Read Los mundos perdidos Online
Authors: Clark Ashton Smith
Impuro y bestial como el fragmento de una locura atávica, el ídolo parecía dormitar sobre el altar. Atormentaba el cerebro con un terror lento e insidioso, atacaba los sentidos con una emanación de sopor, una influencia como de mundos primarios anteriores a la creación de la luz, en los cuales la vida podría parir y devorar suciamente en medio del barro ciego.
—¿Y esta cosa realmente existe? —a Bellman le pareció escuchar sus propias palabras a través de una película de sueño que le acechaba, como si fuese otro quien hubiese hablado y le hubiese despertado.
—Es el habitante —murmuró Chalmers. Se inclinó hacia la imagen, y sus dedos extendidos temblaron sobre ella en el aire, moviéndose de un lado a otro como si estuviese a punto de acariciar ese horror blanco.
—Los yorhis hicieron el ídolo hace tiempo..., no sé cómo fue fabricado —continuó—, y el metal con el que lo moldearon es distinto de cualquier otra cosa... un nuevo elemento. Hagan lo que yo... y no les importará tanto la oscuridad..., no echas de menos tu vista aquí, ni la necesitas. Se beberán el agua podrida del lago, se comerán crudos las babosas, los peces ciegos del lago y los gusanos. Y les cogerán el gusto..., y no se darán cuenta si el habitante viene y les atrapa.
Incluso mientras hablaba, comenzó a acariciar el caparazón giboso y la plana cabeza de reptil. Su ciego rostro adquirió la expresión de debilidad somnolienta de un comedor de opio, su voz murió en medio de murmullos inarticulados, como los sonidos sobrepuestos de algún denso líquido. En torno a él, había un ambiente de extraña depravación subhumana.
Bellman, Chivers y Maspic, mirando sorprendidos, se dieron cuenta de que el altar estaba cubierto de marcianos blancos. Varios de ellos se amontonaban en el lado opuesto a Chalmers, en la cima, y también comenzaron a acariciar al ídolo, como si fuese algún fantástico ritual del tacto. Con sus delgados dedos trazaban su repugnante silueta, sus movimientos parecían seguir un orden estrictamente trazado del cual ninguno de ellos se desviaba. Emitían sonidos que eran como los chirridos de murciélagos con sueño. Sobre sus caras brutales aparecía impreso un éxtasis narcótico.
Completando la extraña ceremonia, los devotos de primera fila se apartaron de la imagen. Pero Chalmers, con movimientos lentos y somnolientos, con la cabeza inclinada sobre su pecho desgastado, continuó acariciándola.
Con una extraña mezcla de asco, curiosidad y empuje, los hombres de la Tierra, impulsados por los marcianos que estaban detrás de ellos, se acercaron y colocaron las manos sobre el ídolo. Todo el asunto resultaba muy misterioso, y de algún modo asqueroso, pero parecía sensato seguir las costumbres de sus captores.
La cosa resultaba fría al tacto, y pegajosa como si hubiese descansado recientemente en un lecho de barro. Pero parecía estar viva, crecer y latir bajo las yemas de sus dedos. De ella, en fuertes ondas incesantes, surgía una emanación que sólo podía ser descrita como una electricidad o un magnetismo opiáceo. Era como si algún poderoso alcaloide, que afectase los miembros a través de un contacto superficial, estuviese siendo suministrado por el metal desconocido. Rápida e irresistiblemente, Bellman y los otros notaron una oscura vibración que recorría todos sus miembros, nublándoles la vista y llenándoles la sangre de sopor. Meditando somnolientos, intentaron explicarse a sí mismos el fenómeno en términos de ciencia terrícola, y entonces, conforme la narcosis aumentaba más y más, se olvidaron de sus especulaciones.
Con sentidos que flotaban en una oscuridad extraña, eran vagamente conscientes de la presión de la multitud de los cuerpos que les sustituían en la cima del altar. Entonces, algunos entre ellos, retirándose como saciados de la emanación parecida a una droga, les arrastraron a través de los escalones oblicuos hasta el suelo de la caverna, junto al lánguido y empapado Chalmers. Conservando aún sus linternas en dedos sin nervio, vieron que el lugar rebosaba de la gente blanca, quienes se habían reunido para la ceremonia maldita.
A través de manchas de sombra que se oscurecían, los hombres les contemplaron mientras trepaban arriba y abajo de la pirámide, como un friso vivo y leproso.
Chivers y Maspic, rindiéndose los primeros a la influencia, se desplomaron en el suelo en el más completo letargo. Pero Bellman, más resistente, se sintió caer y flotar en un mundo de sueños sin luz. Sus sensaciones eran anómalas, desconocidas hasta el grado más extremo. Por todas partes, había un poder que se cernía de manera palpable, y para el que no podía encontrar una imagen visual: un poder que exhalaba un sueño de miasmas. En esos sueños, en una graduación que no se notaba, olvidando su ser humano, de alguna manera se identificaba con la gente sin ojos, vivía y se movía como ellos, en profundas cavernas, sobre carreteras nocturnas. Y, sin embargo, como si la participación en el obsceno ritual le hubiese admitido a ello, era algo distinto..., una entidad sin nombre que gobernaba a los ciegos y era adorada por ellos, una cosa que habitaba en las antiguas aguas estancadas, en la profundidad más remota, y salía a intervalos para cazar de una manera de la que no se podía hablar. En esa dualidad del ser, se saciaba en ciegos festines... y era a su vez devorado. Con todo ello, como un tercer elemento de su identidad, estaba asociado al ídolo, pero sólo en un sentido táctil, y no como una memoria óptica. No había luz por ninguna parte..., ni siquiera el recuerdo de la luz.
Cuándo pasó de estas oscuras pesadillas a un reposo sin sueños, no lo supo. Al principio, su despertar, oscuro y letárgico, fue como una continuación de los sueños. Entonces, abriendo los párpados atontados, vio el rayo de luz que descansaba en el suelo procedente de la linterna que se le había caído. La luz se vertía sobre algo que no fue capaz de reconocer en su despertar drogado. Sin embargo, le preocupaba, y un creciente horror hizo que sus facultades volviesen a la vida.
Poco a poco, se dio cuenta de que lo que contemplaba era el cuerpo medio devorado de Chalmers. Había harapos de ropa podrida sobre los miembros mordisqueados, y, aunque la cabeza había desaparecido, los huesos que quedaban y las vísceras eran los del terrícola.
Bellman se levantó vacilante y miró a sus alrededores con ojos que todavía tenían una red de oscuridad que entorpecía su visión. Chivers y Maspic descansaban junto a él en un pesado sopor, y, a lo largo de la caverna y sobre el altar de siete escalones, había devotos de la imagen soporífera, tirados.
Sus otros sentidos comenzaron a despertar de su letargo, y pensó que escuchaba un sonido que le resultaba hasta cierto punto conocido; un afilado arrastre, junto a una mesurada absorción. El sonido se retiró a lo largo de los enormes pilares, más allá de los cuerpos dormidos. Un olor como de agua podrida contaminaba el aire, y se fijó en que había muchos anillos de humedad sobre la piedra, como los que producirían los bordes de copas invertidas. Manteniendo el orden de pisadas, se alejaban del cuerpo de Chalmers adentrándose en las sombras de la caverna exterior que bordeaba con el abismo: la dirección en que se había movido el extraño sonido, apagándose hasta la inaudibilidad.
En la mente de Bellman se despertó un terror loco que se enfrentó con el embrujo que aún le dominaba atontándole. Se inclinó sobre Maspic y Chivers, y les agitó fuertemente por turnos hasta que abrieron los ojos y comenzaron a protestar con murmullos somnolientos.
—¡En pie, malditos! —les recriminó—. Si alguna vez vamos a escaparnos de este agujero infernal, ahora es el momento.
Por el efecto de muchos tacos y reprimendas y muchos esfuerzos musculares, consiguió que sus compañeros se pusiesen en pie. No parecieron fijarse en los restos de lo que había sido el desafortunado Chalmers. Tropezando como borrachos, siguieron a Bellman alrededor de los cuerpos de los marcianos tirados por los suelos, alejándose de aquella pirámide en la que el ídolo blanco se cernía sobre sus adoradores en su maligna somnolencia.
Una oscuridad que le colgaba pesaba sobre Bellman; pero, de alguna manera, hubo una relajación del hechizo opiáceo. Notó un renacer de la voluntad y un gran deseo de escapar de la sima y de aquello que habitaba en la oscuridad. Los otros, más profundamente esclavizados por el poder soporífero, aceptaban su liderazgo y su guía de una manera atontada, como embrutecidos.
Estaba seguro de poder retroceder por la ruta que habían empleado para acercarse al altar. Éste, parecía, era el camino tomado por el causante de las manchas de humedad repugnante parecidas a anillos.
Vagabundeando por entre las columnas desagradablemente talladas, llegaron por fin al borde del abismo: ese pórtico del Tártaro negro, desde el cual podían contemplar la profundidad de su sima. Descendiendo lejos, en aquellas aguas putrefactas, la fosforescencia se movía en círculos cada vez más amplios, como alterada por el chapuzón de un cuerpo pesado. Hasta el mismo borde bajo sus pies, las huellas acuosas estaban marcadas sobre la roca.
Se dieron la vuelta. Bellman temblaba con recuerdos a medias de sus ciegos sueños y el terror de su despertar. Encontraron en una esquina de la cueva el nacimiento de la carretera que arriba bordeaba el abismo, la carretera que les devolvería al sol perdido.
Siguiendo su orden, Maspic y Chivers apagaron sus linternas para ahorrar las pilas. Era dudoso lo mucho que aún podían durar, y la luz era su necesidad más primaria. Su propia linterna funcionaría para los tres hasta que se gastase.
No hubo sonido alguno ni señal de vida desde la caverna en la que los marcianos descansaban en torno a la imagen narcotizante. Pero un miedo como nunca había sentido durante sus aventuras forzó a Bellman a marearse y palidecer mientras escuchaba en su umbral.
También la sima estaba en silencio, y los círculos de fosforescencia habían dejado de aumentar sobre el agua. Y, sin embargo, el silencio era algo que atontaba los sentidos, que frenaba los miembros. Se levantaba en torno a Bellman como el barro pegajoso del más profundo foso, en el que debía ahogarse. Con un esfuerzo sostenido, comenzó el ascenso, arrastrando, maldiciendo y pateando a sus compañeros hasta que respondían como animales somnolientos.
Era un ascenso por el limbo, un ascenso desde la nada por una oscuridad que parecía palpable y pegajosa. Arriba y arriba se esforzaron, a lo largo de la monótona cuesta que se levantaba imperceptiblemente, donde toda medida de la distancia se perdía, y el tiempo era medido solamente por la repetición eterna de los pasos. La noche descendía ante el débil rayo de luz de Bellman, se cerraba como un mar que todo lo tragaba, incansable y paciente, esperando su momento hasta que su linterna se apagase.
Mirando sobre el borde a intervalos, Bellman vio el gradual apagarse de la fosforescencia en las profundidades. Imágenes fantásticas surgieron en su mente: era como el último rescoldo del fuego en un Infierno apagado, como el ahogo de las nebulosas en los vacíos más allá del universo. Sintió el mareo de alguien que mira un espacio infinito... Entonces, sólo hubo oscuridad, y supo por esta señal la tremenda distancia que habían ascendido.
Los impulsos menores del hambre, la sed y la fatiga habían sido pisoteados bajo el miedo que les impulsaba. El letargo pegajoso se levantó lentamente de Maspic y Chivers, y también ellos fueron conscientes de una sombra de terror tan vasta como la noche misma. Los golpes, patadas y reprimendas de Bellman ya no fueron necesarios para hacerles continuar.
Antigua, malvada y soporífera, la noche se levantaba sobre ellos. Era como el pelo, denso y fétido, de los murciélagos: un tejido que ahogaba los pulmones, que atontaba los sentidos. Era tan silenciosa como el reposo de mundos muertos... Pero de ese silencio, tras el transcurso aparente de años, un doble sonido familiar se levantó y llegó a los fugitivos: el sonido de algo que se deslizaba sobre la piedra en las profundidades del abismo, el sonido de chupeteo de una criatura que retiraba sus pies como de un lodazal.
Inexplicable y despertando locas ideas incongruentes en las mentes de los terrestres, como un sonido escuchado en el delirio, aceleró su terror a un paroxismo.
—¡Dios! ¿Qué es esto? —susurró Bellman. Le pareció recordar cosas sin vista, formas asquerosas y palpables de la noche primigenia, que no formaban una parte legítima del recuerdo humano. Sus sueños y su pesadilla al despertar..., el ídolo narcótico..., el cuerpo medio devorado de Chalmers..., las pistas que Chalmers había dejado caer..., los anillos de humedad que conducían a la sima..., todo volvía como los fragmentos de una locura que se multiplicaba para asaltarle en esa terrible carretera a medio camino entre el mundo subterráneo y la superficie de Marte.
Su pregunta sólo fue contestada por una continuación del ruido. Parecía aumentar en volumen..., ascender la pared de debajo. Maspic y Chivers, encendiendo de repente sus luces, echaron a correr con saltos frenéticos, y Bellman, perdiendo su último resto de control, hizo lo mismo.
Era una carrera con un horror desconocido. Por encima del trabajoso latido de sus corazones, el mesurado golpear de sus pies, los hombres todavía oían el sonido siniestro e inexplicable. Les parecía correr a lo largo de leguas de oscuridad, y, sin embargo, el sonido se les acercaba continuamente, trepando detrás de ellos, como si el causante fuese algo que trepase por el precipicio.
Ahora el sonido estaba terriblemente cerca..., un poco delante.
Se detuvo abruptamente. Las luces en movimiento de Maspic y Chivers, quienes iban antes, descubrieron la cosa agazapada que cubría la carretera en toda su anchura de dos yardas.
Aunque eran aventureros endurecidos, los hombres habrían gritado histéricos o se habrían arrojado por el precipicio, si la visión no les hubiese inducido una especie de catalepsia. Era el pálido ídolo de la cueva, hinchado a una proporción enorme, y asquerosamente vivo, que había ascendido desde el abismo ¡y estaba agazapado ante ellos!
Ésta era, claramente, la misma criatura que había servido como modelo para la atroz imagen: la criatura que Chalmers había llamado el habitante. El enorme caparazón, como una joroba, que recordaba vagamente la armadura de un gliptodonte, brillaba con un lustre tan húmedo como el metal. La cabeza ciega, alerta pero somnolienta, estaba echada adelante en un cuello que se curvaba obscenamente. Una docena o más de las cortas piernas, con sus pies como globos, sobresalían lateralmente del caparazón colgante. Las dos probóscides, de una yarda de longitud, con la punta en forma de copa, se elevaban de la cruel raja de la boca, y oscilaban lentamente en el aire en dirección a los terrícolas.