Read Los mundos perdidos Online
Authors: Clark Ashton Smith
Pero, a pesar de estas cosas y del poder que contenían o simbolizaban, que eran el terror de la gente y la envidia de los magos rivales, los pensamientos de Malygris estaban oscurecidos por una melancolía que no podía mitigarse, y el cansancio llenaba su corazón como las cenizas llenan una chimenea cuando un gran fuego se ha apagado. Inmóvil se sentaba, implacable meditaba, mientras el sol de la tarde declinaba sobre la ciudad y sobre el mar que estaba más allá de la ciudad, golpeaba con rayos otoñales el cristal amarillo verdoso y tocaba sus marchitas manos con su oro fantasmal, y prendía los balajes de sus anillos hasta que ardían como ojos demoníacos. Pero en sus meditaciones no había ni luz ni fuego; y, apartándose del gris presente, de la oscuridad que parecía cerrarse de manera tan evidente sobre el futuro, tanteaba entre las sombras del recuerdo, como un ciego que el sol ha perdido y en vano lo busca por doquier. Y todos los paisajes del tiempo que se habían presentado plenos de oro y de esplendor, los días de triunfo que tenían el color de una llama que se remonta, el carmesí y el púrpura de los ricos años imperiales de la flor de la edad, todos ellos estaban fríos y oscuros y extrañamente desdibujados, y el recuerdo de ellos no era más que el revolver de cenizas. Entonces, Malygris tanteó hacia los años de su juventud, los años remotos, increíbles, caliginosos, donde, como una estrella extraña, una memoria aún ardía con un brillo infalible..., el recuerdo de la muchacha Nylissa, a quien había amado en los días anteriores a que el deseo de conocimientos no permitidos y poder nigromántico hubiese penetrado en su alma. Prácticamente, la había olvidado durante décadas, entre la miríada de preocupaciones de una vida tan grotescamente variada, tan repleta de acontecimientos sobrenaturales y poderes, con sobrenaturales victorias y peligros; pero ahora, con el simple pensamiento de esta niña, delgada e inocente, quien tanto le había amado cuando él también era joven, delgado y sin maldad, y quien había muerto de una repentina y misteriosa fiebre en la víspera del día de su boda. Como una momia, en el color pardo de sus mejillas apareció un sonrojo fantasmal, y en las profundidades de sus gélidos globos oculares había un reflejo como el brillo de cirios de velatorio. En sus sueños se pusieron los soles irrecuperables de su juventud, y vio el valle de Meros al que daban sombra los mirtos, y el arroyo de Zemander, por cuyos márgenes siempre verdes había caminado a la caída de la tarde con Nylissa, viendo el nacimiento de las estrellas de verano, el arroyo y los ojos de su amada.
Ahora, dirigiéndose a la víbora demoníaca que habitaba en la cabeza del unicornio, Malygris habló, empleando la entonación baja y monótona de quien piensa en voz alta.
—Víbora, en los años anteriores a que tú vinieses a vivir conmigo y establecieses tu morada en la cabeza del unicornio, conocí a una muchacha que era hermosa y frágil como las orquídeas de la selva, y quien, como las orquídeas mueren, murió... Víbora, ¿acaso no soy yo Malygris, en quien se centra toda la sabiduría oculta, todos los dominios prohibidos y los poderes sobre los espíritus de la tierra, el mar y el aire, sobre los demonios solares y lunares, sobre los vivos y sobre los muertos? Y, si yo lo deseo, ¿no puedo llamar a la muchacha Nylissa, en la auténtica semblanza de su juventud y de su belleza, y traerla de las sombras inmutables de la secreta tumba, para que se levante ante mí en esta cámara, bajo los rayos de este sol otoñal?
—Sí, amo —replicó la serpiente en un silbido bajo, pero singularmente penetrante. Eres Malygris, y todos los poderes mágicos o nigrománticos son tuyos, todos los hechizos y todos los encantamientos y los pentágonos te son conocidos. Te es posible, si lo deseas, invocar a la muchacha Nylissa de su morada entre los muertos, y contemplarla de nuevo tal y como ella era antes de que su hermosura hubiese conocido el destructor beso del gusano.
—Víbora, ¿está bien, resulta correcto, que la invoque de esta manera?... ¿No habrá nada que perder, nada que lamentar?
La víbora pareció vacilar, y después añadió con un silbido más lento y medido:
—Es correcto que Malygris haga lo que le plazca. ¿Quién, salvo Malygris, puede decidir si algo está bien o mal?
—En otras palabras, ¿no me aconsejarás? —la frase era tanto una afirmación como una pregunta, y la víbora no otorgó ninguna nueva manifestación. Malygris meditó durante un rato, con la barbilla apoyada en sus nudosas manos. Entonces, se levantó con una celeridad en sus movimientos largo tiempo desusada y una seguridad que desmentía sus arrugas, y reunió, de distintos rincones del cuarto, de estanterías de ébano, de cofres con cerraduras de oro, bronce o electro, los variados aparatos que eran necesarios para su magia. Trazó en el suelo los círculos requeridos, y de pie en el centro encendió los incensarios que contenían el incienso prescrito, y leyó en voz alta, de un pergamino alargado de vitela gris, las runas, púrpura y bermellón, del ritual para convocar a aquellos que se han marchado. Los vapores de los incensarios, azules, blancos y violetas, se levantaron en densas nubes y rápidamente llenaron el cuarto con columnas intercambiables, que no dejaban de retorcerse, entre las cuales la luz del sol desapareció para ser sustituida por un apagado brillo ultraterreno, pálido como la luz de las lunas que se ponen sobre el Leteo. Con lentitud sobrenatural, con sobrehumana solemnidad, la voz continuó con un cántico que era como de sacerdote, hasta que el pergamino hubo concluido y los últimos ecos se apagaron y desvanecieron en medio de huecas vibraciones sepulcrales. Entonces, los vapores coloreados se aclararon, como si los pliegues de una cortina hubiesen sido retirados. Pero aún el pálido brillo ultraterreno llenaba la cámara, y, entre Malygris y la puerta sobre la que estaba colocada la cabeza del unicornio, se alzaba la aparición de Nylissa, idéntica a como había sido durante los años perecidos, moviéndose un poco como una flor inclinada por el viento, y sonriendo con la espontánea picardía de la juventud. Frágil, pálida y sencillamente ataviada, con un capullo de anémona en sus negros cabellos, con ojos que retenían el recién nacido azul de los cielos primaverales, ella era todo lo que Malygris recordaba, y su torpe corazón se aceleró con una vieja y deliciosa fiebre al mirarla.
—¿Eres tú, Nylissa? —preguntó—. ¿La Nylissa a quien amé en el valle de Meros al que dan sombra los mirtos, en los días de corazón dorado que con todos los siglos muertos han marchado a un golfo intemporal?
—Sí, yo soy Nylissa —su voz era la sencilla plata con ondulaciones que había producido ecos durante tanto tiempo en su memoria... Pero, de alguna manera, mientras la miraba y escuchaba, apareció una pequeña duda..., una duda no menos absurda que intolerable, pero insistente de todos modos; ¿era ésta por completo la misma Nylissa que él había conocido? ¿No había acaso un cambio fugaz, demasiado sutil como para darle nombre o definirlo?; ¿acaso no habían quitado algo el tiempo y la tumba..., algo innominable que su magia no había restaurado del todo? ¿Eran los ojos tan tiernos, el pelo negro tan lustroso, la silueta tan delgada y flexible como aquellos de la chica que recordaba? No podía estar seguro, y la duda creciente fue sustituida por una desesperación plomiza, por una gris depresión que ahogaba su corazón como con cenizas. Su escrutinio se volvió exploratorio, exigente y cruel, y, momentáneamente, el fantasma tuvo un parecido menos y menos perfecto a Nylissa: por momentos, los labios y las cejas eran menos hermosos, menos sutiles en sus curvas, la silueta estilizada se volvió delgada, las trenzas adquirieron un negro normal, y el cuello, la normal palidez. El alma de Malygris enfermó de nuevo a causa de la edad, la desesperación y la muerte de su evanescente esperanza. Ya no era capaz de creer en el amor, en la juventud y en la belleza, e incluso el recuerdo de estas cosas le pareció un espejismo sospechoso, una cosa que podría haber sido o no. No le quedaba otra cosa sino sombras, envejecimiento y polvo, y un peso que le tiraba de un cansancio insoportable y de una angustia intratable.
Con acentos débiles y temblorosos, como un fantasma de su anterior tono de voz, pronunció los encantamientos que sirven para hacer marchar a los fantasmas que han sido invocados. La forma de Nylissa se deshizo en el aire como humo, y el brillo lunar que la rodeaba fue reemplazado por los últimos rayos del sol. Malygris se volvió hacia la víbora y le habló con un tono de melancólico reproche.
—¿Por qué no me avisaste?
—¿Habría servido de algo el aviso? —fue la contrapregunta—. Todo el conocimiento era tuyo, Malygris, excepto esta única cosa, y de ninguna otra manera podrías haberlo aprendido.
—¿Qué cosa? —preguntó el mago—. Nada he aprendido, a no ser la vanidad que es la sabiduría, la impotencia de la magia, la nulidad del amor y lo engañoso de la memoria... Dime, ¿por qué no pude devolver la vida a la misma Nylissa a quien yo conocía, o a quien creía conocer?
—Fue, en verdad, a Nylissa a quien invocaste y contemplaste —replicó la víbora—. Tu nigromancia fue poderosa hasta ese punto, pero ningún hechizo nigromántico puede recuperar para ti tu propia juventud perdida, o el corazón ferviente y sin engaño con que amaste a Nylissa, o los ojos ardientes con los que la contemplaste. Ésta, mi amo, era la cosa que tenías que aprender.
A la hora de la medianoche interlunar, cuando las lámparas ardían raramente o lejos en Susran, y las perezosas nubes de otoño habían apagado las estrellas, el rey Gadeiron envió a la ciudad dormida doce de sus vasallos de mayor confianza. Como sombras deslizándose a través del olvido, desaparecieron en sus distintos caminos, y cada uno de ellos, al regresar al rato al oscuro palacio, conducía con él una figura amortajada no menos discreta y silenciosa que él mismo.
De esta manera, tanteando a lo largo de tortuosos callejones, por medio de oscuras cavernas de cipreses en los jardines reales, y descendiendo por salones y escaleras subterráneas, doce de los brujos más poderosos de Susran fueron reunidos en una cripta de granito goteante, gris como la muerte, en las profundidades de los cimientos del palacio.
La entrada a la cripta estaba vigilada por demonios de la tierra que obedecían al archibrujo, Maranapión, quien era, desde hacía tiempo, el valido del rey. Estos demonios habrían descuartizado, miembro a miembro, a cualquiera que se les acercase a ofrecerles una libación de sangre fresca sin estar preparado. La cripta estaba iluminada débilmente por una única lámpara, hecha de una sola almandina de tamaño monstruoso, ahuecada y alimentada con aceite de víboras. Aquí, Gadeiron, sin corona y vistiendo un cilicio teñido de sobrio púrpura, esperó a los brujos sobre un asiento de piedra caliza tallado en forma de sarcófago. Maranapión se alzaba a su diestra, inmóvil y vestido hasta el cuello con los atavíos de la sepultura. Ante él, había un trípode de oricalco, alzándose a la altura del hombro; y sobre el trípode, en una taza de plata, reposaba el enorme ojo azul de un cíclope muerto, en el cual se decía que el archibrujo contemplaba extrañas visiones. En este ojo, brillando siniestramente bajo la lámpara de la almandina, la vista de Maranapión estaba fijada con una rigidez como la producida por la muerte.
Basados en estas circunstancias, los doce brujos supieron que el rey sólo les había llamado por una cuestión secreta de suprema gravedad. La hora y el modo en que habían sido llamados, el lugar de la reunión, los terribles guardianes elementales, la arpillera vestida por Gadeiron..., todo era prueba de la necesidad de una discreción y cautela sobrenaturales.
Durante un rato, reinó el silencio, y los doce, inclinándose respetuosamente, esperaron la voluntad de Gadeiron. Entonces, con una voz que era poco más que un ronco susurro, el rey habló:
—¿Qué sabéis vosotros de Malygris?
Al escuchar el nombre temido, los hechiceros palidecieron y temblaron visiblemente, pero, uno por uno, como hablando de memoria, varios de los principales contestaron la pregunta de Gadeiron.
—Malygris habita en la torre negra sobre Susran —dijo el primero—. La noche de su poder todavía descansa pesada sobre Poseidonis, y nosotros, los demás, moviéndonos por esa noche, somos como sombras bajo una luna marchita. Él es señor sobre todos los reyes y magos. Sí, en verdad, hasta las trirremes que zarpan a Tartesos y las águilas del mar que lejos vuelan, no salen de su negra sombra.
—Los espíritus de los cinco elementos son sus demonios familiares —dijo el segundo—; los toscos ojos de los hombres vulgares los han contemplado a menudo, revoloteando como pájaros en torno a su torre, o arrastrándose como lagartos por sus muros y pavimentos.
—Malygris se sienta en su salón de alto techo —exclamó el tercero—. A él, tributo le es llevado de todas las ciudades de Poseidonis durante la luna llena, y toma un diezmo de lo que desembarca cada galera. Reclama una parte de la plata y del incienso, del oro y del ébano sagrados de los templos. Su opulencia está más allá de la de los sumergidos reyes de Atlantis..., incluso de la de aquellos quienes fueron vuestros antepasados, ¡oh!, Gadeiron...
—Malygris es tan viejo como la luna —murmuró el cuarto—. Vivirá para siempre, armado contra la muerte por la oscura magia de la luna. La parca se ha convertido en una esclava de su ciudadela; trabajando junto a sus otros esclavos, ataca tan sólo a los enemigos de Malygris.
—Mucho de esto fue verdad anteriormente —dijo el rey, con un siniestro silbido en el aliento—. Pero, ahora, cierta duda se ha levantado... porque podría ser que Malygris haya muerto.
Un temblor común pareció recorrer la asamblea.
—No —dijo el brujo que había defendido la inmortalidad de Malygris—. Porque ¿cómo podría tal cosa haber sucedido? Las puertas de su torre estaban hoy abiertas al ponerse el sol, y los sacerdotes del dios del océano, portando un regalo de perlas y tintes púrpura, entraron ante Malygris, y le encontraron sobre su elevado sitial de marfil de mastodonte. Los recibió despectivo, sin hablar, como es su costumbre, y sus sirvientes, que son mitad simio mitad humano, entraron sin que se les llamase para guardar su tributo.
—Esta misma noche —dijo otro— vi las fieles lámparas de la torre leonada ardiendo sobre la ciudad, como los ojos de Taaran, dios del mal. Los demonios familiares no se habían marchado de la torre, como hacen tales seres al morir un brujo, porque, en este caso, los hombres habrían escuchado en la oscuridad sus aullidos y lamentos.