Read Lyonesse - 2 - La perla verde Online

Authors: Jack Vance

Tags: #Fantástico

Lyonesse - 2 - La perla verde (23 page)

Por la mañana, el rey Casmir conferenció de nuevo con Shalles e intentó sonsacarle más información acerca de Torqual, pero Shalles se limitó a repetir lo que había contado el día anterior. Al fin el rey Casmir le entregó un paquete sellado.

—En el establo te aguarda un buen caballo. Tengo otra pequeña misión para ti. Cabalga al norte por el Camino de Icnield, hacia Pomperol. En la aldea Honriot dobla a la izquierda y entra en el Bosque de Tantrevalles, en Dahaut. Ve a Pároli y entrega personalmente este mensaje al hechicero Tamurello. Supongo que tendrá una respuesta para darte.

2

Shalles regresó a su debido tiempo a Haidion. Obtuvo una nueva audiencia con el rey Casmir, a quien entregó un paquete.

El rey Casmir no se apresuró a examinar el contenido. Dejó el envoltorio sobre la mesa y preguntó amablemente a Shalles:

—¿Cómo anduvo el viaje?

—Muy bien, majestad. Cabalgué deprisa hacia Pároli, y no tuve dificultades para encontrar el lugar.

—¿Y qué opinas de la casa?

—Es una espléndida mansión de plata, cristal y preciosa madera negra. Vigas de plata sustentan el techo, que es como la cubierta de una enorme tienda, salvo por el tejado de plata verde. La puerta estaba custodiada por un par de leones grises, del doble de tamaño de un león común, de pelambre lustroso como seda fina. Se irguieron sobre las patas traseras y exclamaron: «¡Alto, si valoras tu vida!». Declaré que era emisario del rey Casmir y me dejaron entrar.

—¿Y qué dices de Tamurello? Me han dicho que no se presenta dos veces con el mismo aspecto.

—En cuanto a eso, majestad, no puedo informarte. Parecía alto, muy delgado y pálido, con un mechón de cabello negro. Los ojos relucían como rubíes y la túnica tenía signos de plata bordados. Le di tu mensaje, y lo leyó al instante. Luego dijo: «Espérame aquí. No des siquiera un paso, o los leones te harán trizas.»

»Esperé, inmóvil como una piedra, mientras los leones me vigilaban. Tamurello regresó en seguida. Me dio el paquete que acabo de entregarte; y ordenó a sus leones que me dejaran partir. Regresé deprisa a Haidion, y no tengo más que contar.

—Bien hecho, Shalles —el rey Casmir miró el paquete como si estuviera a punto desabrirlo, pero se volvió de nuevo hacia Shalles—. Y ahora desearás una recompensa por tus servicios.

Shalles hizo una reverencia.

—Como te plazca, majestad.

—¿Y cuáles son tus deseos?

—Ante todo, majestad, deseo una pequeña finca cerca de Poinxter, en el condado de Graywold, donde reside mi familia y donde yo nací.

El rey Casmir apretó los labios.

—La vida bucólica vuelve a las gentes perezosas y holgazanas cuando abandonan el servicio del rey. Piensan más en las colmenas, el ganado y las viñas que en las necesidades del rey.

—A ser sincero, majestad, he llegado a una época de mi vida en que ya no sirvo para acechar a medianoche y participar en conspiraciones. Mi cerebro ha perdido agilidad, el vientre me ha crecido. Ha llegado la hora de que inicie una vida en que la gran aventura de cada día sea la caza del zorro. En pocas palabras, majestad, excúsame de prestar nuevos servicios. Estos meses me han proporcionado noches de temor y peligrosas escapatorias para toda una vida.

—¿Has pensado en alguna finca?

—No me he tomado tiempo para estudiar la región, majestad.

—¿Y qué recompensa crees que merecen tus esfuerzos de este breve período?

—Si me pagaras sólo por el tiempo, bastarían tres coronas de oro. Si preguntas el valor que doy a mi vida, no la vendería por diez caravanas cargadas de esmeraldas, ni aunque se añadieran, como estímulo, seis embarques de oro. Desearía, pues, que se me pagara teniendo en cuenta los riesgos a que he sometido mi apreciada vida, los invalorables complots y las inspiradas calumnias, las noches ventosas que he dormido en los brezales mientras la gente honesta se acurrucaba en el lecho. Majestad, me someto sin condiciones a tu generosidad. Me conformaría con una casa decente junto a un arroyo, con diez acres de bosques y tres o cuatro granjas para arrendar.

El rey Casmir sonrió.

—Shalles, si has puesto a mi servicio tanta elocuencia como al tuyo, tu solicitud es justa y modesta, y así debo juzgarla —escribió en un pergamino, firmó con una florida rúbrica y entregó el documento a Shalles—. He aquí un título real para una propiedad no especificada. Ve a Poinxter, elige un terreno que te guste y presenta este título al administrador del condado. No me lo agradezcas. Puedes marcharte.

Shalles hizo una obsequiosa reverencia y se fue.

El rey Casmir se quedó reflexionando frente al fuego. El paquete de Tamurello estaba sobre la mesa. El rey Casmir llamó a su ayudante Oldebor.

—¿Qué deseas, majestad?

—Sin duda recuerdas a Shalles.

—A la perfección, majestad.

—Ha regresado de una breve estancia en Ulflandia del Sur con expectativas exageradas y un conocimiento demasiado íntimo de mis asuntos. ¿Sugiere tu experiencia un modo de tratar con Shalles?

—Sí, majestad.

—Encárgate de ello. Va camino a Poinxter, en el condado de Graywold. Lleva un documento que yo he firmado y que deseo recuperar.

El rey Casmir volvió a mirar el fuego y Oldebor se marchó de la sala. Casmir abrió al fin el paquete, que contenía un mirlo embalsamado sobre un pedestal. Entre las patas del pájaro había un pergamino plegado que decía:

Para conversar con Tamurello, arranca una pluma del vientre del pájaro y quémala en la llama de una vela.

Casmir examinó el pájaro embalsamado, reparando en las alas caídas, las plumas enmohecidas y el pico entreabierto.

El aspecto del pájaro quizá comunicara una sugerencia sardónica. Sin embargo, la dignidad indujo a Casmir a ignorar cualquier idea excepto el propósito explícito del ave y su mensaje. Se marchó de la sala, bajó por una sinuosa escalera de piedra, atravesó una arcada y entró en la Galería Larga. Caminaba con paso resuelto, sin mirar a los lados, y los lacayos apostados en la galería erguían el cuerpo a su paso, sabiendo que la mirada aparentemente distraída de esos ojos azules captaba cada detalle.

El rey Casmir entró en el Salón de los Honores, una alta cámara reservada para las más solemnes ocasiones de etiqueta, a la cual había jurado traer el trono Evandig y la mesa Cairbra an Meadhan. El Salón de los Honores ahora estaba amueblado con un trono ceremonial, una larga mesa central y, alrededor de las paredes, cincuenta y cuatro sillas macizas que representaban las cincuenta y cuatro casas nobles de Lyonesse.

Casmir descubrió con fastidio que la princesa Madouc jugaba sola entre las sillas, saltando de una a otra, haciendo equilibrios sobre los brazos, deslizándose por debajo.

Casmir la observó unos instantes. Una niña extraña, pensó, extremadamente terca. Nunca lloraba, salvo en contadas ocasiones, en furiosos arrebatos, cuando alguien se atrevía a contradecirla. Qué distintas y al mismo tiempo qué parecidas eran Madouc y su madre Suldrun (Casmir pensaba que eran madre e hija), cuya soñadora mansedumbre había ocultado una obstinación similar a la del rey.

Madouc, reparando al fin en la fría mirada de Casmir, interrumpió sus juegos. Se volvió hacia el rey con un aire de curiosidad mezclado con disgusto ante esta flagrante invasión de su intimidad. Al igual que la princesa Suldrun, Madouc consideraba esta cámara como su dominio personal.

Casmir entró despacio, sin dejar de observarla con una fría mirada que pretendía amedrentar a aquella mocosa insolente. El pájaro embalsamado que traía Casmir llamó la atención de Madouc. Aunque la niña no reía ni sonreía, Casmir comprendió que a la princesa le divertía la situación.

Madouc, aburrida ya del pájaro y de Casmir, reanudó sus juegos. Saltó del brazo de una silla al de la siguiente, y se volvió para ver si Casmir estaba todavía en el salón.

El rey se detuvo junto a la mesa. Habló con voz serena que se volvió áspera y rechinante al retumbar en las paredes de piedra.

—Princesa, ¿qué haces aquí?

Madouc suministró al rey la información que le pedía.

—Juego con las sillas.

—Éste no es sitio para juegos. Ve a jugar a otra parte.

Madouc bajó de la silla y se fue a la carrera, del salón. Desapareció sin mirar atrás.

Casmir sorteó el Gran Trono de Haidion, fue hasta la pared de atrás y atravesó las cortinas para entrar en un aposento. Allí manipuló la cerradura de una puerta secreta, que se abrió de par en par dándole acceso a la cámara donde guardaba los objetos y artefactos mágicos. Su más valiosa pertenencia, Persilian, el Espejo Mágico, había desaparecido cinco años atrás, y Casmir aún ignoraba cómo lo habían robado y quién era el responsable. Por lo que sabía, nadie excepto él conocía la cámara secreta. Habría enloquecido al saber la verdad: que los culpables eran la princesa Suldrun y su amante Aillas, entonces príncipe de Troicinet, quienes se habían llevado el espejo a petición del mismo Persilian.

Casmir echó una mirada suspicaz alrededor, cerciorándose de que no le hubieran robado nada más. Todo parecía en orden. Una fluctuante y flamígera esfera verde y púrpura alumbraba la cámara. En un frasco había un duende que lo miraba fijamente mientras tamborileaba con las uñas en el vidrio, tratando de llamarle la atención. En una mesa descansaba un objeto astronómico, obsequiado a un antepasado de Casmir por la reina Dido de Cartago; y Casmir, como de costumbre, se agachó para examinar el instrumento, que era de una asombrosa complejidad. La base era una bandeja circular de plata en cuyo borde figuraban los signos del zodíaco. La esfera dorada del centro, le habían dicho a Casmir, representaba el sol. Nueve esferas plateadas de diversos tamaños rodaban en sendas circulares alrededor del centro, pero sólo los antiguos sabían con qué propósito. La tercera esfera a partir del centro iba acompañada por una esfera más pequeña y completaba su circuito en un año exacto, lo cual desconcertaba a Casmir: si el objeto era un cronómetro destinado a medir períodos anuales, ¿de qué servían las demás esferas, algunas de las cuales se movían casi imperceptiblemente? Casmir dejó de pensar en el objeto. Puso el pájaro embalsamado en un estante y lo examinó un momento. Al fin dio media vuelta. Antes de iniciar una conversación con Tamurello, debía decidir de qué hablaría.

Tras abandonar la cámara secreta, Casmir atravesó el Salón de los Honores y entró en la galería. La suerte quiso que se cruzara con la reina Sollace y el padre Umphred. Habían salido juntos en el carruaje real para elegir sitios apropiados para una catedral.

—Hemos encontrado un sitio óptimo —le dijo la reina Sollace a Casmir—. Lo hemos visto y mensurado: es el terreno que está al norte de la entrada de la bahía.

—¡Una dulce aura de santidad rodea ya a tu noble esposa! —declaró el padre Umphred con entusiasmo—. Me agradaría ver, flanqueando la imponente entrada frontal, dos estatuas labradas en bronce imperecedero: a un lado el noble rey Casmir, y al otro la santa reina Sollace.

—¿Acaso no he dicho que ese proyecto es poco práctico? —exclamó el rey Casmir—. ¿Quién pagará ese disparate?

El padre Umphred suspiró y alzó los ojos.

—El Señor proveerá.

—¿De verdad? —preguntó el rey Casmir—. ¿Cómo y con qué?

—«No pondrás otros dioses delante de mí.» ¡Así habló el Señor en el monte Sinaí! Cada nuevo cristiano puede compensar sus años de pecado dedicando su fortuna y sus afanes a la construcción de un gran templo. Así allanará su camino al paraíso.

Casmir se encogió de hombros.

—Si los necios quieren gastar así su dinero, ¿por qué he de oponerme?

La reina Sollace soltó un grito de alegría.

—Entonces, ¿contamos con tu autorización?

—Mientras respetes fielmente cada prescripción de la ley real.

—¡Ah, majestad, qué gloriosa noticia! —exclamó el padre Umphred—. Aun así, ¿a qué prescripciones de la ley debemos atenernos? Supongo que en este caso prevalecerá el uso consuetudinario.

—No sé nada de «usos consuetudinarios» —declaró Casmir—. Las leyes son muy simples. Primero, en ninguna circunstancia se puede exportar dinero u otros artículos de valor de Lyonesse a Roma.

El padre Umphred hizo una mueca.

—En ocasiones…

—Todo el dinero recaudado —continuó el rey Casmir— se debe declarar ante el ministro de Hacienda, quien fijará el impuesto correspondiente, el cual se deducirá antes de proseguir con otra cosa. También fijará un gravamen anual sobre la tierra.

—¡Ah, qué desalentadora perspectiva! —gruñó el padre Umphred—. ¡No es posible! ¡Ningún poder seglar puede imponer gravámenes a las propiedades eclesiásticas!

—En tal caso, me retracto y anulo mi autorización. Que no se construya ninguna catedral en Lyonesse, ni ahora ni nunca.

El rey Casmir siguió su camino, seguido por la afligida mirada de la reina Sollace y el padre Umphred.

—¡Es un hombre sumamente obstinado! —suspiró la reina Sollace—. He rezado para que el Señor introduzca en su corazón el bálsamo de la religión, y hoy he llegado a creer que mis plegarias recibían respuesta. Pero ahora ha tomado una decisión. Nunca cambiará, salvo por milagro.

—No puedo obrar milagros —dijo pensativamente el padre Umphred—, pero conozco ciertos datos que el rey Casmir ansiaría saber.

La reina Sollace lo miró inquisitivamente.

—¿De qué se trata?

—Querida reina, debo rezar pidiendo ayuda. La luz celestial ha de indicarme el camino.

El rostro de la reina cobró un aire petulante.

—Cuéntame y permíteme aconsejarte.

—¡Querida reina, querida y bendita dama! ¡No es tan fácil! ¡Debo rezar!

3

Dos días después, el rey Casmir regresó al aposento secreto. Arrancó una pluma del vientre del mirlo embalsamado y la llevó a su sala privada, junto al dormitorio. Encendió una vela en el hogar y arrojó la pluma en la llama, donde ardió exhalando volutas de humo acre.

Mientras el humo se disipaba en el aire, el rey Casmir llamó:

—¿Tamurello? ¿Me oyes? Soy yo, Casmir de Lyonesse.

—Bien, Casmir —dijo una voz desde las sombras—. ¿Qué deseas?

—¿Eres tú, Tamurello?

—¿Qué deseas de mí?

—Una señal de que estoy hablando realmente con Tamurello.

—¿Recuerdas a Shalles, quien ahora yace en una zanja degollado?

—Recuerdo a Shalles.

—¿Te contó cómo me vio?

—Sí.

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