—Le mostré al brujo Amach ac Eil de Caerwyddwn en la plenitud de mi dreuhwy
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negro.
El rey Casmir asintió con un gruñido.
—Invoco tu nombre por una razón. Mis empresas se estancan, y eso me provoca ira y frustración.
—¡Ah, Casmir, cómo desdeñas la buena fortuna que el Degollador te ha concedido! En Haidion te regodeas en la tibieza de ardientes hogares. Manjares suculentos se amontonan en tu mesa. Duermes entre sábanas de seda; tu indumentaria es del paño más fino; el oro adorna tu persona. Parece haber una apropiada población de efebos voluptuosos; no debes temer privaciones en este sentido. Cuando alguien provoca tu desagrado, dices dos palabras y lo asesinan, si tiene suerte. En caso contrario, va al Peinhador. En general, te considero un hombre afortunado.
Casmir pasó por alto la mordaz y exagerada alusión a sus apetitos; en realidad, era casi austero en su uso de sodomitas.
—Sí, sí, sin duda tienes razón. No obstante, estos comentarios describen tanto tu situación como la mía. Sospecho que a menudo te irritas cuando los acontecimientos no te complacen.
Una risa suave surgió de las sombras.
—¡Pero hay una diferencia entre los dos casos! Tú me llamas a mí, no yo a ti.
—Acepto la diferencia —murmuró Casmir.
—Aun así, has sabido encontrar mi punto débil. Murgen ha descubierto un par de mis artimañas y actúa como si el mundo se terminara, lo cual quizá suceda un día. ¿Has oído hablar de su último capricho?
—No.
—Hay un mago llamado Shimrod que vive en Trilda, cerca de la aldea Twamble.
—Conozco a Shimrod.
—Aunque no lo creas, Murgen designó a Shimrod para que me vigile y controle a fin de cerciorarse de que yo hago la voluntad de Murgen.
—Parece una situación irritante.
—No importa. Si Shimrod se devorara a sí mismo como una serpiente mordiéndose la cola, me daría lo mismo. Es fácil de confundir. Haré lo que ya he hecho en otras ocasiones, y el pobre Shimrod caerá en abismos inexplorados.
El rey Casmir presentó una cauta sugerencia:
—Quizá nuestros destinos vayan de la mano. Quizá podamos sacar partido de nuestra asociación.
De nuevo una suave risa en las sombras.
—¡Puedo poner cabezas de sapo a tus enemigos! ¡Puedo transformar en sebo la piedra de sus castillos! ¡Puedo hechizar el mar, para que cada ola arroje a la costa guerreros marinos con ojos de madreperla! ¡Pero no me está permitido! Ni siquiera, por algún capricho, me parecería aconsejable.
—Entiendo —dijo pacientemente el rey Casmir—. Sin embargo…
—¿Sin embargo?
—Sin embargo, ocurre una cosa. Persilian, el Espejo Mágico, me habló una vez, aunque yo no se lo había pedido. Sus expresiones desafían la realidad y la razón, y me causan gran desconcierto.
—¿Qué dijo?
—Persilian dijo lo siguiente: «El hijo de Suldrun podrá, antes de haber fenecido, ocupar su legítimo puesto ante Cairbra an Meadhan. Si logra ese cometido, para pesar de Casmir, la Mesa Redonda hará suya, y también el trono Evandig». Así habló Persilian, y no quiso añadir más. Cuando Suldrun dio a luz a su hija Madouc fui a interrogar a Persilian, pero ya no estaba. He cavilado largamente sobre este asunto. En esas palabras hay una sabiduría que yo no sé elucidar.
Al cabo de un momento la voz respondió:
—Me importan un cuerno tus aspiraciones, y no escucharé reproches si tus asuntos se van al traste. Sin embargo, mis propias fuerzas me llevan por un camino que durante un tiempo puede transcurrir paralelo al tuyo. Mi impulso es el odio. Se concentra en Murgen, su vástago Shimrod y el rey Aillas de Troicinet, quien me causó cruel e irreparable daño en Tintzin Fyral. No me consideres tu amigo, sino el enemigo de tus enemigos.
Casmir rió sombríamente. En Tintzin Fyral, Aillas había colgado a Faude Carfilhiot, amante de Tamurello, en un cadalso altísimo y delgado como la pata de una araña.
—Muy bien. Has hablado con claridad.
—No estés tan seguro —exclamó la hiriente voz—. ¡Tus suposiciones sobre mí siempre serán incorrectas! En este momento, las deliberadas afrentas de Murgen despiertan mi ira. Usa al charlatán Shimrod para hacerme frente y le ordena que me vigile para distraerme. Shimrod se está volviendo engreído y orgulloso, y espera que le rinda cuentas de mi conducta. Ja! ¡Mi conducta le dará una lección!
—Perfecto —dijo Casmir—. Pero ¿qué dices de la predicción de Persilian? Él habla de un hijo varón, pero Suldrun dio a luz una hija. ¿La predicción es falsa?
—¡No puedo asegurarlo! Estas aparentes contradicciones encierran a menudo una asombrosa verdad.
—En tal caso, ¿cuál podría ser esa «asombrosa verdad»?
—Sospecho que dio a luz otro niño.
Casmir parpadeó.
—No es posible.
—Pues bien, ¿quién era el padre?
—Un vagabundo. En mi furia me deshice de él.
—Quizá tuviera mucho que contarte. ¿Quién más podría brindar datos precisos?
—Estaba la doncella, y sus padres, quienes criaron a la niña —Casmir frunció el ceño al evocar el pasado—. Esa mujer era obstinada y se negaba a hablar.
—Se la podría engañar o convencer. Y quizá los padres también estén al corriente de datos que aún ignoras.
—Esa fuente está seca, a mi entender —gruñó Casmir—. Los padres eran viejos; tal vez hayan muerto.
—Tal vez. Aun así, puedo enviarte a un hombre que es un hurón para oler secretos.
—Lo aceptaría con mucho gusto.
—Escucha. Se llama Visbhume. Es un hechicero de poderes muy limitados y hábitos extraños, debidos tal vez a floraciones amarillas en las rendijas de su cerebro. No te fijes en sus peculiaridades, e impártele órdenes precisas, pues a veces es distraído. Visbhume no tiene escrúpulos; si quieres que estrangule a tu abuela, Visbhume te complacerá, con cuidado y cortesía. Y, si lo prefieres, también estrangulará a su propia abuela.
Casmir gruñó con expresión, incrédula.
—¿Se esfuerza en su trabajo?
—¡Ya lo creo! Una vez que empieza, es obsesivo; no para nunca, como si algo le zumbara siempre en la cabeza. No lo detienen el miedo, el hambre ni la lujuria; no le interesan los hábitos sexuales comunes, y prefiero ni enterarme de sus preferencias personales.
Casmir soltó otro gruñido.
—No me importan esas cosas, mientras cumpla con su deber.
—Es obstinado. Aun así, vigílalo de cerca, pues tiene una extraña personalidad.
Una vez a la semana, el rey Casmir administraba la justicia real en los fríos y grises aposentos jurídicos que había junto al Gran Salón. Su silla estaba emplazada en una tarima baja, detrás de una mesa maciza, con guardias con alabardas flanqueándole.
En estas ocasiones, el rey Casmir llevaba una gorra de terciopelo negra ceñida por una ligera corona de plata, junto con ondeante capa de seda negra. Creía, y con razón, que este atuendo realzaba el aire de sombría e implacable justicia que dominaba el aposento.
Durante los testimonios el rey Casmir permanecía inmóvil, fijando sus fríos ojos azules en el testigo. Pronunciaba las decisiones con voz neutra, sin consideraciones hacia el rango, la categoría o las relaciones, y en general con justicia, sin penas extremas ni crueles, para aumentar su reputación de gobernante sabio y equitativo en la comarca.
Concluidas las tareas del día, un subchambelán se acercó a la mesa.
—Majestad, un tal Visbhume espera audiencia. Afirma que está aquí por orden tuya.
—Tráelo aquí —Casmir despidió a los funcionarios judiciales y ordenó a los guardias que se apostaran frente a la puerta.
Visbhume entró en la sombría y solemne cámara y se encontró a solas con el rey. Avanzó con sus piernas zambas hasta detenerse ante la mesa, donde inspeccionó al rey Casmir con curiosidad de pájaro y poco respeto.
El rey Casmir experimentó disgusto ante esta actitud confianzuda, casi insolente. Frunció el ceño, y Visbhume sonrió para congraciarse.
El rey Casmir señaló una silla.
—Siéntate.
Tal como había anunciado Tamurello, Visbhume no causaba una impresión favorable: alto, de hombros estrechos, pecho hundido y caderas grandes, encorvado hacia adelante como si ansiara cumplir con su deber. Tenía cabeza y nariz estrechas y largas; el cabello negro, que parecía pintado sobre el cuero cabelludo, contrastaba con la tez pastosa. Sombras oscuras le rodeaban los ojos; la boca colgaba laxa sobre una barbilla puntiaguda.
Visbhume se sentó.
—¿Eres Visbhume, enviado aquí por Tamurello? —preguntó Casmir.
—En efecto, majestad.
El rey Casmir entrelazó las manos y dirigió a Visbhume su mirada más gélida.
—Hablame de ti.
—¡Con mucho gusto! Soy persona de muchos talentos, algunos inusitados e incluso singulares, aunque para el ojo distraído soy una persona corriente. Mis habilidades trascienden mi apariencia, soy astuto y sutil, estudio las ciencias arcanas, tengo una memoria precisa. Soy sagaz para desentrañar misterios.
—Un impresionante catálogo de atributos —comentó el rey Casmir—. ¿Eres de noble cuna?
—Majestad, nada sé sobre mi nacimiento, aunque ciertos indicios me inducen a sospechar que soy el resultado de un idilio ducal. Mis recuerdos más tempranos evocan una granja en el norte de Dahaut, cerca de la marca de Wysrod. Como niño abandonado, afronté una vida de labores idiotizantes. Oportunamente hui de la granja y llegué a ser sirviente, y luego aprendiz, de Hipólito el Mago, en Maule. Aprendí axiomas y principios del Gran Arte. ¡Me encaminaba hacia grandes metas! Mas, por desgracia, todo cambia. Hace diez años, en víspera de Glamus, Hipólito se fue de Maule volando en una teja y nunca regresó. Tras un respetuoso período tomé posesión del lugar. Quizá fui demasiado atrevido, pero así soy yo. ¡Marcho al son de una música que no oyen los oídos vulgares! Sonoras trompetas, reverberantes…
El rey Casmir lo interrumpió con un ademán impaciente.
—Tus sonidos interiores me interesan menos que las pruebas concretas de tu capacidad.
—Muy bien, majestad. Mis ambiciones despertaron la malevolencia de envidiosos conspiradores, y tuve que huir para salvar el pellejo. Uncí la cabra de patas de hierro de Hipólito a un carro, y escapé de Maule a la carrera. Con el tiempo me alié con Tamurello, con quien hemos intercambiado conocimientos específicos.
»En este momento me encuentro sin blanca, y cuando Tamurello mencionó tus problemas y me suplicó que te aliviara de tu angustia, acepté. Explica, pues, tus dificultades, para que yo pueda analizarlas.
—El caso es simple —empezó el rey Casmir—. Hace cinco años, la princesa Suldrun dio a luz una hija: la actual princesa Madouc. Circunstancias misteriosas rodean su nacimiento. Por ejemplo, ¿pudieron nacer mellizos? Cuando me interesé por estas cuestiones, tanto Suldrun como el padre habían muerto.
—¿Y se te entregó la niña?
—En efecto. Al principio la llevé a una tal Ehirme, una criada, quien la entregó a sus propios padres; éstos, a su vez, nos la devolvieron. Deseo conocer todos los detalles del caso, pues los pasé por alto en su momento.
—¡Aja! ¡Haces muy bien! ¿Quién era el padre de la niña?
—Nunca quedó claro. No veo más alternativa que investigar a la criada, quien entonces vivía en una granja en el sur, por el camino de Lirlong. Esto sucedió hace cinco años, pero quizá queden huellas.
—¡Confío en ello! Sin duda pronto averiguaremos la verdad.
Visbhume regresó a Haidion para informar acerca de sus hallazgos. En su vivaz entusiasmo, se acercó a Casmir con insolente familiaridad.
—¡La criada Ehirme, con toda su familia, se ha mudado a Troicinet!
El rey Casmir se apartó del aliento de Visbhume y le señaló una silla.
—Siéntate… Troicinet, dices. ¿Dónde lo averiguaste?
Visbhume se sentó haciendo aspavientos.
—Me dio la noticia la hermana de Ehirme, cuyo esposo pesca en el Agujero de Took. Más aún… —Visbhume ladeó la cabeza en un gesto de astucia—. ¿Adivinas?
—No. Habla de una vez.
—Graithe y Wynes son el padre y la madre de Ehirme. Ellos también se han mudado a Troicinet. La hermana dice que todos prosperan y viven como ricos propietarios, y detecto en ella cierta envidia que añade color al testimonio.
—Ya lo creo —había aquí razones para meditar. ¿Acaso el rey Aillas se interesaba por las cuestiones personales de Casmir?—. ¿Cuánto tiempo han vivido en Troicinet?
—Varios años. La mujer no me lo ha dicho con exactitud, y creo que no tiene noción del tiempo.
—Bien, no importa. Parece que ahora deberás cruzar el Lir para ir a Troicinet.
—¡Ay, aflicción y pesadumbre! —gimió Visbhume—. Pero iré, aunque detesto el incierto movimiento de una embarcación. Además, me resulta difícil olvidar las húmedas profundidades, que no están destinadas al hombre.
—Harás lo que se te ordena. Aillas aún está realizando sus expoliaciones en Ulflandia del Sur, y atenta contra mis planes. Ve pues a Troicinet; averigua todo lo que puedas, pues este asunto influye sobre la sucesión de mi trono.
Visbhume se inclinó hacia adelante, tiritando de curiosidad.
—¿Cómo es posible? ¡El príncipe Cassander es tu heredero!
—En efecto —dijo el rey Casmir—. Por el momento sólo preocúpate por los problemas que te planteo. ¿Cuáles son las circunstancias exactas en que nació la hija de Suldrun? ¿Podría haber dado a luz mellizos? En tal caso, ¿dónde está el otro niño? ¿Has comprendido?
—¡Desde luego! —afirmó Visbhume—. ¡Parto de inmediato a Troicinet, a pesar de mi temor por cada ola del cruel y negro mar! ¡Pero, por impetuosas que sean, no detendrán mi viaje! ¡Casmir, me despido!
Visbhume dio media vuelta y se marchó de la habitación con largas zancadas. Casmir agitó la cabeza y volvió a sus asuntos.
Una hora después, el chambelán anunció la llegada de un mensajero.
—Dice que ha venido deprisa; su mensaje está reservado sólo para tus oídos.
—¿Su nombre?
—Afirma que no significaría nada para ti ni para mí.
—Hazle entrar.
Un hombre joven y delgado con la cara llena de cicatrices se presentó en la cámara. El polvo del camino le había ensuciado la ropa; no parecía ocupar una posición encumbrada, y hablaba con acento de campesino.
—Majestad, me envía Torqual, quien asegura que le conoces bien.
—Es verdad. Habla.
—Torqual necesita monedas de oro para cumplir tu voluntad. Afirma que envió este mensaje a través de Shalles, y desea saber si enviaste oro bajo la custodia de Shalles o no.