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Authors: Clark Ashton Smith

Los mundos perdidos (25 page)

BOOK: Los mundos perdidos
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La cosa, parecía, era tan vieja como el planeta; una forma desconocida de vida primordial que había habitado siempre en las aguas de las cavernas. Ante ella, las facultades de los terrícolas estaban drogadas por un letargo maléfico, como si estuviese compuesta, en parte, del mineral opiáceo de su imagen. Se quedaron parados con sus linternas iluminando por completo el terror, y no podían moverse ni gritar cuando se levantó, repentinamente erecto, dejando al descubierto su escamosa barriga y la extraña cola doble que se deslizaba y arrastraba con un sonido metálico contra la roca. Sus numerosos pies, contemplados desde esta postura, eran huecos y semejantes a cálices, supuraban mefítica humedad. Sin duda, servían como ventosas, permitiéndole trepar sobre una superficie perpendicular.

Con una rapidez y una seguridad en sus movimientos inconcebibles, con cortos pasos de sus patas traseras, manteniendo el equilibrio con la cola, el monstruo se acercó a los hombres indefensos. Sin equivocarse, las dos probóscides se curvaron y sus extremos descendieron sobre los ojos de Chivers, que estaba parado con la cara levantada. Descansaron allí, cubriendo los párpados por completo... sólo un momento. Entonces resonó un grito agónico y salvaje, cuando los extremos huecos fueron retirados con un movimiento de barrido como el del ataque de una serpiente, flexible y vigoroso.

Chivers osciló lentamente, moviendo la cabeza y retorciéndose a causa del dolor, medio narcotizado. Maspic, de pie a su lado, vio de una manera oscura, como en sueños, las cuencas vacías de las que habían desaparecido los ojos. Fue lo último que vio. En aquel instante, el monstruo se volvió hacia él, y las terribles copas, goteando sangre y podredumbre, descendieron sobre los ojos del propio Maspic.

Bellman, quien se había detenido un poco detrás de los otros, contemplaba lo que ocurría como quien contempla las abominaciones de una pesadilla pero es impotente para intervenir o escapar. Vio el movimiento de los miembros terminados en copa, escuchó el único y atroz grito que fue arrancado de Chivers, y el grito que enseguida partió de Maspic. Entonces, por encima de las cabezas de sus compañeros, quienes todavía sostenían las inútiles linternas entre sus dedos rígidos, las probóscides se dirigieron hacia él...

Con la sangre chorreándoles fuertemente sobre la cara, con la sombra ciega, somnolienta, vigilante e implacable en sus talones, empujándoles adelante, frenándoles cuando estaban a punto de caerse por un precipicio, los tres comenzaron su segundo descenso por la carretera que les conducía, para siempre, a un Averno limitado por la noche.

YOH-VOMBIS

Si los médicos tienen razón en su diagnóstico, me quedan tan sólo unas pocas horas marcianas de vida. Durante esas horas, intentaré contar, como una advertencia a otros que podrían seguir nuestros pasos, los extraordinarios y terribles acontecimientos que dieron fin a nuestras investigaciones en las ruinas de Yoh-Vombis. Si mi narración sirve al menos para impedir futuras exploraciones, el contarla no habrá sido en vano.

Éramos ocho, arqueólogos profesionales con más o menos experiencia en la Tierra y extraplanetaria, que partimos con guías nativos desde Ignarh, la metrópoli comercial de Marte, para estudiar esta antigua ciudad, abandonada durante evos. Allan Octave, nuestro líder oficial, debía su mando a conocer más arqueología marciana que ningún otro terrícola sobre la superficie del planeta; y otros del grupo, como William Harper y Jonas Halgren, habían estado asociados con él en muchas de sus anteriores exploraciones.

Yo, Rodney Severn, era algo más novato, habiendo pasado apenas unos pocos meses sobre la superficie de Marte; y la mayor parte de mis incursiones ultraterrenas se habían visto confinadas a Venus.

Los desnudos aihais, de pecho esponjoso, habían hablado, de manera disuasoria, sobre vastos desiertos llenos de tormentas de arena en continuo movimiento, a través de los cuales debíamos pasar para alcanzar Yoh-Vombis; y, a pesar de nuestras generosas ofertas de paga, había resultado difícil contar con guías para el viaje. Por tanto, estuvimos satisfechos a un tiempo que sorprendidos, cuando alcanzamos las ruinas tras siete horas de movernos lentamente por la plana desolación, amarilla naranja y sin árboles, al sudoeste de Ignarh.

Contemplamos nuestro destino, por primera vez, al ponerse el pequeño y remoto sol. Durante un rato, creímos que las torres, sin techo e inclinadas como árboles, y los monolitos rotos eran los de una ciudad desconocida, distinta de la que buscábamos. Pero la situación de las minas, que se extendían formando una especie de arco cubriendo casi por completo una elevación, de una legua de longitud gnéisica, compuesta por roca desnuda y erosionada, junto al tipo de arquitectura, pronto nos convencieron de que habíamos encontrado nuestro objetivo.

Ninguna otra ciudad antigua de Marte estaba dispuesta de esa manera, y los extraños contrafuertes, de muchas terrazas, eran privativos de la raza prehistórica que había construido Yoh-Vombis.

He visto los venerables muros de Machu Pichu alzarse al cielo en medio de los desolados Andes; y las murallas congeladas de Uogam, obra de gigantes, en las tundras glaciales del hemisferio nocturno de Venus.

Pero éstas eran cosas como del ayer, comparadas con los muros que ahora contemplábamos. Toda la región estaba alejada de los vivificantes canales, más allá de cuyos contornos incluso la flora y la fauna más dañina era encontrada sólo raramente. Pero aquí, en este lugar de esterilidad petrificada, de miseria y soledad eternas, parecía que la vida nunca podría haber tenido lugar.

Creo que todos tuvimos la misma impresión cuando estuvimos de pie mirando en silencio mientras el pálido ocaso caía sobre las oscuras minas megalíticas. Recuerdo haber jadeado un poco, en un aire que parecía haber sido tocado por la frialdad irrespirable de la muerte; y escuché la misma aguda y laboriosa respiración procedente de otros de nuestro grupo.

—Este sitio está más muerto que una morgue egipcia —comentó Harper.

—Desde luego, es más antiguo —asintió Octave—. De acuerdo con las leyendas más dignas de confianza, los yorhis, quienes edificaron Yoh-Vombis, fueron exterminados por la actual raza gobernante hace, por lo menos, cuarenta mil años.

—Hay una historia, ¿no? —dijo Harper— sobre cómo los últimos supervivientes de los yorhis fueron destruidos por un agente desconocido..., algo demasiado horrible y fuera de lo normal como para ser mencionado ni siquiera en un mito.

—Por supuesto, he oído esa leyenda —asintió Octave—. Quizá entre las minas encontremos pruebas que la afirmen o la desmientan. Los yorhis pueden haber sido barridos por alguna terrible epidemia, como la pestilencia Yashta, que era una especie de hongo verde que se comía los huesos del cuerpo, junto con los dientes y las uñas. Pero no debemos temer contagiarnos. Si hay momias en Yoh-Vombis..., las bacterias estarán tan muertas como sus víctimas, después de tantos ciclos de deshidratación planetaria.

El sol se había puesto con una rapidez sorprendente, como si hubiese desaparecido por medio de una especie de prestidigitación, más que por el proceso normal de su puesta. Sentimos al instante el frío del verdiazul ocaso; y el éter sobre nosotros era como una enorme cúpula transparente de hielo sin sol salpicado con un millón de brillos apagados que eran las estrellas. Nos pusimos nuestras capas y nuestros gorros de piel marciana, que siempre debíamos llevar por la noche; y, dirigiéndonos al oeste de las murallas, establecimos nuestro campamento a su socaire, para estar un poco protegidos del jaar, el cruel viento del desierto que siempre sopla antes del alba. Entonces, encendiendo las lámparas de alcohol, que habían sido traídas con propósitos culinarios, nos agrupamos en torno a ellas mientras la cena era preparada y consumida.

Después, por comodidad más que por cansancio, nos retiramos pronto a nuestros sacos de dormir; y los dos aihais, nuestros guías, se envolvieron en los pliegues de sus telas de bassa, semejantes a mortajas, que es toda la protección que sus pieles correosas parecen necesitar, incluso a temperaturas por debajo de cero.

Hasta dentro de mi gordo saco, de forro doble, notaba el rigor del aire de la noche; y estoy seguro de que fue esto, más que ninguna otra cosa, lo que me mantuvo despierto mucho rato e hizo mi eventual reposo algo intranquilo e interrumpido. En cualquier caso, no estaba preocupado ni por el menor presagio de alarma o peligro; y me habría reído ante la idea de que algo peligroso podía acechar en Yoh-Vombis, entre cuya pasmosa e insospechable antigüedad, los propios fantasmas de sus muertos habían de haberse desvanecido en la nada hacía mucho tiempo.

Debí quedarme adormecido una y otra vez, con intervalos de estar despierto a medias. Por fin, durante uno de estos intervalos, fui vagamente consciente de que las lunas gemelas, Fobos y Deimos, proyectaban enormes y alargadas sombras sobre las torres sin techo; sombras que casi tocaban las formas brillantes y embozadas de mis compañeros.

Toda la escena estaba encerrada en una tranquilidad pétrea, y ninguno de los durmientes se revolvió. Entonces, cuando mis párpados estaban a punto de cerrarse, recibí una impresión de movimiento desde la oscuridad congelada; y me pareció que una parte de la sombra delantera se había separado y se arrastraba en dirección a Octave, que descansaba más cerca de las ruinas que los demás.

Incluso a través de mi pesado letargo, me sentí molesto por una advertencia de algo antinatural y tal vez ominoso.

Empecé a incorporarme, y, mientras me movía, el objeto umbrío, lo que quiera que fuese, retrocedió y se mezcló de nuevo con la sombra más grande. Su desaparición me sorprendió despertándome por completo; y, con todo, no podía estar seguro de haber visto la cosa. En aquel breve vistazo final me había parecido como un trozo de tela o cuero, toscamente circular, oscuro y arrugado, de diez o doce pulgadas de diámetro, que corría por el suelo doblándose como un gusano, plegándose y estirándose de una manera sorprendente mientras avanzaba.

No volví a dormirme en casi una hora; y, de no haber sido por el frío extremo, me habría levantado, indubitablemente, e investigado para asegurarme si había contemplado un objeto de una naturaleza tan fuera de lo común o si sencillamente lo había soñado. Pero me convenció, más y más, que se trataba de algo demasiado improbable y fantástico como para haber sido otra cosa que el producto de un sueño. Y, por fin, comencé a cabecear con un sueño ligero.

Me despertó el suspiro, gélido y demoníaco, del jaar a través de las paredes melladas, y vi que la débil luz de la luna había recibido la ascensión incolora de un alba temprana. Todos nos levantamos y preparamos nuestros desayunos con dedos que se quedaban atontados a pesar de las lámparas de alcohol.

Mi rara experiencia visual de la noche había adquirido, más que nunca, una irrealidad fantasmagórica; y no le dediqué más que un pensamiento pasajero y no se la mencioné a los otros. Estábamos ansiosos por comenzar nuestras exploraciones; y, un poco más tarde de la puesta de sol, comenzamos nuestro paseo inicial de examen.

Por extraño que pareciese, los dos marcianos se negaron a acompañarnos; impasibles y taciturnos, no ofrecieron una razón explícita, pero, evidentemente, nada les induciría a entrar en las ruinas de Yoh-Vombis. Si estaban o no asustados de las ruinas, fuimos incapaces de establecerlo; sus caras enigmáticas, con sus pequeños ojos oblicuos y enormes fosas nasales abiertas, no traicionaban ni miedo ni ninguna otra emoción comprensible al hombre. Como respuesta a nuestras preguntas, simplemente dijeron que ningún aihai había puesto el pie entre las ruinas desde hacía mucho tiempo. Aparentemente, había algún tabú misterioso relacionado con aquel lugar.

Como equipo en aquel paseo preliminar, nos llevamos tan sólo dos linternas eléctricas y una palanca de hierro. Nuestras otras herramientas, y algunos cartuchos de explosivo de alta potencia, los reservábamos para emplearlos más tarde, en caso de que resultasen necesarios una vez que hubiésemos explorado el terreno. Uno o dos llevábamos armas automáticas; pero éstas también fueron dejadas atrás, porque parecía absurdo imaginar que alguna forma de vida sería encontrada entre las ruinas.

Octave estaba visiblemente nervioso al comenzar nuestra inspección; y mantuvo un fuego constante de comentarios y exclamaciones. El resto de nosotros estuvo tranquilo y silencioso; era imposible apartar el sombrío temor y el asombro que nos provocaban aquellas piedras megalíticas.

Avanzamos alguna distancia por entre los edificios triangulares con terrazas, siguiendo las calles en zigzag que correspondían a esta peculiar arquitectura. La mayoría de las torres estaba, más o menos, en ruinas; y, por todas partes, vimos la profunda erosión ocasionada por ciclos de viento soplando y por la arena que, en muchos casos, había gastado, redondeándolos, los ángulos afilados de los poderosos muros. Entramos en algunas de las torres, pero encontramos en su interior el más completo vacío. Lo que quiera que hubiesen contenido a manera de mobiliario debía haberse deshecho en el polvo hacía mucho tiempo; y el viento había sido soplado lejos por las inquisitivas galernas del desierto.

Al cabo, llegamos al muro de una vasta terraza, tallada de la propia meseta. En esta meseta, los edificios centrales estaban agrupados en una especie de acrópolis. Un tramo de escaleras, comidas por el tiempo, diseñadas para miembros más largos que los de los hombres o incluso de los larguiruchos marcianos modernos, permitía el acceso a la plataforma tallada.

Parándonos, decidimos retrasar nuestra investigación de los edificios superiores, los cuales, más expuestos que los demás, se hallaban doblemente ruinosos y estropeados, y lo más probable es que poco tuviesen que ofrecernos como recompensa a nuestros esfuerzos. Octave había comenzado a expresar su desilusion ante nuestro fracaso a la hora de encontrar un artefacto que arrojase alguna luz sobre la historia de Yoh-Vombis.

Entonces, un poco a la derecha de la escalera, encontramos una entrada en la pared principal, medio bloqueada por antiguos escombros. Detrás del montón de detritus, encontramos el nacimiento de un tramo de escaleras descendentes. De la abertura salía oscuridad, mustia con la primordial estancación de la podredumbre; y no podíamos ver por debajo del primer escalón, que daba la impresión de estar suspendido sobre una sima negra.

Arrojando el rayo de su linterna en el abismo, Octave comenzó a descender por las escaleras. Su ansiosa voz nos llamó para que le siguiésemos.

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