totalmente con ese mundo que amaba tan entrañablemente, que le pertenecía para disfrutarlo y poseerlo mientras pudiera. A veces los sentimientos se volvían demasiado intensos y Glyneth se incorporaba para sentarse abrazándose las rodillas, reprimiendo lágrimas que le asomaban por la fugacidad de momentos gloriosos.
Así se entregaba Glyneth a sus fantasías románticas, y a veces se preguntaba si alguien la había hechizado. Flora estaba preocupada, pues su querida Glyneth no trepaba a los árboles ni saltaba cercas.
Con el paso de los días, Glyneth empezó a sentirse sola. A veces iba a la aldea para visitar a su amiga, la dama Alicia de la Mansión del Roble Negro; a menudo se internaba en el Bosque Salvaje para recoger fresas.
El día antes de la llegada de Dhrun, Glyneth se levantó temprano y decidió ir a buscar fresas. Se despidió de Flora con un beso, cogió un cesto y se internó en el Bosque Salvaje.
Al mediodía Glyneth no había regresado a Watershade, y tampoco al caer la noche, y los criados salieron a buscarla. No la encontraron.
Al amanecer del día siguiente, enviaron a Dorareis un mensajero, quien se encontró con Dhrun por el camino, y ambos cabalgaron deprisa hacia el castillo Miraldra.
Para Aillas, la ocupación de Suarach por parte de los ska representaba algo más que un dilema militar; esa acción fríamente deliberada también implicaba una humillación personal. A juicio de los ulflandeses, semejante provocación exigía una respuesta, pues quien sufría una afrenta llevaba el estigma hasta que castigaba al enemigo o perecía en el intento. Por tanto, Aillas se sentía observado, pues sabía que todas las miradas estaban fijas en él.
Aillas trató de ignorar esa atención disimulada y apresuró aún más el entrenamiento de sus brigadas. Últimamente había notado un gratificante y nuevo espíritu en las tropas: entusiasmo y precisión donde antes veía holgazanería y desidia. Los cambios parecían reflejar una huraña confianza en la capacidad de combate del ejército. Aillas aún albergaba dudas acerca de su energía y cohesión frente a una fuerte embestida de los ska, que en el pasado no sólo habían destruido ejércitos nor-ulflandeses, sino fuerzas godelianas y daut que los superaban en número.
Era un problema cruel, sin soluciones cómodas. Si Aillas se arriesgaba a una confrontación y las cosas salían mal, la moral de las tropas sería irrecuperable y él perdería credibilidad como comandante. Los ska, al ocupar Suarach, por lo visto aspiraban a arrastrarlo a una impulsiva batalla donde la pesada caballería ska trituraría al ejército ulflandés como un martillo aplasta una nuez. Aillas no se proponía arriesgarse a semejante enfrentamiento, al menos no por el momento. Con todo, si esperaba demasiado antes de actuar, los ulflandeses, que por temperamento respondían rápida y salvajemente a las provocaciones, podían volverse cínicos y burlones.
Pirmence, al regresar de los brezales altos con una leva de reclutas, reforzó los temores de Aillas.
—Nunca tendrán mejor entrenamiento del que han conseguido ahora —dijo Pirmence—. Necesitan ponerse a prueba y cerciorarse de que tus extravagantes ideas son prácticas.
—Muy bien —aceptó Aillas—. Los pondremos a prueba. Pero en el terreno que yo elija.
Pirmence titubeó y pareció dialogar consigo mismo. Al fin dio un paso adelante y dijo:
—También puedo darte este informe, que está bien fundamentado: el castillo Sank es una fortaleza situada al norte, más allá de la frontera.
—Pues sí, y la conozco bien —dijo Aillas.
—El señor es el duque Luhalcx. En este momento ha llevado su familia y buena parte de su comitiva a Skaghane, de modo que Sank cuenta con escasas defensas.
—Es una noticia interesante —asintió Aillas. Dos horas después impartió órdenes a seis compañías ulflandesas de caballería ligera y arqueros, dos compañías de caballería pesada troicina, dos compañías de infantería troicina y un pelotón de treinta y cinco caballeros troicinos. Abandonarían Doun Darric al día siguiente, al caer el sol, para evitar la vigilancia ska.
Aillas sabía que los espías ska controlaban sus movimientos. Para neutralizar esta actividad, había organizado una policía secreta de contraespionaje. Aun antes de impartir las órdenes de marcha, Aillas envió la policía secreta a lugares estratégicos del campamento, donde podrían interceptar correos que intentaran llevar información fuera de Doun Darric.
El sol se puso en el oeste y el crepúsculo cayó sobre el campamento. Aillas se sentó a su mesa para estudiar mapas. En el exterior oyó pasos y murmullos; se abrió la puerta y el caballero Flews, el edecán, miró dentro de la habitación.
—Majestad, la policía ha realizado una captura.
Flews hablaba con una mezcla de excitación y asombro. Aillas se enderezó en la silla.
—Tráelos.
Seis hombres entraron en el cuarto, dos con los brazos atados a la espalda. Aillas miró boquiabierto: se trataba de un joven delgado y de ojos negros, con el pelo negro cortado al estilo ska, y de Pirmence.
El capitán de la policía era Hilgretz, hermano menor de Ganwy de la fortaleza Koll, y presentó su informe.
—Ocupamos nuestros puestos, y después del anochecer vimos una luz que brillaba en el campamento. Nos desplegamos con cuidado y capturamos a este ska en la cresta de la colina, y cuando buscamos el origen de la luz nos topamos con el caballero Pirmence.
—Es una triste situación —dijo Aillas.
—Realmente penosa —convino Pirmence.
—Me traicionaste en Domreis, y te traje aquí para que te redimieras. Sin embargo, has vuelto a traicionarme.
Pirmence miró a Aillas de soslayo, como un viejo zorro plateado.
—¿Estabas al corriente de mi trabajo en Domreis? ¿Cómo es posible, si procuraba ser tan discreto?
—Nada es discreto cuando Yane empieza a investigar. Maloof y tú sois traidores. En vez de mataros, pensé en usar vuestro talento.
—Ah, Aillas, fue una decisión clemente, pero excesivamente sutil. No capté tu intención. De forma que el pobre Maloof también te ha traicionado.
—Lo hizo y ahora paga su deuda. Tú también trabajaste bien y podrías haber salvado la vida, como espero que haga Maloof.
—Maloof baila a un son diferente del mío. Mejor dicho, él no oye ningún son y no podría alzar una pierna aunque Terpsícore misma lo guiara.