Read Los mundos perdidos Online
Authors: Clark Ashton Smith
—Agradezco vuestra hospitalidad —dije haciendo una reverencia—. Soy Cristóbal Morand, estudiante de derecho, de camino desde Tours hacia la finca de mi padre cercana a Moulins. También yo soy un bibliófilo, y nada me agradaría más que inspeccionar una biblioteca tan rica y curiosa como ésta de la que habláis.
En adelante, mientras yo terminaba de cenar, nos dedicamos a discutir sobre los clásicos, y a intercambiar citas y pasajes de autores latinos, griegos y cristianos. Mi anfitrión, como enseguida descubrí, era un estudioso de méritos poco comunes, con una erudición, una soltura con la literatura tanto antigua como moderna, que hacía parecer la mía la del más sencillo principiante por comparación. Él, por su parte, fue tan amable como para alabar mi latín, que distaba bastante de ser perfecto, y, para cuando hube terminado mi botella de vino tinto, estábamos charlando como viejos amigos. Todo mi cansancio se había evaporado para ser sustituido por una rara sensación de bienestar y regalo físico, combinado con una sensación de alerta y agudeza mentales. Así que, cuando el abad sugirió que hiciésemos una visita a la biblioteca, asentí con entusiasmo.
Me condujo a través de un largo pasillo, a cuyos lados había celdas que pertenecían a los hermanos de la orden, y abrió, con una gran llave de bronce colgada de su cintura, la puerta de un amplio cuarto con elevado techo y varias profundas ventanas. En verdad, no había exagerado los recursos de la biblioteca, porque los estantes estaban sobrecargados de libros, y muchos volúmenes se hallaban apilados sobre las mesas o almacenados en una esquina. Había rollos de papiro, vitela y pergamino; extrañas biblias bizantinas o coptas; viejos manuscritos árabes o persas con portadas decoradas con flores o joyas; montones de incunables procedentes de las primeras imprentas; innumerables copias de autores antiguos realizadas por monjes, encuadernadas en madera o marfil, con ricas ilustraciones y caligrafía que era a menudo una obra de arte por sí misma.
Con un cuidado que resultaba, a un tiempo, cariñoso y escrupuloso, el abad Hilarión colocó ante mí volumen tras volumen para que los inspeccionase. Muchos de ellos no los había visto nunca antes, y algunos me resultaban desconocidos hasta de oídas. Mi excitado interés y mi genuino entusiasmo le agradaban sin duda, pues al final oprimió un resorte oculto en una de las mesas de la biblioteca y extrajo un largo cajón, en el cual, me dijo, estaban guardados ciertos tesoros que él prefería no sacar a la luz para la educación o el recreo de muchos, y cuya propia existencia no era ni siquiera imaginada por los frailes.
—Aquí —continuó— verás tres odas de Cátulo que no encontrarás en ninguna edición de sus obras. Además, hay una copia de un manuscrito original de Safo..., una versión completa de un poema que, de otra forma, es conocido sólo en breves fragmentos; aquí hay dos de las historias perdidas de Mileto, una carta de Pericles a Aspasia, un diálogo desconocido de Platón, una vieja obra árabe de astronomía, de autor desconocido, que se anticipa a las teorías de Copérnico. Y, por último, la Histoire d’Amour, por Bernard de Vaillantcoeur, que tiene un poco de mala fama; fue destruida inmediatamente después de publicada y sólo se conoce que exista otra copia.
Mientras contemplaba, con una mezcla de temor y curiosidad, los inauditos y únicos tesoros que me mostraba, vi, en una esquina del cajón, lo que parecía ser un delgado volumen con una encuadernación sin adornos ni título en cuero oscuro. Me atreví a cogerlo y vi que contenía unas pocas hojas manuscritas, de caligrafía apretada, en francés antiguo.
—¿Y esto? —pregunté volviéndome para mirar a Hilarión, cuyo rostro, para mi asombro, había adquirido repentinamente una expresión melancólica y preocupada.
—Es mejor no preguntarlo, hijo mío —se persignó mientras hablaba, y su voz no era ya jovial, sino dura, agitada y llena de una triste inquietud—. Hay una maldición sobre esas páginas que sostienes entre tus manos: un embrujo maligno, un poder del mal está unido a ellas, y aquel que se aventura a leerlas está en adelante en grave peligro tanto de cuerpo como de alma —me quitó el pequeño volumen mientras hablábamos, y lo devolvió al cajón, persignándose de nuevo cuidadosamente mientras lo hacía.
—Pero, padre —me atreví a decir—, ¿cómo pueden ser tales cosas posibles? ¿Cómo puede existir un peligro en unas pocas hojas de pergamino?
—Cristóbal, existen cosas que quedan más allá de tu capacidad de comprender, cosas que no es bueno para ti que sepas. La fuerza de Satanás se manifiesta de diversos modos, de maneras engañosas; existen otras tentaciones además de las del mundo y la carne, hay maldades que no son menos sutiles que irresistibles, y herejías y nigromancias que no son las practicadas por los brujos.
—¿De que tratan entonces estas páginas, qué tal peligro oculto, qué semejante poder maldito se esconde en ellas?
—Te prohíbo preguntar —su tono era muy riguroso y expresaba una determinación que me disuadió de realizar nuevas preguntas.
—Para ti, hijo mío —continuó diciendo—, el peligro será doblemente grande, porque eres joven, ardiente, lleno de deseos y curiosidades. Créeme, es mejor que te olvides hasta de que has visto este manuscrito —cerró el cajón oculto, y, mientras lo hacía, el aspecto de melancólica preocupación fue sustituido por el anterior de bondad—. Ahora —dijo mientras se volvía a una de las estanterías—, te mostraré la copia de Ovidio que fue propiedad del poeta Petrarca —era de nuevo el erudito maduro, el anfitrión amable y jovial, y resultaba evidente que no se debía mencionar de nuevo el manuscrito prohibido. Pero su extraña inquietud, las oscuras y temibles pistas que había dejado caer, los vagamente terroríficos términos de su prohibición, todo ello había servido para despertar mi curiosidad más exacerbada, y, aunque consciente de que la obsesión era irracional, fui incapaz de pensar en ningún otro tema durante el resto de la noche.
Todo tipo de especulaciones fantásticas, absurdas, escandalosas, ridículas y terribles desfilaron por mi cerebro mientras admiraba debidamente los incunables que Hilarión tomaba de los estantes, con tanta delicadeza, para mi entretenimiento.
Por último, hacia la medianoche, me condujo a mi cuarto, un lugar especialmente reservado para los visitantes, con mayores comodidades y verdadero lujo en sus cortinas, alfombras y cama mullidamente acolchada, de lo que resultaría admisible en las celdas de los frailes o del propio abad. Incluso cuando Hilarión se hubo retirado, y había comprobado a mi satisfacción lo mullido del lecho que me había sido asignado, las preguntas relativas al manuscrito prohibido todavía hacían que me diese vueltas la cabeza. Aunque la tormenta ahora había cesado, tardé bastante en conciliar el sueño, pero el reposo, cuando finalmente llegó, fue profundo y sin sueños.
Cuando me desperté, un río de rayos de sol, claros como el oro derretido, se vertían a través de la ventana. La tormenta había desaparecido del todo, y ni el menor atisbo de nubes resultaba visible en ninguna parte del cielo de octubre azul cerúleo. Corrí a la ventana y contemplé un mundo que era todo bosques otoñales y campos que brillaban con los diamantes de la lluvia. Era hermoso, resultaba idílico hasta un extremo que sólo podía ser apreciado por alguien que, como yo, hubiese vivido durante mucho tiempo dentro de las murallas de una ciudad, con edificios como torres en vez de árboles y pavimento empedrado donde debería haber habido hierba. Pero, siendo como era encantador, la escena retuvo mi atención tan sólo unos momentos, porque, más allá de la cima de los árboles, divisé una colina, que no estaría a más de un kilómetro y medio de distancia, sobre cuya cumbre se alzaban las ruinas de un viejo castillo, resultando claramente visible que sus murallas estaban rotas y derrumbándose. Atraía mi mirada de una manera irresistible, con una sensación subyugante de fascinación romántica que, de alguna manera, me parecía tan natural, tan inevitable, que no me paré a pensar en analizarla o en sorprenderme, y, habiéndolo visto, no podía apartar la mirada, sino que permanecí ante la ventana durante no sé cuánto tiempo, sometiendo a un escrutinio tan minucioso como fui capaz, los detalles de cada torre agitada por el tiempo y cada bastión. Alguna fascinación indefinible era inherente a la forma, a la extensión, a la manera en que el gran edificio estaba dispuesto..., alguna fascinación que no era diferente de la ejercida por un compás de música, por una mágica combinación de palabras y acordes, por las facciones de un rostro amado. Mirando, me perdí en ensueños que no fui capaz de recordar después, pero que dejaron detrás de ellos la misma tentadora sensación de delicias innombrables que los sueños olvidados de la noche a veces dejan.
Fui llamado a las realidades de la vida por un amable golpe en mi puerta, y me di cuenta de que se me había olvidado vestirme. Era el abad, quien venía a preguntar qué tal había pasado la noche, y para decirme que el desayuno estaría listo cuando me apeteciese levantarme.
Por alguna razón, me sentí algo molesto, y hasta avergonzado, por haber sido sorprendido soñando despierto, y, aunque esto resultaba sin duda superfluo, me disculpé por mi tardanza. Hilarión, creí, me lanzó una mirada afilada e inquisitiva que fue rápidamente ocultada cuando, con la delicada cortesía de un buen anfitrión, me aseguró que no había nada de lo que tuviese que disculparme en absoluto.
Cuando hube desayunado, dije a Hilarión, con muchas muestras de gratitud por su hospitalidad, que había llegado el momento en que debía reanudar mi viaje. Pero su tristeza ante el anuncio de mi partida era tan genuina, su invitación a quedarme por lo menos otra noche era tan de corazón, que acepté quedarme. En verdad, no fueron necesarios muchos ruegos, porque, además de la auténtica estimación que sentía hacia Hilarión, el misterio del manuscrito prohibido había esclavizado por completo mi imaginación, y era reacio a partir sin haber descubierto nada más concerniente a éste. Por otra parte, para un joven con inclinaciones eruditas, la facilidad con la que se me ofrecía la biblioteca del abad era un raro privilegio, una oportunidad preciosa que no debía pasarse por alto.
—Me gustaría —le dije— realizar ciertos estudios mientras me encuentre aquí, con la ayuda de vuestra incomparable biblioteca.
—Hijo mío, eres más que bienvenido a quedarte durante cualquier período de tiempo, y puedes tener acceso a mis libros cuando convenga a tus necesidades o a tus inclinaciones —diciendo esto, Hilarión se quitó la llave de la biblioteca de su cinturón y me la entregó—. Existen deberes —continuó— que me tienen apartado del monasterio durante unas pocas horas al día, y, sin duda, tú desearás estudiar durante mi ausencia.
Un poco más tarde, se excusó y se marchó. Felicitándome para mis adentros de que la oportunidad deseada hubiese caído tan fácilmente en mis manos, me apresuré en dirección a la biblioteca, sin ningún otro pensamiento que mirar el manuscrito prohibido. Sin echar apenas un vistazo a las estanterías repletas de libros, busqué la mesa con el cajón secreto, y tanteé buscando el resorte. Tras un rato de retraso angustioso, pulse el punto adecuado y saqué el cajón en un impulso que se había convertido en una auténtica obsesión, una fiebre de curiosidad que bordeaba en auténtica locura, y, si la seguridad de mi alma hubiese en verdad dependido de ello, no podría haberme negado a satisfacer el deseo que me obligaba a tomar del compartimento el delgado volumen con encuadernación lisa y sin título.
Sentándome en una silla próxima a una de las ventanas, comencé a leer sus páginas, que eran solo seis. La caligrafía era peculiar, con unos caracteres cuya forma era de una fantasía que nunca antes había encontrado, y el idioma francés era no sólo antiguo, sino prácticamente barbárico a causa de su excéntrica singularidad. A pesar de la dificultad con que las descifré, una excitación loca, inexplicable, corrió por mi ser con las primeras palabras, y continué leyendo sintiéndome como un hombre que ha sido hechizado o ha bebido un filtro de potencia sorprendente.
No había título, no había fecha, y el escrito era una narración que comenzaba casi tan abruptamente como terminaba. Trataba de un tal Gerardo, conde de Venteillon, quien, en la víspera de su boda con la bella y renombrada señorita Eleanor de Lys, se había encontrado en el bosque, cerca de su castillo, una extraña criatura medio humana, con pezuñas y cuernos. Ahora bien, como la narración explicaba, Gerardo era un joven caballero de valor probado, al mismo tiempo que un buen cristiano; así que, en el nombre de nuestro Salvador, Jesucristo, ordenó a la criatura que se detuviese y explicase lo que era.
Riéndose estruendosamente en el crepúsculo, el extraño ser hizo cabriolas frente a él y gritó:
—Un sátiro soy, y tu Cristo es menos para mí que las malas hierbas que en el patio de tu cocina crecen.
Asqueado ante semejante blasfemia, Gerardo habría desenvainado su espada y dado muerte a la criatura, pero ésta gritó de nuevo diciendo:
—Conténte, Gerardo de Venteillon, y un secreto te contaré que, conociéndolo, olvidarás la adoración de Cristo y a tu hermosa novia de mañana, y al mundo la espalda darás y al propio sol sin dudas ni arrepentimientos.
Ahora, aunque fuese a medias contra su voluntad, Gerardo prestó oído al sátiro, y éste se acercó y le habló en susurros. Y lo que le susurró no se sabe, pero, antes de desaparecer de nuevo entre las sombras del bosque que se oscurecían, habló de nuevo en voz alta y dijo:
—El poder de Cristo ha prevalecido como una negra escarcha sobre todos los bosques, los campos, los ríos y las montañas donde habitaron en su felicidad las alegres diosas inmortales y las ninfas del ayer. Pero aún, en las cavernas de la tierra semejantes a criptas, en parajes lejanos de las profundidades, semejantes a ese Infierno de las fábulas de tus sacerdotes, allí habita la hermosura pagana, allí gritan los paganos éxtasis —y, con estas últimas palabras, la criatura se carcajeó de nuevo con su risa salvaje e inhumana, y desapareció entre el ramaje cada vez más oscuro del bosque.
A partir de ese momento, a Gerardo de Venteillon le sobrevino un cambio.
Volvió a su castillo con el rostro triste, sin decirles a sus lacayos palabras alegres y amables, como era su costumbre, sino que se quedaba sentado o daba paseos en silencio, sin hacer caso de las viandas que colocaban ante él. Tampoco fue a visitar a su novia al caer la tarde, como había prometido, sino que, alrededor de la medianoche, cuando una luna menguante se había puesto roja como levantándose de un baño de sangre, salió clandestinamente por la puerta trasera del castillo, y, siguiendo un sendero viejo, medio borrado, a través de los bosques, se abrió camino hasta las ruinas del Château de Faussesflammes, que se levanta en la colina frente a la abadía benedictina de Périgon.