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Authors: Clark Ashton Smith

Los mundos perdidos (19 page)

BOOK: Los mundos perdidos
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Venus, que los atlantes conocían como Sfanomoë, era el planeta que había atraído su curiosidad y había sido objeto de sus conjeturas más que ningún otro. A causa de su localización, habían supuesto que ya podía parecerse a la Tierra en condiciones climáticas y en todos los requisitos previos para el desarrollo biológico. Y todas las tareas ocultas a las que ahora dedicaban sus energías no eran nada menos que la invención de un vehículo que hiciese posible el viaje desde su isla, amenazada por el océano, a Sfanomoë.

Día a día, los hermanos trabajaron para perfeccionar su invento, y, noche a noche, a través del paso de las estaciones, ellos miraban el lustroso orbe de sus especulaciones, mientras brillaba en las tardes esmeralda de Poseidonis, o sobre las cimas, veladas de violeta, que pronto recibirían la pisada azafrán del alba. Y siempre se entregaban a suposiciones todavía más atrevidas, a proyectos más extraños y peligrosos.

El vehículo que edificaban estaba diseñado con un previo conocimiento completo de todos los problemas a los que habría de hacer frente, y de todas las dificultades que habría que vencer. Varios tipos de vehículos aéreos habían sido utilizados en Atlantis desde hacía tiempo, pero ninguno de ellos habría sido adecuado para sus propósitos, ni siquiera con una forma modificada. El vehículo que finalmente diseñaron, después de muchos planes y de largas discusiones, era una esfera perfecta, como una luna en miniatura, dado que, según ellos argumentaban, todos los cuerpos que viajaban por el éter tenían esta forma. Estaba construido con paredes dobles de una aleación cuyos secretos ellos mismos habían descubierto..., una aleación que era más ligera y más resistente que ninguna sustancia clasificada por la química o la mineralogía. Había una docena de pequeñas ventanas redondas, forradas con cristal irrompible, y una puerta de la misma aleación de las paredes, que podía ser cerrada con una hermética tirantez. La explosión de átomos en cilindros cerrados iba a proporcionar la energía para la propulsión y la levitación, y además serviría para calentar el interior de la esfera frente al frío absoluto del espacio. Aire sólido sería transportado en cilindros de electro y vaporizado a un ritmo que mantendría una atmósfera respirable. Y, habiendo previsto que la influencia gravitacional de la Tierra disminuiría y desaparecería conforme se alejaran más y más de ella, habían establecido en el suelo de la esfera una zona magnética que imitaría el efecto de la gravedad y así evitaría cualquier daño corporal o incomodidad a la que de otro modo estarían sujetos.

Sus trabajos fueron realizados sin ninguna otra ayuda que la de unos pocos esclavos, miembros de la raza aborigen de Atlantis, quienes no tenían ni idea del propósito para el cual se construía el vehículo, y quienes, para asegurar su completa discreción, eran sordomudos. No hubo interrupciones de visitantes, porque era supuesto, tácitamente, a través de la isla, que Hotar y Evidon estaban entregados a investigaciones sismológicas que requerían una concentración profunda y prolongada a un tiempo.

Al cabo, tras años de trabajo, de vacilaciones, dudas y ansiedades, la esfera estuvo acabada. Brillando como una inmensa burbuja de plata, se alzaba en la terraza que daba al oeste del laboratorio, desde la cual el planeta Sfanomoë era ahora visible por las tardes, más allá del mar púrpura de la selva. Todo estaba listo: la nave estaba ampliamente aprovisionada para un viaje de muchos lustros y décadas, abundantemente equipada con un amplio suministro de libros, de obras de arte y de ciencia, con todas las cosas necesarias para la comodidad y la conveniencia de los pasajeros.

Hotar y Evidon eran ahora hombres de edad madura, en la sana perfección de sus poderes y facultades. Eran del tipo más elevado de la raza atlántida: complexión clara y elevada estatura, con las facciones de una familia intelectual y aristocrática a un tiempo.

Conociendo la proximidad de la catástrofe definitiva, ellos nunca habían contraído matrimonio, ni habían formado ningún vínculo de intimidad, sino que se habían entregado a la ciencia con devoción monástica. Lamentaron el inminente fin de su civilización, con toda su sabiduría acumulada a lo largo de las épocas, su riqueza artística y material, su consumado refinamiento. Pero habían aprendido la universalidad de las leyes que estaban hundiendo Atlantis bajo las olas..., las leyes del cambio, la ascensión y la caída. Y se habían educado en una resignación filosófica... una resignación que quizá no dejaba de estar mezclada con la previsión de la gloria singular y las experiencias, nuevas y únicas, que acompañarían a su vuelo por un espacio que hasta entonces no había sido recorrido.

Sus emociones, por tanto, eran una mezcla de lamentación altruista y expectaciones personales, cuando, durante una de las tardes elegidas para su marcha, despidieron a sus esclavos asombrados con un escrito de manumisión y entraron en su nave con forma de ojo. Sfanomoë brilló ante ellos con un brillo lustroso, y Poseidonis se oscureció debajo, mientras iniciaron su viaje adentrándose en los cielos verde mar del oeste.

La gran nave se levantó con facilidad boyante bajo su guía, hasta que pronto vieron las luces de Susran y del puerto de Lephara, atestado de galeras, donde se celebraban fiestas todas las noches y las propias fuentes daban vino para que las gentes pudiesen olvidar durante un rato su prevista condena.

Pero tan elevada en el aire había ascendido la nave, que Hotar y Evidon no podían escuchar el menor murmullo de las altas liras y la estridente diversión debajo. Y siguieron subiendo y subiendo, hasta que el mundo fue una mancha oscura y los cielos ardieron con las estrellas que sus espejos ópticos habían revelado, y, enseguida, el planeta oscuro fue enmarcado por una creciente aureola de fuego, y se elevaron desde su sombra hasta una intranquilizadora luz del día. Pero los cielos ya no eran del familiar color azul, sino que habían adquirido el brillante ébano del éter, y ninguna estrella ni ningún mundo, ni siquiera los más pequeños, se veían apagados por la rivalidad del sol. Y el más brillante de todos era Sfanomoë, desde su lugar en el vacío donde centelleaba sin vacilar.

Milla estelar tras milla estelar, la Tierra fue dejada atrás; y Hotar y Evidon, mirando adelante al objeto de sus sueños, casi la habían olvidado. Entonces, mirando atrás, vieron que ya no estaba detrás de ellos, sino sobre ellos, como una luna más grande. Y, estudiando sus océanos, sus islas y sus continentes, los fueron bautizando uno a uno desde sus mapas, mientras el globo iba girando, pero vanamente buscaron Poseidonis, en el desierto del mar, brillante y sin interrupciones. Y los hermanos fueron conscientes de esa lamentación y de esa pena que le son justamente debidos a toda belleza muerta, a todo esplendor hundido. Y meditaron un rato sobre la gloria que fue Atlantis, y les vinieron al recuerdo sus obeliscos, cúpulas y montañas, sus llanuras con altas y poderosas cordilleras, y los penachos de sus guerreros derechos como llamas, que nunca más se levantarían al sol.

Su vida en la nave globular era una vida de calma y tranquilidad, y difería en poco de aquella a la que estaban acostumbrados. Ellos seguían los estudios que deseaban y continuaron con los experimentos que habían planeado o comenzado en días anteriores, se leían el uno al otro la literatura clásica de Atlantis, argumentaban y discutían en torno a un millón de problemas de ciencia y filosofía. Y Hotar y Evidon apenas hacían caso al transcurso del tiempo, y las semanas y los meses de su viaje se convirtieron en años, y los años en lustros, y los lustros en décadas. Ni tampoco se dieron cuenta del cambio en ellos mismos, ni en el otro, mientras los años empezaron a tejer una red de arrugas en sus rostros, a teñir sus frentes con el marfil amarillo de la edad, y a hilar de plata sus barbas rubias. Había demasiadas cosas que solucionar o discutir, demasiadas especulaciones e hipótesis que ser aventuradas, para que detalles tan triviales como estos usurpasen su atención.

Sfanomoë creció cada vez más mientras los años medio olvidados pasaban, hasta que, al fin, empezó a girar bajo ellos con las extrañas marcas de continentes y de mares ignotos que no habían sido desafiados por los hombres. Y ahora el discurso de Hotar y Evidon se dedicaba por completo al mundo al que enseguida llegarían, y a las gentes, animales y plantas que pronto podrían encontrar. Sintieron en sus corazones sin edad una emoción viva sin paralelo, mientras dirigían su nave hacia el siempre creciente orbe que nadaba debajo de ellos. Pronto, colgaron sobre su superficie, en una atmósfera cargada de nubes de calor tropical, pero, aunque estaban infantilmente ansiosos de poner el pie en el nuevo planeta, sabiamente decidieron continuar su viaje horizontalmente hasta que pudiesen estudiar su topografía con algún cuidado y precisión.

Para su sorpresa, no encontraron nada en el brillante espacio bajo ellos que de alguna manera sugiriese la obra de los hombres o de seres vivientes. Habían esperado erguidas ciudades de exótica arquitectura aérea, anchas carreteras y canales, y las áreas, geométricamente medidas, de las zonas de agricultura. En vez de eso, solamente encontraron un paisaje primordial de montañas, marismas, bosque, océano, ríos y lagos.

Por fin se decidieron a descender. Aunque eran viejos, hombres ancianos con barba de plata de cinco pies de longitud, llevaron el vehículo con forma de luna al suelo con toda la habilidad de la que habrían sido capaces en la flor de la edad, y, abriendo una puerta que había estado sellada durante décadas, emergieron por turnos... Hotar delante de Evidon, ya que era un poco mayor.

Su primera impresión fue de un calor tórrido, un color deslumbrante y un perfume mareante. Parecía haber un millón de olores en el aire pesado, raro e inmóvil: flores que resultaban casi visibles bajo la forma de vapores que se retorcían, perfumes que eran como elixires y opiáceos que conferían a un tiempo una gozosa somnolencia y una alegría divina. Entonces vieron que había flores por todas partes y que habían descendido en medio de un desierto de floraciones. Eran todas de forma extraterrestre, de una belleza, tamaño y variedad supraterrenos, con tallos y pétalos de muchos colores que parecían rizarse y retorcerse con una inteligencia y movimientos que eran más que vegetales. Crecían de un suelo que los pétalos y cálices superpuestos habían ocultado por completo; colgaban de bosques y frondas de árboles parecidos a las palmeras que habían cubierto hasta hacerlos irreconocibles; sobre el agua de tranquilos charcos se amontonaban; se agazapaban en las copas de la jungla como criaturas aladas preparadas para volar a través de los cielos borrachos de perfume. E, incluso mientras los hermanos miraban, las flores crecían y se marchitaban con una rapidez sobrenatural, caían y eran reemplazadas por otras, como en un juego de manos de la ley natural.

Hotar y Evidon estaban encantados, se llamaban el uno al otro como niños señalando nuevas maravillas florales que eran más exquisitas y curiosas que el resto; y se asombraban ante la maravillosa velocidad de su crecimiento y decadencia. Y se reían ante la incomparable rareza de la vista, cuando notaron ciertos animales nuevos para la zoología, que trotaban sobre más del número habitual de patas, con flores parecidas a las orquídeas naciéndoles de los lomos.

Se olvidaron de su largo viaje a través del espacio, se olvidaron de que alguna vez había existido un planeta llamado Tierra y una isla llamada Poseidonis, se olvidaron de su ciencia y de su sabiduría, mientras paseaban por las glorietas de Sfanomoë. El aire exótico y sus olores se les subieron a la cabeza como un fuerte vino; y las nubes de polen dorado y nevado que caían sobre ellos desde los árboles arqueados eran tan potentes como alguna droga fantástica. Les agradó que sus barbas blancas y sus túnicas violetas estuviesen empolvadas con este polen y las esporas flotantes de las plantas que eran ajenas a toda botánica terrícola.

Repentinamente, Hotar gritó maravillado nuevamente, y se carcajeó con una risa más turbulenta que antes. Él había visto cómo una hoja, extrañamente doblada, estaba naciendo del dorso de su encogida mano derecha. La hoja se estiró mientras crecía, dejando al descubierto el capullo de una flor, y, ¡atención!, el capullo se abrió y se convirtió en una flor de triple cáliz, de colores ultrarerrenos, añadiendo un rico perfume al aire embriagador. Entonces, sobre su mano izquierda, otro capullo se abrió de idéntica manera, y las hojas y los pétalos empezaron a florecer en sus frentes y rostros arrugados, estaban creciendo en capas sucesivas sobre sus cuerpos y miembros, mezclando sus tentáculos con sus cabellos, y sus pistilos con forma de lengua, con su barba. Él no sentía dolor, sólo una sorpresa infantil y el asombro mientras lo contemplaba.

También empezaron a nacer las flores sobre las manos y el rostro de Evidon. Y pronto los dos viejos habían cesado de tener un aspecto humano, y eran difíciles de distinguir de los árboles engalanados que les rodeaban. Y murieron sin agonía, como si ya formasen parte de la creciente vida floral de Sfanomoë, con las percepciones y sensaciones apropiadas a su nuevo modo de existencia. Y, en breve, su metamorfosis fue completa, y cada fibra de sus cuerpos se había disuelto en flores. Y el vehículo en el que habían hecho su viaje estaba engalanado a la vista con una masa en continua ascensión de plantas y flores.

Ése fue el destino de Hotar y Evidon, los últimos atlantes, y los primeros, si no los últimos, visitantes humanos a Sfanomoë.

LA SOMBRA DOBLE

Mi nombre es Pharpetron, entre aquellos que me han conocido en Poseidonis; pero ni siquiera yo, el último y más aventajado de entre los discípulos del sabio Avyctes, conozco el nombre de aquello en lo que estoy destinado a convertirme mañana. Por tanto, bajo la luz menguante de las lámparas de plata, en la casa de mármol de mi maestro sobre el sonoro mar, escribo esta historia con mano temblorosa, garabateando con tinta, de mágicas virtudes, sobre antigua vitela gris de inapreciable piel de dragón. Cuando lo haya terminado de escribir, introduciré estas páginas en un cilindro sellado de oricalco, y arrojaré el cilindro al mar desde la ventana más alta, no sea que aquello en que estoy destinado a convertirme destruya este escrito por casualidad. Y puede ser que marineros de Lephara, camino de Umb y Pneor en sus altas trirremes, encuentren el cilindro, o que los pescadores lo extraigan de las olas con sus redes, y, habiendo leído mi historia, los hombres descubran la verdad y se den por advertidos, y ningún hombre oriente sus pasos, desde entonces, a la pálida casa de Avyctes, morada de demonios.

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