—¿Con quién más has hablado de esto? ¿Con Tamurello?
—Con nadie, excepto contigo. ¡Hay que actuar con discreción!
—Has hecho bien.
Visbhume se puso en pie.
—¡Gracias, majestad! ¿Cuál será mi recompensa? Espero una agradable finca.
—Cada cosa a su tiempo. Antes debemos llevar este asunto hasta el final.
—¿Te refieres al niño? —preguntó huecamente Visbhume.
—Desde luego. Ahora tendría cinco años. Tal vez aún vive con las hadas.
Visbhume torció el gesto.
—Lo dudo. Son propensas a caprichos y arrebatos. Sus entusiasmos nunca duran. El niño habrá sido expulsado al bosque y devorado por las fieras.
—No lo creo. Hay que encontrar a ese niño, identificarlo y traerlo a Haidion. Es de la máxima urgencia. ¿Sabes dónde está Thripsey Shee?
—No, majestad.
El rey Casmir sonrió sombríamente.
—Como era de esperar, está cerca de la antigua morada de Graithe y Wynes… es decir, más allá de la aldea Glynwode, en el límite del bosque. Encuentra el shee
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e interroga a las hadas. Si es preciso, sedúcelas con una droga.
Visbhume soltó un chillido de consternación.
—¡Majestad, una palabra!
El rey Casmir, volviendo lentamente la cabeza, dirigió a Visbhume una mirada fría y azul como un lago glacial.
—¿No tienes más información que ofrecerme?
—No, majestad. Debo pensar largamente sobre el mejor modo de cumplir tus órdenes.
—No pierdas tiempo. Este asunto es de suma importancia… ¿Por qué esperas?
—Majestad, tengo necesidades.
—¿En qué sentido?
—Necesitaré un caballo acorde con mi condición, además de dinero para mis gastos.
—Habla con Rosko. Él solventará tus problemas.
El Sfer Arct, que entraba en la ciudad de Lyonesse desde el norte, bordeaba la más antigua ala de Haidion, luego continuaba a través de la ciudad hasta el Chale, la explanada que daba a la bahía. En esta intersección se encontraba la Posada de las Cuatro Malvas, donde Visbhume se alojó, al parecer desobedeciendo la orden del rey de darse prisa.
Visbhume cenó langosta fresca bañada en salsa de vino, mantequilla y ajo, y consumió una botella del mejor vino de la posada. A pesar de esta comida suculenta, comió sin apetito, con ánimo sombrío. Si se aproximaba a las hadas para fastidiarlas con preguntas, sin duda le harían objeto de malignas travesuras, pues se complacían en atormentar a las personas en quienes detectaban odio y temor, y ambas emociones abundaban en Visbhume.
Al terminar la cena, Visbhume fue a sentarse en un banco en un lado de la plaza, y mientras anochecía sobre la ciudad meditó sobre su misión. ¡Ojalá se hubiera esforzado más durante su aprendizaje con Hipólito! Pero sólo había adquirido técnicas fáciles y nunca había abordado las duras disciplinas necesarias para dominar plenamente el Gran Arte. Cuando huyó de Maule en el carro, se llevó algunas pertenencias de Hipólito: aparatos, libros, curiosidades y su gran trofeo, el Almanaque de Twitten. Había escondido estos objetos en un lugar secreto de Dahaut, donde ahora no le servían de nada, y no conocía ninguno de los conjuros necesarios para el traslado instantáneo.
Visbhume se rascó la larga nariz. El viaje instantáneo era uno de los conocimientos que debía sonsacar a Tamurello cuando las circunstancias fueran favorables. Hasta el momento Tamurello no le había revelado nada; en realidad a menudo su actitud era ambigua, y sus sarcásticos comentarios herían a Visbhume en lo más hondo, así que ahora se resistía a pedir ayuda a Tamurello por temor a sus burlas.
Pero ¿adonde más podía acudir? Las hadas eran criaturas muy caprichosas; para granjearse sus favores, o para obtener sus conocimientos, había que entretenerlas, o deleitarles los sentidos, o despertar su codicia, o quizá sólo su curiosidad. O su temor.
Visbhume reflexionó mucho rato, pero fue en vano, y por fin resolvió acostarse.
Por la mañana se enfrentó de nuevo a su problema.
—¡Soy Visbhume! —se dijo—. ¡Soy inteligente, penetrante, audaz!
¡Soy Visbhume el mago, quien invoca el alba y marcha por la vida con la frente ceñida por colores irisados, transportado por una música gloriosa!
Pero luego, con otra voz, se dijo:
—Todo esto está muy bien, pero ¿cómo ejercitaré mi poder en este caso?
Ninguna de las dos voces le ofreció respuesta alguna.
A media mañana, cuando estaba sentado en el banco, se le acercó un moro corpulento de barba negra que vestía turbante y djellaba. El moro lo miró con aire divertido y al fin dijo:
—¡Bien, Visbhume! ¿Cómo anda todo?
Visbhume lo miró con desconfianza, y al fin dijo:
—Señor, tienes una ventaja sobre mí. ¿Nos conocemos?
El moro rió.
—Pregúntate, Visbhume, ¿quién sabe de tu presencia en la ciudad de Lyonesse?
—Tres personas: el rey Casmir, su sirviente Rosko y otro personaje cuyo nombre conviene callar, por discreción.
—¿Será Tamurello el nombre que, en tu sabio recato, prefieres no mencionar?
—En efecto —Visbhume estudió la cara de barba negra—. Éste es un aspecto poco familiar.
Tamurello asintió.
—En realidad, se parece a mi apariencia original, de manera que me resulta cómoda. Pareces preocupado. ¿Cuál es la dificultad?
Visbhume explicó su problema con franqueza.
—El rey Casmir me ha ordenado que sonsaque información a las hadas, y estoy aquí pensando en diversos procedimientos, pero ninguno me parece apropiado. Para ser sincero, me asustan las jugarretas de las hadas. Me transformarán en garza, o me alargarán la nariz, o me lanzarán al cielo en un remolino.
—Los peligros son reales —admitió Tamurello—. Para eludirlos debes usar la destreza de un amante con su esquiva amada, o bien seducir a las hadas con maravillas.
—De acuerdo —gimió Visbhume—, pero ¿cómo?
Tamurello miró hacia la bahía.
—Ve al mercado —dijo al cabo—, y compra ocho madejas de hilo rojo y ocho más de hilo azul. Tráelas aquí y veremos.
Visbhume obedeció enseguida. Al regresar encontró a Tamurello sentado cómodamente en el banco. Visbhume iba a sentarse pero Tamurello le hizo una seña.
—Sólo hay lugar para uno. Muéstrame el hilo… Aja, esto servirá. Haz una pelota con el hilo rojo, y otra con el hilo azul. Aquí tengo un carrete que en apariencia ha sido tallado en madera de arce; obsérvalo, por favor —Tamurello mostró un objeto de cinco centímetros de diámetro—. Verás que tiene un orificio, y que en realidad no es de madera.
—¿Y qué es?
—Una pequeña e inteligente criatura que ha recibido instrucciones mías. ¡Ahora escucha con atención! Haz exactamente lo que digo; de lo contrario sufrirás males y volarás por el prado de Madling como garza o, más probablemente, como cuervo; a veces las hadas tienen un humor mordaz.
—No te preocupes. Retengo lo que me han dicho para siempre, pues mi memoria es como una crónica tallada en piedra.
—Una característica útil. Ve al prado de Madling y muéstrate dos horas después del amanecer. En el centro del prado verás un montículo. Al lado hay un viejo y nudoso roble. Allí está Thripsey Shee.
»Camina por el prado sin hacer caso a los ruidos, golpes, gorjeos y pellizcos: no significan nada. Las hadas sólo se divierten y no te harán ningún mal serio, a menos que les des razones, pateando, maldiciendo o mirando airadamente alrededor. Camina con aplomo, y en su curiosidad ni siquiera pensarán en fastidiarte.
»Cuando llegues al encorvado roble, sujeta un extremo del hilo rojo a una rama, luego retrocede hasta un par de jóvenes abedules, arrastrando el hilo rojo por el prado.
»Al llegar a los abedules, arroja la pelota de hilo rojo entre los troncos. No pases entre ellos. Luego introduce el extremo del hilo azul en el agujero del carrete y hazle un nudo para que quede sujeto. Arroja el hilo azul detrás del rojo y pronuncia las palabras que ahora te enseñaré —Tamurello le habló aparte al carrete—. No me hagas caso ahora, es sólo un ensayo. ¡Visbhume, atención! En el momento apropiado, di estas palabras: "¡Carrete, a tu trabajo!" Luego retrocede. No mires el carrete; no mires entre los árboles. ¿Queda claro?
—Completamente, en todo sentido. ¿Y luego?
—No puedo predecirlo. Si las hadas te hacen preguntas debes decir: «¿Quién habla? Mostraos; un hombre prudente no revela su sabiduría al aire». Luego, una vez que se muestren, debes negar que conoces el shee, para que no te acusen de ir con un propósito determinado. Cuando te pregunten qué has hecho, debes responder: «Esto es un nexo con el Hai-Hao, y nada puede pasar sin mi autorización».
—¿De verdad lo es? —preguntó Visbhume, fascinado por la maravillosa idea.
—Eso no importa. Lo que importa es que las hadas te crean.
—Supongamos que las engaño, y luego ellas se acuerdan y envían búhos para fastidiarme, como hicieron con el pobre Tootleman de Colina Nevada.
—¡Tienes razón! No obstante, el nexo es real, aunque dura sólo mientras el viento lo permite.
Visbhume hizo más preguntas, explorando las contingencias hasta que Tamurello se impacientó y se dispuso a partir.
—¡Una última cuestión! —exclamó Visbhume—. Si responden a mis preguntas, quizá me otorguen otros favores, como un Sombrero de la Sabiduría, Zapatos Veloces o una Cartera de la Abundancia para atender a mis necesidades.
—Pide lo que quieras —dijo Tamurello, sonriendo de un modo que Visbhume consideró algo desdeñoso—. Sin embargo, una advertencia: las hadas se muestran muy intolerantes con la avaricia.
Tamurello se levantó del banco, echó a andar por la plaza y se fue por el Sfer Arct.
Visbhume lo siguió con mirada sombría. La actitud de Tamurello no siempre era afectuosa y amable, como correspondía a un verdadero camarada. Pero, a fin de cuentas, el mago era un individuo digno. Había que aceptar sus caprichos y rarezas; tal era la esencia de la amistad.
Como aún era temprano, Visbhume también echó a andar por el Sfer Arct. En Haidion preguntó por Rosko, el subchambelán.
—Soy el caballero Visbhume. El rey me ha asegurado una bolsa con oro y monedas de plata, un buen caballo con sus correspondientes arreos, y todo lo que pueda necesitar. Por orden del rey, debes concederme lo que te pida.
—Espera aquí —indicó Rosko—. Debo comprobar cada detalle de esta solicitud.
—¡Esto es insultante! —protestó Visbhume—. ¡Te denunciaré al rey Casmir!
—¡Denuncia todo lo que quieras! —replicó Rosko, y fue a hablar con el palafrenero.
Una hora después, Visbhume salía de la ciudad y cabalgaba hacia el norte en una majestuosa yegua blanca de anchas ancas y cabeza gacha. Con voz estridente y ultrajada, Visbhume había exigido al palafrenero una montura más digna.
—¿He de llevar a cabo la misión del rey como un patán que va a entregar un saco de nabos? ¿No hay orgullo en los establos de Haidion, que entregan una jaca tambaleante a un caballero?
El palafrenero se señaló los oídos indicando lo que Visbhume sospechó era una sordera fingida; en cualquier caso, Visbhume tuvo que aceptar la montura, y la bolsa no reveló el cálido fulgor del oro.
Al llegar a la Calle Vieja, tomó hacia el este y cabalgó hasta el poniente, llegando a la aldea Pinkersley, donde se alojó en la Zorra y las Uvas. Al día siguiente llegó a Pequeña Saffield, y en la encrucijada enfiló hacia el norte. Pasó la noche en Tawn Timble, y al día siguiente prosiguió el viaje hasta Glymwode. Durante la tarde se familiarizó con el vecindario y, mediante cuidadosas preguntas, averiguó el paradero del prado de Madling: debía internarse más de un kilómetro por un sendero en el Bosque de Tantrevalles. Visbhume regresó a Glymwode y pernoctó en la Posada del Hombre Amarillo.
Al amanecer, Visbhume se puso en marcha por el sendero y llegó al prado de Madling. Descabalgó, sujetó la yegua a un árbol y, de pie bajo la sombra del bosque, inspeccionó el prado. Lo rodeaba una paz bucólica, sin más ruido que el zumbido de los insectos. Ranúnculos, margaritas, malvas, acianos y muchas otras flores salpicaban la hierba de colores. En el claro cielo azul flotaban nubes blancas. En el centro del prado se elevaba un montículo sobre el cual crecía un nudoso y viejo roble. No se veía ninguna criatura viviente.
Visbhume preparó las pelotas de hilo y avanzó hacia la luz del sol alejándose de la sombra del bosque. El silencio parecía aún más denso que antes.
Visbhume atravesó tranquilamente el prado, sin mirar a los lados. Se detuvo en el montículo y algo le tiró de la capa. Visbhume no prestó atención. Sacó la pelota de hilo rojo y sujetó un extremo a una rama del viejo roble.
Detrás del montículo se oyó una risita traviesa y sofocada. Visbhume fingió no oírla. Dio media vuelta y desplegando el hilo rojo, retrocedió hasta dos jóvenes abedules que se erguían a poca distancia del linde del prado. Oyó a sus espaldas un susurro y cuchicheos ahogados. Visbhume fingió no oírlos. Algo volvió a tirarle de la capa; Visbhume no prestó atención, y continuó caminando por el prado dejando el hilo rojo tras de sí. Se detuvo frente a los abedules y echó a rodar el resto del hilo rojo entre ambos árboles. Sacó el hilo azul y, siguiendo las instrucciones de Tamurello, sujetó el hilo al carrete. Lanzó el hilo azul después del rojo, arrojó el carrete al aire y exclamó:
—¡Carrete, a tu trabajo!
Recordando las advertencias de Tamurello, Visbhume se alejó a saltitos de los abedules. Con ojos entornados y la boca fruncida en una sonrisa beatífica, Visbhume contempló afablemente el prado, mientras que de alguna parte llegaba un sonido estridente, como el de una lezna raspando un alambre tenso.
Los estrechos hombros de Visbhume temblaban de curiosidad, pero el miedo era aún más intenso; arqueó el cuello tal como un perro pondría el rabo entre las patas. «¡Sería un tonto si ignorara las advertencias! —pensó Visbhume—. ¡Y, ante todo, no soy tonto!»
Algo le golpeó el flaco tobillo. Visbhume no prestó atención. Un par de dedos le toquetearon las nalgas, sobresaltándolo y arrancándole un chillido de alarma, lo cual provocó risitas sofocadas.
Palabras indignadas subieron a los labios de Visbhume; las hadas se estaban tomando excesivas libertades con su persona. Caminó diez pasos hacia el borde del prado. Volviéndose a medias, miró de soslayo el prado de Madling. ¡Maravilla de maravillas! A través de la bruma brillante que se arremolinaba alrededor del montículo, vislumbró una admirable estructura de azabache y cristal de criolita. Delgadas columnas soportaban cúpulas, altas arcadas y cúpulas más altas, y aún más, alineadas una sobre otra, junto con cien terrazas y balcones y, aún más arriba, un cúmulo de torres donde ondeaban pendones y banderines. En los sombríos salones colgaban candelabros de araña con incrustaciones de diamantes y piedras lunares, las cuales despedían destellos rojos, azules, verdes y púrpuras. Eso creía ver Visbhume, pero cada forma se desvanecía en la bruma en cuanto él intentaba distinguirla con claridad.