—Gracias —dijo Tatzel con una débil sonrisa—. El entablillado era muy molesto. ¿Cómo puedo pagar tu curación?
—No quiero más que el placer de tu sonrisa —respondió Threlka—. Oh, si quieres, dame tres cabellos tuyos como recuerdo. Eso bastará.
—No es suficiente —intervino Aillas—. He aquí un penique de plata, que vale por una melena entera, y además es inservible en la magia, por si cayera en manos indignas.
—Sí, has hablado con sabiduría —convino Cwyd—. Y ahora es hora de dormir.
La tormenta gimió y rugió toda la noche en los brezales, y sólo empezó a amainar al romper el día. El sol despuntó en medio de una cataclísmica turbulencia negra, blanca, roja, rosada y gris; luego pareció afianzarse y desde un cielo muy negro envió largos haces de luz rosada sobre los brezales.
Cwyd avivó el fuego y Threlka preparó un potaje que consumieron con leche, bayas y lonchas de tocino frito de Aillas.
Threlka quitó el vendaje de la pierna de Tatzel y lo arrojó al fuego con un conjuro.
—¡Tatzel, ahora levántate y anda! ¡De nuevo estás sana!
Tatzel apoyó la pierna con cautela y descubrió con placer que no estaba dolorida ni rígida.
Aillas y Cwyd fueron a ensillar los caballos. Aillas preguntó:
—Si te hiciera preguntas acerca de las tierras por donde me propongo viajar, ¿te sentirías satisfecho si en compensación te obsequiara con varias monedas de cobre?
Cwyd reflexionó.
—Nuestras conversaciones han tocado varios tópicos interesantes. Yo podría describir cada recodo de un largo camino, recitando cada uno de los peligros con que tropezarás y su remedio, salvando así tu vida varias veces, y tú me recompensarías agradecido con un saco de oro. Sin embargo, si yo mencionara al pasar que el hombre a quien deseas ver al final de tu viaje está muerto, podrías agradecerme la información pero no me darías nada, aunque en los dos casos habría cumplido la misma función. ¿No hay en ello un desequilibrio inherente?
—Tienes razón —admitió Aillas—. La paradoja reside una vez más en las distorsiones que la codicia introduce en la trama de nuestras vidas. Sugiero que nos liberemos de este vicio innoble y procuremos ayudarnos mutuamente, sin reservas.
—En pocas palabras —gruñó Cwyd—, ¿rehúsas pagar por mi información?
—Si salvaras mi vida una sola vez, ¿cómo podría pagarte? El concepto carece de sentido, y por ello tales servicios se suelen brindar gratuitamente.
—Aun así, si yo salvara tu vida varias veces, así como la de tus padres, y la virtud de tu hermana, y me dieras una sola moneda de cobre, al menos podría tomarme una jarra de cerveza a tu salud.
—Muy bien —rió Aillas—. Dime lo que sepas. Quizá valga una moneda de plata.
Cwyd alzó las manos.
—Al menos, conversando contigo ejercito la lengua… ¿Hacia dónde te diriges?
—Hacia el norte, a Dun Cruighre de Godelia.
—Has tomado el camino correcto. A un día de cabalgata hacia el norte los brezales terminan en un gran declive: las Gradas de Cam. Se trata de una serie de salientes o terrazas dispuestas como gradas. Según el mito, el gigante Cam las talló para subir desde el lago Quyvern hasta los brezales. En la terraza superior encontrarás muchas tumbas antiguas; trátalas con el debido respeto. Ese lugar era sagrado para los antiguos rhedaspianos, que habitaron esta comarca hace tres mil años. Los fantasmas son frecuentes, y se dice que a veces se renuevan viejas amistades y renacen viejos antagonismos. Si por casualidad ves fantasmas, no digas nada ni te entrometas. Ante todo, nunca aceptes mediar como arbitro en uno de sus espectrales juicios. Actúa como si no oyeras nada y te ignorarán. Ésta es mi primera información.
—¡Y es muy buena!
—En la segunda terraza encontrarás un demonio que tiene el poder de cambiar de apariencia. Te recibirá cordialmente, te ofrecerá vino, comida y amable refugio. No aceptes nada, ni siquiera un vaso de agua fría. Cruza esa grada, a cualquier precio, mientras el sol está en el cielo. Al atardecer el demonio cobra su verdadera forma y tu vida correrá peligro. Si aceptas sus obsequios estás perdido. Ésta es la segunda advertencia.
—¡Es aún mejor que la primera!
—La tercera grada, la del medio, es bella e inofensiva, y allí puedes descansar, si lo deseas… Aun así, te aconsejo no entrar en ninguna cueva, choza ni agujero. Los dones que te ofrezca la tierra, agradéceselos al dios Spirifiume, que gobierna ese lugar y también un buen ducado en el planeta Marte. Ésta es la tercera información.
—Interesante, como de costumbre.
—Las gradas cuarta y quinta suelen ser seguras para el viajero, aunque en cierta medida todas están encantadas. Pasa por allí sin detenerte. Cuando llegues al lago Quyvern, descubrirás la Cornamenta de Kernuun, que es la posada de Dildahl, el Druida. Parece un hombre amable que ofrece hospitalidad a bajo precio. ¡No es verdad, y no debes probar su pescado! Te lo servirá de muchos modos, como huevas, en croquetas, en salmuera, en pastel y en sopa. Acepta sólo los platos cuyo precio está especificado. Ésta es la cuarta información.
—Todas las indicaciones son valiosas.
—La costa este del lago Quyvern es peligrosa porque hay cenagales, pantanos y marismas. La costa oeste escapa a mi conocimiento. Abundan los archidruidas, y hay además una secta complementaria de archidruidas femeninas, con quienes entablan relaciones sociales y comentan temas relacionados con su credo. Se dice que comen carne de niño en grandes banquetes, de acuerdo con un antiguo ritual. Las islas del lago Quyvern son sagradas para los druidas, y si las pisas tu vida corre peligro. Ésta es la quinta advertencia.
—¡Una vez más, sumamente interesante! ¡Estoy impresionado por tus conocimientos!
—El lago Quyvern desemboca en el río Solander, que fluye hacia el norte hasta el Skyre, mientras Godelia se extiende ante ti como un mal olor. Ésta es la sexta información.
Con un ademán, Cwyd dio a entender que había terminado. Sonrió modestamente, como esperando nuevas felicitaciones de Aillas.
—Ah Cwyd, querido amigo —suspiró Aillas—, tus informaciones son muy útiles. ¿Hay más?
—¿No he dicho suficiente? —preguntó Cwyd.
—Desde luego que sí, pero ¿no estarás ocultando tres o cuatro informaciones más, por si me muestro poco generoso con las otras seis?
—No. He revelado con franqueza todo conocimiento mío que pueda serte de valor.
—Pues aquí tienes una corona de oro, y has de saber que he disfrutado esta velada contigo. Más aún, te diré esto: soy amigo del mago Shimrod, así como del rey de Ulflandia del Sur y Troicinet. Si los acontecimientos te llevan cerca de esas personas, no tienes más que mencionar mi nombre y tus necesidades quedarán satisfechas.
—Señor, lamento que te vayas. Lo lamento tanto que te ofrezco otro día y otra noche por las tres cuartas partes del precio.
—¡Muy generoso! Pero no podemos detenernos más.
—En tal caso, te deseo buena suerte.
Aillas y Tatzel se alejaron de la casa de Cwyd y Threlka. Tatzel vestía ahora un blusa de campesina y pantalones holgados de tela casera color avena. Se había bañado; la ropa nueva y la curación de la pierna le inspiraron un buen humor sólo oscurecido por la presencia del odioso Aillas, quien aún pretendía ser su amo. Esa actitud la desconcertaba.
En Sank, según había admitido, había llegado a admirarla, pero ahora, en estos brezales solitarios, donde podía actuar a su antojo, optaba por contenerse. ¿Era la deferencia de un criado a una dama ska de alta cuna?
Tatzel estudiaba solapadamente a Aillas. Para ser extranjero era bastante apuesto, y Tatzel ya había notado que era muy limpio. La noche anterior, al escuchar su conversación con Cwyd, se había sorprendido de que un ex criado hablara con tanta elocuencia. Recordó el duelo con Torqual; había atacado al temido guerrero ska sin miedo, y al final Torqual se había acobardado.
Era evidente que Aillas no se consideraba un criado. Entonces ¿por qué se mantenía tan distante, incluso cuando ella lo provocaba, por capricho y coquetería? En grado ínfimo, desde luego, y controlando bastante la situación… pero de un modo u otro él la había ignorado.
¿Acaso ella no le atraía? ¿Olía mal? Tatzel sacudió la cabeza con desconcierto. El mundo era un lugar extraño. Miró alrededor. Después de la tormenta, el día lucía tranquilo y fresco, y pocas nubes surcaban el cielo. Más adelante, los brezales parecían esfumarse en el aire, en parte por la niebla y en parte por las Gradas de Cam, donde el suelo descendía en terrazas.
Al caer el sol, Aillas decidió acampar; las gradas quedaban a poco más de un kilómetro. Por la mañana esperó media hora después del amanecer antes de partir rumbo al norte. Pronto llegaron al borde de las gradas. Comarcas remotas se desplegaban ante ellos, y el lago Quyvern se extendía desde el pie de la quinta terraza.
Un borroso sendero bordeaba un arroyo que se precipitaba en la primera grada. Al cabo de cien metros el arroyo se despeñaba en una garganta abrupta y el sendero, sin duda abierto por reses vagabundas, desaparecía.
Aillas y Tatzel desmontaron y bajaron a pie; algo después llegaron a la primera terraza: un agradable prado de un kilómetro de anchura salpicado de amapolas rojas y consólidas reales de color azul. Robles solitarios de gran tamaño se erguían a intervalos, y cada uno revelaba una robusta individualidad. A lo lejos, una hilera irregular de tumbas desafiaba la intemperie y el tiempo. Todas exhibían una losa grabada con sinuosos caracteres rhedaspianos, incomprensibles para los hombres contemporáneos. Aillas se preguntó si los fantasmas mencionados por Cwyd aceptarían leer las inscripciones y así contribuir a la sapiencia de los eruditos. Era una idea interesante, y Aillas pensó que en alguna ocasión la comentaría con Shimrod.
Evitando las tumbas, y sin hallar fantasmas, Aillas y Tatzel llegaron al borde de la terraza y bajaron a la segunda. De nuevo descendieron por un camino sinuoso, a veces resbaladizo, y al fin llegaron a la grada.
—¡Ahora debemos ser prudentes! —advirtió Aillas a Tatzel—. Según Cwyd, una criatura maligna vive aquí, y puede mostrarse bajo cualquier aspecto. No debemos aceptar obsequios ni favores. ¿Comprendes? ¡No recibas nada de nada ni de nadie, o el demonio te matará! Vamos, crucemos esta grada con la mayor prisa posible.
La segunda grada, como la primera, era una larga franja herbosa de un kilómetro de ancho. Aquí y allá crecían robles solitarios, y a la izquierda un bosque de olmos y castaños impedía ver el horizonte del oeste.
A medio camino se encontraron con un joven que recorría la región. Era fornido y apuesto, con tez lozana, barba dorada y fuerte, rizos rubios y cortos. Llevaba un cayado, un morral y un pequeño laúd; una daga le colgaba del cinturón. Su chaquetón pardo y sus pantalones eran sencillos y cómodos; su gorra verde lucía una graciosa pluma roja. Al acercarse a Aillas y Tatzel se detuvo y saludó levantando la mano.
—Buena ventura. ¿Hacia dónde cabalgáis?
—Nos dirigimos hacia Godelia —respondió Aillas—. ¿Y tú?
—Soy un poeta vagabundo. Voy hacia donde me lleva el viento.
—Una vida agradable y despreocupada —comentó Aillas—. ¿No te interesa encontrar un hogar?
—Es un extraño dilema. A menudo hallo sitios que me incitan a quedarme, y me quedo, hasta que recuerdo otros sitios donde he encontrado alegrías y maravillas, y reanudo el viaje.
—¿Y ningún sitio te satisface?
—Jamás. El lugar que busco está siempre detrás de las lejanas montañas.
—No puedo ofrecerte ningún consejo sensato —dijo Aillas—. Excepto éste: no te demores aquí. Trepa a la cima de las Gradas antes de que termine el día: vivirás más tiempo.
El vagabundo soltó una risa cantarina y despreocupada.
—El temor sólo aqueja a los que ya están asustados. Hoy no he visto nada más peligroso que varios colibríes y este racimo de buenas uvas silvestres que ya estoy cansado de llevar.
Ofreció unas uvas frescas y rojas a Aillas y Tatzel. Tatzel extendió la mano complacida. Aillas le contuvo el brazo e hizo retroceder los caballos.
—Gracias, no tenemos hambre. En estas gradas es mejor no recibir ni dar nada. Hasta pronto.
Aillas y Tatzel se alejaron. Tatzel estaba enfurruñada.
—¿No te advertí que no aceptaras nada en esta grada? —exclamó Aillas.
—No parecía un demonio.
—¿No sería ése su propósito? ¿Dónde está ahora? —Miraron hacia el lugar por donde habían venido, pero el poeta vagabundo había desaparecido.
—Es muy extraño —admitió Tatzel.
—Como afirmó el mismo demonio, el mundo es un lugar de maravillas.
Una niñita de vestido blanco brincó desde debajo de un árbol, donde había estado trenzando guirnaldas de flores silvestres. Tenía el cabello largo y dorado y ojos azules; era tan bonita como sus flores.
—¿Adonde os dirigís —preguntó la niña, acercándose—, y por qué tan deprisa?
—Hacia el lago Quyvern y más allá —dijo Aillas—. Cabalgamos deprisa para reunimos pronto con nuestros seres queridos. ¿Y tú? ¿Siempre vagas tan libremente por estos lugares agrestes?
—Ésta es una región de paz. Es verdad que en las noches de luna los fantasmas marchan al son de su música espectral, y es un espectáculo digno de ver, pues visten armaduras de oro, hierro negro y plata, y yelmos de altas crestas. ¡Es hermoso verlos!
—Supongo que sí —dijo Aillas—. ¿Dónde vives? No veo casas ni cabañas.
—Allá, junto a los tres robles, está mi hogar. ¿No queréis venir a visitarlo? Me enviaron a recoger nueces y me entretuve entre las flores. Ten esta guirnalda, pues tienes un rostro agraciado y una voz suave —Aillas hizo retroceder el caballo
—¡Fuera de aquí con estas flores! ¡Me hacen estornudar! ¡Date prisa, antes de que Tatzel te pellizque la nariz! ¡No encontrarás nueces bajo los álamos!
La niña retrocedió.
—¡Eres un hombre brusco y cruel, y me has hecho llorar! —sollozó.
—Me da lo mismo.
Aillas y Tatzel se alejaron, dejando compungida a la niñita, pero al cabo de un instante se volvieron para mirar y no vieron a nadie.
El sol se elevó en el cielo, y sin más interrupciones llegaron al borde de la terraza. Aillas se detuvo para escoger el mejor camino para el descenso; el caballo de carga, entretanto, aprovechó la ocasión para bajar la cabeza y comer hierba del prado. Al instante, un hombre viejo y canoso de barba blanca llegó corriendo desde detrás de un árbol cercano.