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Authors: Clark Ashton Smith

Los mundos perdidos (56 page)

Continué hasta la plataforma de piedra, que se levantaba en un amplio claro entre las casas delanteras. Tenía, quizá, unos diez pies de altura, y un tramo de tortuosas escaleras proporcionaba acceso a ella. Ascendí los peldaños e intenté llamar la atención de la gente agrupada en torno al instrumento que parecía una esfera armilar. Pero me ignoraban de una manera demasiado completa, y estaban concentrados en las observaciones que realizaban. Algunos de entre ellos daban la vuelta hacia la gran esfera; otros estaban consultando distintos mapas geográficos y celestiales; y, basado en mis conocimientos náuticos, podía ver que algunos de sus compañeros estaban tomando la altura del sol con una especie de astrolabio. Todos tenían la misma expresión de perplejidad y de concentración de sabio que había observado en los demás.

Viendo cómo mis esfuerzos para llamar su atención resultaban estériles, abandoné la plataforma y vagabundeé por las calles en dirección al puerto. Lo extraño y lo inexplicable de todo esto era demasiado para mí; me sentía cada vez más alienado de los reinos de la experiencia y de la conjetura racionales; que había caído en algún limbo ultraterreno de confusión y de irracionalidad, en el callejón sin salida de una dimensión ultraterrestre. Estos seres estaban confusos y perdidos de una manera bastante palpable; era evidente que sabían tan bien como yo que había algo que estaba mal con la geografía, y quizá con la cronología, de su isla.

Me pasé el resto del día vagabundeando, pero no encontré en ningún sitio a alguien que fuese capaz de notar mi presencia; y en ningún sitio había nada que me tranquilizase o disminuyese mi siempre creciente confusión de mente y espíritu. Por todas partes había hombres, y también mujeres; y, aunque comparativamente pocos entre ellos estaban grises y arrugados, todos me comunicaban una sensación de vejez inmemorial, de años y de ciclos más allá de los archivos y del cuento. Todos estaban preocupados, todos tenían una concentración febril, y estaban estudiando mapas o consultando antiguas tabletas y volúmenes, o mirando fijamente el mar y el cielo, o estudiando las tabletas de bronce de los paralelos astronómicos por la calle, como si, haciéndolo así, pudiesen, de alguna manera, encontrar el error en sus cálculos. Había hombres y mujeres de edad madura, y algunos con rasgos frescos y tersos de la juventud; pero en todo el lugar vi solamente un niño, que no estaba menos perplejo y preocupado que sus mayores. Si alguien comió o bebió o hizo algunos de los actos normales de la vida diaria, no fue ante mi vista; y concebí la idea de que habían vívido de esta manera, obsesionados por el mismo problema, a través de un período de tiempo que habría parecido eterno prácticamente en cualquier otro mundo que no fuese el suyo.

Llegué hasta un gran edificio, cuyo abierto portal era tan oscuro como las sombras que había en su interior. Mirando, descubrí que se trataba de un templo; porque, a lo largo de su crepúsculo desierto, con el ambiente cargado por el humo estancado de incienso quemado, los ojos rasgados de una imagen maligna y monstruosa se fijaron en mí. La cosa estaba hecha aparentemente con madera o con piedra, con brazos como de gorila, y las malignas facciones de una raza subhumana. Por lo poco que pude ver en las tinieblas, no era agradable de contemplar; y abandoné el templo y continué con mis paseos.

Entonces, llegué al puerto, donde los barcos de vela naranja estaban amarrados a un muelle de piedra. Habría unos cincos o seis en total: eran pequeñas galeras, con una única fila de remos, y mascarones de proa metálicos modelados con la forma de dioses primordiales. Estaban indescriptiblemente gastados por las olas de años incontables; sus velas eran trapos pudriéndose; y, no menos que el resto de las cosas en esta isla, daban la impresión de una terrible antigüedad.

Era fácil suponer que sus mascarones grotescamente tallados habían tocado los muelles, hundidos desde hacía evos, de Lemuria.

Regresé a la aldea; y nuevamente intenté, en vano, que sus habitantes notasen mi presencia. Después de un rato, mientras andaba de calle en calle, el sol se puso más allá de la isla; las estrellas aparecieron rápidamente en un cielo de terciopelo púrpura.

Las estrellas eran grandes y brillantes, y de una densidad innumerable; con los ojos de un marinero experto, las estudié con ansiedad; pero no conseguía descubrir las constelaciones acostumbradas, aunque aquí y allá creí notar una distorsión o un alargamiento de algún grupo conocido. Todo estaba desesperadamente torcido, y el desorden se arrastró hasta mi propio cerebro, al intentar de nuevo orientarme, y notar que los habitantes de la ciudad seguían ocupados con una empresa similar...

No tengo manera de medir la duración de mi estancia en aquella isla. El tiempo no parecía tener ningún significado correcto allí; y, aunque lo hubiese tenido, mi estado mental no admitía un cómputo preciso. Todo era tan imposible y tan irreal, tan parecido a una absurda y preocupante alucinación; y, la mitad del tiempo, pensaba que se trataba sencillamente de una continuación de mi delirio..., que probablemente seguía flotando a la deriva en el bote.

Después de todo, ésta era la hipótesis más razonable; y no me extraña que aquellos que han escuchado mi narración se nieguen a admitir otra. Yo estaría de acuerdo, a no ser por uno o dos detalles bastante materiales...

La manera en que yo vivía también me resulta bastante vaga, además. Recuerdo haber dormido debajo de las estrellas, fuera de la ciudad; recuerdo haber comido y bebido; y haber observado a aquellas gentes día tras día, mientras continuaban con sus cálculos desesperados.

A veces, iba a las casas y me servía comida; y una o dos veces, si es que lo recuerdo correctamente, dormí en el sofá de una de ellas sin que los dueños me lo impidiesen o me hiciesen caso.

No había nada que pudiese romper el hechizo de su obsesión u obligarles a hacerme caso; y enseguida abandoné el intento. Me parecía, conforme transcurría el tiempo, que yo mismo no era menos irreal, menos dudoso o insustancial, que lo que su desprecio parecía indicar.

En medio de mi asombro, me descubrí preguntándome si resultaría posible alejarse de la isla. Me acordaba de mi bote, y recordaba, además, que no tenía remos. Y entonces, hice preparaciones de tanteo para el viaje. A plena luz del día, ante la vista de los habitantes de la ciudad, cogí dos remos de una de las galeras del puerto, y me los llevé acarreándolos al lugar en que estaba oculto mi bote.

Los remos eran pesados, sus palas eran anchas como abanicos, y sus empuñaduras estaban decoradas con jeroglíficos de plata. Además me apropié de dos jarras de barro de una de las casas, pintadas con figuras barbáricas, y me las llevé a la albufera, con la intención de llenarlas de agua potable cuando me marchase. También reuní una provisión de comida. Pero, de alguna manera, el rompecabezas de la isla había paralizado mi iniciativa, e, incluso cuando todo estaba preparado, retrasaba mi partida. Además, yo sentía que los habitantes de la isla deberían haber intentado marcharse innumerables veces en sus galeras, y siempre habían fracasado. Así, me quedé como un hombre atrapado en una ridícula pesadilla.

Una tarde, cuando habían salido todas aquellas estrellas distorsionadas, me di cuenta de que algo fuera de lo normal estaba sucediendo. La gente ya no estaba parada en grupos, con sus estudios y discusiones habituales, sino que todos se apresuraban al edificio que parecía un templo. Les seguí y miré por la puerta.

El lugar estaba iluminado por antorchas encendidas que proyectaban sombras demoníacas sobre la multitud, y sobre el ídolo ante el cual se inclinaban. Se quemaban perfumes y se entonaban cantos en la lengua, con una miríada de vocales, a la cual mi oído se había acostumbrado. Estaban invocando a aquella terrible imagen de brazos de gorila y rostro mitad humano y mitad animal; y no me resultaba difícil adivinar el propósito de esa invocación. Entonces las voces se apagaron hasta un triste susurro, el humo de los hisopos se hizo más tenue, y el niño pequeño que una vez había visto fue empujado adelante al espacio vacío entre la congregación y el ídolo.

Había creído, por supuesto, que el dios era de piedra o de madera, pero, en un chispazo de terror y consternación, me pregunté si había estado equivocado. Porque los ojos oblicuos se habían abierto más, y los largos brazos terminados en uñas como cuchillos se levantaron lentamente y alcanzaron adelante. Y colmillos afilados como flechas fueron mostrados en la sonrisa bestial de la cara inclinada.

El niño estaba tan inmóvil como un pájaro ante los ojos hipnóticos de una serpiente; y ya no había un solo movimiento, ni siquiera un susurro, partiendo de la multitud que esperaba...

No puedo recordar lo que sucedió entonces; siempre que intento recordarlo, hay una nube de horror y de oscuridad en mi cerebro.

Debo haber salido del templo y escapado a lo largo de la isla bajo la luz de las estrellas; pero de esto tampoco recuerdo nada. Mi primer recuerdo es remar en dirección al mar a través del estrecho canal por el que había entrado a la albufera. Y, después de eso, huyo, día tras día, sobre un mar calmado y sin una onda bajo un sol de incandescencia cegadora; y más noches debajo de las estrellas enloquecidas; hasta que los días y las noches se convirtieron en una eternidad de torturado cansancio; y mi comida y mi agua se agotaron; y mi hambre y mi sed, y una calentura febril con alucinaciones hirvientes que me hacían revolverme, eran todo de lo que yo era consciente.

Una noche, recuperé los sentidos un rato, y me quedé tumbado mirando al cielo. Y, una vez más, las estrellas eran las de los cielos correctos; y di gracias a Dios por ver la cruz del sur, antes de que volviese a hundirme en el coma y en el delirio.

Y, cuando recobré la conciencia de nuevo, estaba tumbado en la cabina de un buque, y el médico de a bordo estaba inclinado sobre mí.

En ese barco, todos fueron muy amables conmigo. Pero, cuando intenté contarles mi historia, sonreían compasivos; y, después de algunas intentonas, aprendí a guardar silencio. Sentían curiosidad por los dos remos con mangos de plata y por las jarras pintadas que encontraron conmigo en el bote; pero fueron, si acaso, demasiado francos a la hora de rechazar mi explicación. Ni una isla ni una gente semejante podrían concebiblemente existir, dijeron; era contrario a todos los mapas que se habían trazado, y llamaba mentirosos, directamente, a todos los etnólogos y geógrafos.

A veces, yo mismo me hago preguntas al respecto, porque hay bastantes cosas que no puedo explicar. ¿Hay una parte del océano Pacífico que existe más allá del tiempo y del espacio?... ¿Un limbo oceánico en el cual, a través de un cataclismo desconocido, esta isla desapareció en un período desconocido, como la propia Lemuria se hundió debajo de las aguas? ¿Y, si así es, por qué ruptura de las leyes dimensionales se me permitió alcanzar esa isla y partir de ella?

Estas cosas quedan más allá de mi capacidad de especular.

Pero a menudo veo en mis sueños las estrellas irreconociblemente distorsionadas, y comparto la confusión y la frustración de una gente perdida, mientras se inclinan sobre sus inútiles cartas y toman la altitud de un sol desviado.

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