—Al menos ha desistido de su traición, o eso supongo. ¿Por qué no has hecho lo mismo?
Pirmence suspiró y sacudió la cabeza.
—Quién sabe. Te odio, pero también simpatizo contigo. Desprecio tu cándida simplicidad, pero admiro tu proyecto. Anhelo tu triunfo, pero lucho por tu derrota. ¿Qué pasa conmigo? ¿Dónde está mi error? Quizá deseo ser tú, y como esto no es posible te castigo. O, si prefieres decirlo con crudeza, he nacido para la mentira.
—¿Y qué dices del castillo Sank? ¿Tu información fue un mero señuelo para arrastrarme a mí y a muchos hombres valientes a la muerte?
—¡No, por mi honor! ¿Sonríes? No importa. Soy demasiado orgulloso para mentir. Sólo te dije la pura verdad.
Aillas miró al ska.
—Y tú, ¿tienes algo que decir?
—Nada.
—Eres joven, con una larga vida por delante. Si te perdono la vida, ¿prometerás que nunca volverás a actuar contra mí ni contra Ulflandia del Sur?
—No podría prometer tal cosa de buena fe.
Aillas llevó a Hilgretz aparte.
—Debo dejar este asunto en tus manos. No podemos excitar al campamento colgando a Pirmence y al ska justo antes de la partida. Habría demasiadas preguntas y demasiadas conjeturas.
—Déjalo en mis manos, majestad. Los llevaré al bosque, donde todo se hará en silencio.
—Así sea —suspiró Aillas, volviendo a sus mapas.
El crepúsculo aún coloreaba el oeste; en el este una tenue luna amarilla se elevaba sobre el Teach tac Teach. Aillas trepó a una carreta y arengó a sus tropas:
—Ahora vamos a luchar. No esperaremos el ataque de los ska, sino que marcharemos para atacarlos. Los ska se enfrentarán a una nueva experiencia, y quizá podamos vengar algunos de los crímenes que se han cometido contra esta tierra.
»Ahora sabéis por qué habéis recibido tan largo y duro entrenamiento: para que igualéis a los ska en capacidad militar. Estamos a la par de ellos excepto en un sentido: son veteranos. Cometen pocos errores. Os lo diré una vez más: debemos llevar a cabo nuestros planes, ni más ni menos. No os dejéis tentar por sus trucos ni por una repentina ventaja aparente. Quizá sea real, en cuyo caso explotaremos la situación, pero con prudencia. Lo más probable es que sea falsa y os conduzca a la muerte.
»Tenemos una ventaja. Los ska son pocos. No se pueden permitir el lujo de sufrir grandes pérdidas, y ésta será nuestra estrategia: maximizar sus bajas y reducir las nuestras. Eso significa golpear y escapar. ¡Ataque! ¡Retirada! ¡Nuevo ataque! ¡Estricto cumplimiento de las órdenes! No quiero heroísmo ni fanfarronería, sólo efectividad y determinación.
»No hay más que decir. Buena suerte.
Cuatro compañías ulflandesas y dos compañías troicinas de caballería pesada, al mando del caballero Redyard, partieron hacia el nordeste, donde custodiarían la ruta que iba de Suarach al castillo Sank. Las otras compañías se dirigieron al norte, hacia el castillo Sank, por un camino donde Aillas ya había sufrido amargas experiencias
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Sank funcionaba como centro administrativo de la región y era una escala en el viaje de las cuadrillas de obreros y esclavos que se dirigían a la gran fortaleza occidental de Poelitetz. Durante el período en que Aillas había sido esclavo doméstico, los habitantes de Sank eran el duque Luhalcx, su esposa Chraio, su hijo Alvicx, su hija Tatzel y un gran número de criados. Aillas, triste y solitario, se había prendado de Tatzel, quien, dada la situación, apenas reparaba en su existencia.
En aquel tiempo Tatzel tenía quince años. Delgada y enérgica, se comportaba con singular aplomo: un estilo vivaz, singular y exuberante, aunque demasiado seco y personal. Aillas la veía como una criatura que irradiaba imaginación e inteligencia, y cada detalle de su conducta lo cautivaba. Ella caminaba con pasos algo más largos de lo necesario, con una especie de impulso altivo y una expresión abstraída y decidida. Llevaba el negro cabello cortado al estilo ska, largo hasta las orejas, pero conservaba suficientes rizos para que flotaran. A pesar de su esbeltez, tenía una silueta redondeada, y femenina, y Aillas, cuando la veía pasar, a menudo deseaba abrazarla. Si hubiera cometido un acto tan atrevido, ella lo habría denunciado ante el duque y quizá lo hubieran castrado, así que procuraba contenerse. Tatzel ahora estaría en Skaghane con su familia, un hecho que en cierto modo defraudaba a Aillas, pues durante mucho tiempo había soñado con verla de nuevo en otras circunstancias.
Mientras la luna subía en el cielo, las columnas abandonaron Doun Darric. Aillas planeaba marchar de noche a la luz de la luna, precedido por exploradores que les advertirían de la existencia de pantanos y cenagales. Durante el día, las tropas se ocultarían en bosquecillos o en un recodo de los brezales. Si nadie los interceptaba ni se presentaban imprevistos, la expedición debía llegar al castillo Sank al cabo de cuatro noches de marcha. El país había sido arrasado; no encontrarían a nadie en el camino excepto pegujaleros y pastores a quienes no les importaba el paso de tropas durante la noche, y Aillas tenía razones para creer que su tropa llegaría por sorpresa al castillo.
En la mañana del tercer día, los exploradores condujeron las tropas hacia la carretera principal que bajaba de las viejas minas de estaño: un camino que a veces utilizaban los ska cuando se adentraban en Ulflandia del Sur, y por el cual Aillas había andado una vez con una soga al cuello.
Las tropas se ocultaron y descansaron durante el día, y al caer el sol continuaron la marcha sin tropezar con ningún contingente ska.
Poco antes del alba se oyó un zumbido distante, y Aillas lo reconoció e identificó: la voz del molino, donde una sierra de acero subía y bajaba impulsada por una rueda hidráulica, cortando en tablones los troncos de pino y cedro que los leñadores llevaban desde el Teach tac Teach.
El castillo estaba cerca. Aillas habría preferido dar descanso a las tropas después de la marcha nocturna, pero no había sitio donde ocultarse. Si continuaban el avance, llegarían a Sank durante la lánguida hora que precede al amanecer, cuando la sangre circula con lentitud y las reacciones son lentas.
No ocurría así con los soldados ulflandeses; con el corazón palpitante avanzaron por la carretera, formas oscuras perfiladas contra el cielo del alba: cascos trepidantes, arneses tintineantes, metal cantarín.
Al frente se erguía el castillo, con una sola torre elevándose desde la ciudadela central.
—¡Adelante! —exclamó Aillas—. ¡Entrad antes de que cierren la puerta exterior!
Cincuenta jinetes embistieron, seguidos por la infantería. En su arrogancia, los ska habían olvidado cerrar las puertas de madera e hierro de las murallas exteriores; las tropas ulflandesas irrumpieron en el patio sin encontrar resistencia.
Ante ellos se erguían el portal de la ciudadela y el castillo interior, pero los centinelas, recuperándose de su inmovilidad inicial, reaccionaron y bajaron el rastrillo ante las narices de los caballeros que atacaban.
Varios guerreros ska salieron de las barracas, vestidos y armados a medias; fueron abatidos al instante.
En las murallas de la ciudadela aparecieron arqueros, pero sus oponentes ulflandeses, trepando a la muralla exterior, mataron a varios e hirieron a algunos más, y los demás se ocultaron. Desde la ciudadela, un hombre saltó al tejado, corrió agazapado hacia los establos, cogió un caballo y huyó hacia los brezales. Aillas ordenó que lo persiguieran.
—Seguidlo un par de kilómetros, luego dejadlo ir. ¡Tristano! ¿Dónde está Tristano?
—Aquí, majestad —Tristano era el segundo en el mando.
—Lleva un contingente numeroso al molino. Mata a los ska y a todos los que se resistan. Quema los depósitos y rompe la rueda, pero deja el molino intacto. Algún día nos será útil. Trabaja deprisa y trae a los obreros. ¡Flews! Envía exploradores a todas partes, para que nadie nos ataque por sorpresa.
Altas llamaradas estallaron en los edificios, tiendas y cobertizos que rodeaban el castillo Sank. Los caballos fueron sacados de los establos, que también se alzaron en llamas. Los perros rastreadores fueron sacrificados, y las perreras incendiadas. Del dormitorio que había detrás del huerto salieron los criados, y el edificio fue entregado a las llamas.
Los esclavos comparecieron ante Aillas, quien los miró uno por uno. Allí estaba: el hombre alto y calvo de cara cetrina y zorruna, y párpados caídos, Imboden, el mayordomo. Y también aquel hombre delgado y apuesto, de expresión mercurial y cabello prematuramente cano: Cyprian, capataz de esclavos. Aillas sabía que eran parásitos que se valían de los hombres a su mando para prosperar.
Les indicó que avanzaran.
—¡Imboden, Cyprian! ¡Me alegro de veros! ¿Me recordáis?
Imboden permaneció en silencio, sabiendo que las palabras no servirían de nada, fuera quien fuese el hombre que lo interpelaba; miró al cielo como si estuviera aburrido. Cyprian fue más expresivo. Estudió a Aillas y exclamó con alegre sorpresa:
—¡Te recuerdo bien! Aunque tu nombre se me ha ido de la memoria. ¿Quieres suicidarte, que has regresado de este modo?
—¡Mi presencia aquí colma mis anhelos y esperanzas! —declaró Aillas—. ¿Recuerdas a Cargus, que era el cocinero? ¿Y a Yane, el encargado de la lavandería? ¡Cómo se alegrarían de estar hoy aquí y no en Troicinet, donde ambos ostentan el título de conde!
—¡Entiendo tu satisfacción! —respondió Cyprian sonriendo—. ¡Todos nosotros la compartimos, en mayor o menor grado! ¡Hurra! ¡Ahora somos hombres libres!
—Para ti y para Imboden la libertad será breve y amarga.
—¡Vamos, mi señor! —exclamó Cyprian con angustia, los ojos húmedos—. ¿No fuimos compañeros en los viejos tiempos?
—Recuerdo muy poco compañerismo —replicó Aillas—. Recuerdo el constante temor a la traición. Nadie sabrá cuántos hombres enviaste a la ruina. Uno solo bastaría. Flews, prepara un cadalso y cuelga a estos dos, justo delante de la ciudadela.
Imboden fue hacia su muerte en silencio, y se las compuso para demostrar un aburrido desprecio por todos los que lo rodeaban. Cyprian rompió a llorar:
—¡Es una infamia! ¡Es injusto que se trate de este modo a una persona que ha hecho tantas acciones buenas! ¿No tenéis misericordia? Cuando pienso en mis muchas bondades…
Los que habían estado bajo su mando se echaron a reír, diciendo:
—¡Colgadlo bien alto! Es aún más perverso que Imboden, que al menos no fingía. ¡La horca es demasiado buena para ese reptil!
—Colgadlo —decretó Aillas.
Desde el molino llegó Tristano con sus tropas, seguido por un desconcertado grupo de esclavos. Entre ellos, Aillas descubrió a otro viejo conocido: Taussig, quien había sido su primer capataz. Taussig, lisiado, pendenciero y con una sola meta en la vida, cumplir sus cupos laborales, reconoció a Aillas de inmediato y sin placer.
—Veo que te has vengado de Imboden y Cyprian. ¿Yo seré el próximo?
Aillas rió con amargura.
—Si colgara a todos los que me han perjudicado, dejaría una avenida de cadáveres por donde fuera. No te haré favores, pero tampoco te perjudicaré.
—¡Ya me has perjudicado! He trabajado diecisiete años para los ska; sólo me faltaban tres años para disfrutar de mi recompensa: cinco acres de buena tierra, una casa y una mujer. Me has arrebatado todo eso.
—Desde tu punto de vista, el mundo es un sitio lamentable, y quizá tengas razón —dijo Aillas.
El rey se volvió hacia los criados de la casa. Confirmó lo que ya sabía: que el duque Luhalcx, su esposa Chraio y su hija Tatzel estaban de visita en Skaghane. Se rumoreaba que el duque Luhalcx debía partir para una misión especial de suma importancia, mientras que Chraio y Tatzel regresarían en cualquier momento. Provisionalmente, Alvicx era el amo del castillo, y comandaba una guarnición de cuarenta guerreros, entre ellos algunos caballeros de notable trayectoria.
Aillas conocía bien las fortificaciones de la ciudadela del castillo: las murallas eran altas y de piedra sólida. En su afán de viajar sin impedimenta, no había traído máquinas de asalto, y no había tiempo para un sitio prolongado de la fortaleza; buscaba presas mayores.
Aillas se dirigió a los esclavos del castillo y del molino.
—De nuevo sois vuestros propios dueños, libres como el viento, y está abierto el camino del sur. Id a Doun Darric, sobre el río Malheu; allí presentaros al caballero Maloof, quien os encontrará trabajo. Si queréis matar ska, podéis alistaros en el ejército del rey. Coged alimentos del comedor y cargadlos en vuestros caballos; armaos como mejor podáis y llevad a Maloof estos caballos capturados en los establos del duque. Tú, Narles, a quien recuerdo como buena persona, estarás al mando. Para mayor seguridad, viajad de noche y dormid de día, ocultos. No tendréis problemas. La región está libre de ska.
—Hay ska en las minas de estaño —informó uno.
—En tal caso, no os acerquéis a las minas de estaño, a menos que optéis por tender una emboscada a los ska y asestar un buen golpe en nombre de vuestro nuevo rey.
—Temo que nos resulte imposible en este momento —dijo Narles con voz apagada—. Necesitamos todo nuestro coraje tan sólo para huir.
—Debéis hacer lo que consideréis oportuno —determinó Aillas—. De un modo u otro, partid de inmediato, y que la suerte os acompañe.
Los hombres partieron de mala gana.
Durante un par de días, Aillas causó el mayor daño posible al castillo Sank. Tres veces sus exploradores regresaron anunciando la cercanía de jinetes ska, que venían de Poelitetz. Las dos primeras partidas eran grupos pequeños de una docena de jinetes; cayeron ciegamente en emboscadas, y de pronto se encontraron rodeados por soldados con arcos tensos. En ambos casos ignoraron la orden de rendirse. Espoleando los caballos y arqueándose sobre la montura, intentaron romper el cerco y murieron al instante, evitando así a Aillas el incómodo problema de hacerse cargo de los prisioneros.
La tercera partida fue diferente. Estaba formada por ochenta jinetes de caballería pesada que venían de Poelitetz, sin duda en dirección a otro puesto de combate.
De nuevo Aillas los emboscó, ocultando a sus arqueros y caballeros en un matorral. Pronto apareció el contingente ska, que marchaba en filas de a cuatro: tropas templadas, confiadas pero no imprudentes. Llevaban cascos de acero esmaltados de negro y cotas de malla, además de grebas. Portaban lanzas cortas, espadas, bolas de hierro —las llamadas «estrellas de la mañana»—, arcos y flechas en aljabas colgadas de las sillas. Treinta y cinco caballeros troicinos atacaron desde el matorral, galopando cuesta abajo, lanza en ristre, y embistieron la retaguardia de la columna. Entre gritos de horror y sorpresa, las lanzas atravesaron las cotas de malla y arrancaron a los jinetes de los caballos, arrojándolos al polvo del camino.