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Authors: Clark Ashton Smith

Los mundos perdidos (15 page)

BOOK: Los mundos perdidos
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La sorprendente cena llegó a su fin, y su anfitrión y la chatelaine se levantaron.

—Les conduciré ahora a sus cuartos —dijo el señor de Malinbois, incluyendo a todos sus invitados bajo una oscura, inescrutable, mirada.

—Cada uno de ustedes puede disfrutar de una habitación separada, si así lo desea, o Fleurette Cochin y su doncella Angélique pueden permanecer juntas, y el lacayo Raoul puede dormir en el mismo cuarto con maese Gérard.

Una preferencia por el último arreglo fue expresada por Fleurette y el trovador. La idea de una soledad sin compañía en ese castillo de innombrable misterio y medianoche intemporal era repugnante en un grado insoportable.

Los cuatro fueron conducidos entonces a sus respectivas habitaciones, en los lados opuestos de un salón cuya longitud era mostrada sólo indeterminadamente por las débiles luces. Fleurette y Gérard se dieron el uno al otro unas tristes y desganadas buenas noches, bajo la mirada de su anfitrión, que les coartaba. Su cita era difícilmente aquella que habían deseado tener, y los dos estaban impresionados por la situación sobrenatural, con cuyos sospechosos horrores e inevitables brujerías se habían visto envueltos de alguna manera. Y, tan pronto como Gérard se hubo apartado de Fleurette, comenzó a maldecirse a sí mismo como un pusilánime por no haberse negado a separarse de ella, y se asombró ante el hechizo de involuntariedad, semejante a una droga, que parecía haber adormecido todas sus facultades. Parecía que su mente no le perteneciese, sino que había sido empujada y aplastada por un poder extraño.

El cuarto asignado a Gérard y a Raoul estaba amueblado con una cama de cortinas anticuadas en su moda y en su tejido, e iluminado con velas que sugerían un funeral por su forma, y que ardían apagadamente en un aire que estaba estancado con la mohosidad de años muertos.

—Ojalá durmáis profundamente —dijo el señor de Malinbois. La sonrisa que acompañó y siguió a estas palabras fue no menos desagradable que el tono, aceitoso y sepulcral, en que fueron pronunciadas. El trovador y el sirviente fueron conscientes de un profundo desahogo cuando se marchó, cerrando la puerta con un sonido metálico de plomo. Y su alivio apenas se vio disminuido cuando escucharon el chasquido de una llave en la cerradura.

Entonces, Gérard inspeccionó el cuarto, y se dirigió a una de las ventanas, a través de cuyos pequeños y pro fundos paneles sólo podía ver la oscuridad apremiante de la noche, que era verdaderamente sólida, como si todo el lugar estuviese enterrado y rodeado por la tierra que se pegaba. Entonces, en un ataque de cólera incontrolable ante su separación de Fleurette, corrió a la puerta y se arrojó contra ella, la golpeó con sus puños cerrados, pero en vano. Dándose cuenta de su tontería, y desistiendo al fin, se volvió a Raoul.

—Bien, Raoul —le dijo—. ¿Qué piensas de todo esto?

Raoul se santiguó antes de contestar, y su rostro tenía una expresión de miedo mortal.

—Creo, maese —replicó por fin—, que todos hemos sido apartados de nuestro camino por hechicería maléfica, y que usted, yo mismo, la señorita Fleurette y la doncella Angélique, todos estamos en un peligro mortal de cuerpo y alma.

—Ésa es también mi opinión —dijo Gérard—. Y creo que estaría bien que tú y yo durmiésemos sólo por turnos, y que quien mantenga la vigilia sujete entre sus manos mi bastón de carpe, cuyo extremo afilaré ahora con mi daga. Estoy seguro de que conoces la manera en que debe emplearse si hubiese intrusos, porque, si alguno llegase, no habría duda sobre su naturaleza e intenciones. Estamos en un castillo que no tiene existencia legítima, como invitados de personas que llevan muertas, o supuestamente muertas, más de doscientos años. Y personas semejantes, cuando salen al exterior, son propensas a costumbres que no necesito especificar.

—Sí, maese —Raoul tembló, pero miró el afilamiento del bastón con considerable interés. Gérard talló la dura madera en una punta como de lanza, y ocultó con cuidado las virutas. Incluso labró la silueta de una pequeña cruz cerca de la mitad del bastón, pensando que esto podría aumentar su eficacia o protegerlo de daño. Entonces, con el bastón en sus manos, se sentó sobre la cama, desde donde podía vigilar el pequeño cuarto a través de las cortinas.

—Puedes dormir primero, Raoul —dijo, indicando la cama que estaba cerca de la puerta.

Los dos conversaron inciertos durante unos minutos. Después de escuchar la historia de Raoul sobre cómo Fleurette, Angélique y él mismo habían sido desviados de su camino por los lloros de una mujer entre los pinos y después habían sido incapaces de volver sobre sus pasos, cambió de tema. Y a partir de entonces habló plácidamente sobre asuntos que eran remotos de sus verdaderas preocupaciones, para luchar con su preocupación por la seguridad de Fleurette, que le torturaba. De repente, se dio cuenta de que Raoul había dejado de contestarle, y vio que el lacayo se había quedado dormido sobre el sofá. En el mismo momento, una irresistible somnolencia cayó sobre el propio Gérard, a pesar de toda su voluntad, a pesar de los terrores sobrenaturales y los presentimientos que todavía murmuraban en su cerebro. Escuchó, a través de su creciente sopor, el susurro de sombrías alas en los salones del castillo, captó el silbido de voces ominosas, como las de demonios familiares que respondiesen a la invocación de brujos, y le parecía escuchar, hasta en las criptas, las torres y las cámaras remotas, la pisada de pies que se estaban apresurando para cumplir secretos y malignos recados. Pero el olvido le rodeaba como las mallas de una red de arena, y se cerró sin tregua sobre su mente inquieta, y ahogó las preocupaciones de sus agitados sentidos.

Cuando Gérard se despertó al fin, las velas habían ardido hasta sus bases, y una luz del día triste y sin sol se estaba filtrando a través de la ventana. El bastón estaba todavía en su mano, y, aunque sus sentidos estaban aún torpes a causa del extraño sopor que les había drogado, sintió que no había sufrido daño. Pero, mirando por las cortinas, vio que Raoul estaba tumbado sobre el sofá mortalmente pálido y sin vida, con el aire y la expresión de un moribundo exhausto.

Atravesó el cuarto y se inclinó sobre el lacayo. Había una pequeña herida roja en el cuello de Raoul; su pulso era lento y débil, como los de alguien que hubiese perdido una gran cantidad de sangre. Su mismo aspecto era marchito y se le marcaban las venas. Y una especia fantasmal surgía del sofá..., un resto del perfume que llevaba la chatelaine Agathe.

Gérard consiguió por fin levantar al hombre, pero Raoul estaba muy débil y somnoliento. No podía recordar nada de lo que había sucedido durante la noche. Y su horror fue patético de contemplar cuando se dio cuenta de la verdad.

—Usted será el próximo, maese —lloró—. Estos vampiros tienen la intención de retenernos entre sus brujerías malditas hasta que nos hayan exprimido la última gota de sangre. Sus hechizos son como la mandrágora o como los dulces del sueño de Cathay; y ningún hombre puede permanecer despierto contra su voluntad.

Gérard estaba tanteando la puerta y, para su sorpresa, la encontró sin cerrar. El vampiro, al marcharse, había sido descuidado a causa del letargo de su saciedad. El castillo estaba muy tranquilo; le pareció a Gérard que el espíritu del mal que lo animaba estaba ahora tranquilo; que las alas sombrías de horror y malignidad, los pies que corrían en siniestros encargos, los brujos invocantes, los demonios familiares que contestaban, todos se habían adormecido en un temporal reposo.

Abrió la puerta, anduvo de puntillas a lo largo del salón desierto, y golpeó la puerta de la cámara asignada a Fleurette y a su doncella. Fleurette, completamente vestida, contestó a sus golpes inmediatamente, y la tomó entre sus brazos sin mediar palabra, escudriñando su pálida cara con tierna ansiedad. Por encima del hombro, podía ver a Angélique, la doncella, que estaba sentada rígida sobre la cama con una marca sobre su pálido cuello parecida a la herida que había sido infligida a Raoul. Supo, incluso antes de que Fleurette comenzase a hablar, que la experiencia nocturna de la señorita y de su doncella había sido idéntica a la suya y del lacayo.

Mientras intentaba calmar a Fleurette y darle ánimos, sus pensamientos estaban ocupados con un problema bastante curioso. Nadie estaba fuera en el castillo, y era más que probable que el señor de Malinbois y su dama estuviesen ambos dormidos después del festín nocturno del que sin duda habían disfrutado.

Gérard se imaginó el lugar y la manera de su reposo, y se volvió incluso más reflexivo cuando se le ocurrieron ciertas posibilidades.

—Ten ánimo, corazón mío —le dijo a Fleurette—. Se me ocurre que pronto escaparemos de esta abominable red de hechizos. Pero debo dejarte un rato y hablar con Raoul, cuya ayuda necesitaré para cierto asunto.

Volvió a su propio cuarto. El sirviente estaba sentado en la cama, haciendo la señal de la cruz débilmente y murmurando plegarias con una voz débil y hueca.

—Raoul —dijo el trovador con un poco de firmeza—, tenéis que reunir todas vuestras fuerzas y acompañarme. Entre los tristes muros que nos rodean, los sombríos salones, las altas torres y las pesadas murallas, sólo hay una cosa que tenga una existencia verdadera, y todo el resto no es sino un tejido de ilusión. Debemos encontrar esta realidad a la que me refiero, y tratar con ella como verdaderos y valientes cristianos. Venid, ahora registraremos el castillo antes de que el señor y la chatelaine despierten de su letargo de vampiros.

Se abrió camino a través de retorcidos corredores con una velocidad que indicaba muchos planes anteriores. Él había reconstruido en su mente la tosca pila de bastiones y torretas tal y como las había visto el día anterior, y pensaba que el gran calabozo, siendo el centro y punto fuerte del edificio, podría ser el lugar que buscaba. Con el bastón afilado en sus manos, y Raoul arrastrándose, desangrado, a sus talones, atravesó las puertas de muchos cuartos secretos, la multitud de ventanas que daban al patio desierto, y llegó por fin al piso inferior del calabozo-fortaleza.

Era un cuarto grande, sin mobiliario, construido por entero con piedra, e iluminado tan sólo por delgadas hendiduras que estaban altas en la pared, diseñadas para ser utilizadas por arqueros. El lugar se hallaba muy oscuro, pero Gérard podía ver los contornos fosforescentes de un objeto que, de ordinario, no buscaría en una situación semejante, levantado en mitad del suelo. Era una tumba de mármol, y, acercándose más, vio que estaba extrañamente desgastada por las inclemencias del tiempo y manchada con líquenes grises y amarillos, como solamente florecen donde da el sol. La losa que la cubría era de tamaño y anchura dobles, y haría falta la fuerza completa de los dos hombres para levantarla.

Raoul se había quedado mirando estúpidamente la tumba.

—¿Ahora qué, maese? —preguntó.

—Tú y yo, Raoul, vamos a introducirnos en el dormitorio de nuestros anfitriones.

Siguiendo su orden, Raoul tomó uno de los extremos de la losa, y él mismo tomó el otro. Con un gran esfuerzo que dejó sus huesos y músculos a punto de romperse, intentaron moverla, pero la losa apenas se arrastraba. Por fin, sujetando la misma esquina al unísono, fueron capaces de inclinar la losa, y ésta se deslizó al suelo y cayó con un sonoro estrépito como de trueno. Dentro había dos ataúdes abiertos, uno de los cuales contenía al señor Hugh de Malinbois, y el otro, a su dama Agathe. Ambos parecían estar durmiendo pacíficamente igual que bebés; una mirada de maldad tranquila, de malignidad pacificada, estaba marcada sobre sus facciones; y sus labios estaban teñidos todavía más rojos que antes.

Sin vacilación o retraso, Gérard hundió el extremo de su bastón, parecido a una lanza, en el seno del señor de Malinbois. El cuerpo se deshizo como si estuviese hecho de cenizas amasadas y pintadas para darles una semblanza de humanidad, y un leve olor, como de una corrupción antigua, se elevó hasta las fosas nasales de Gérard. Entonces, el trovador atravesó de igual manera el seno de la chatelaine. Y, simultáneamente con su disolución, las murallas y las paredes del calabozo parecieron disolverse en un adusto vapor, y se apartaron a cada lado con un choque como de un trueno no escuchado. Con una sensación de extraño vértigo y confusión, Gérard y Raoul vieron que el château entero se había desvanecido como las torres y las murallas de una tormenta que ha pasado, y el lago muerto y sus orillas en putrefacción no ofrecían ya su maléfica ilusión a la vista. Estaban de pie en un claro del bosque, a la plena luz sin sombras del sol del mediodía, y todo lo que quedaba del lúgubre castillo era la tumba abierta, forrada de líquenes, que se encontraba junto a ellos. Fleurette y su doncella estaban a una corta distancia, y Gérard corrió hacia la hija del mercader y la tomó entre sus brazos. Ella estaba atontada por el asombro, como alguien que emerge del laberinto que ha durado la noche de un mal sueño, y descubre que todo está bien.

—Creo, corazón mío —dijo Gérard—, que nuestra próxima cita no se verá interrumpida por el señor de Malinbois y su chatelaine.

Pero Fleurette estaba todavía confundida con el prodigio, y sólo pudo contestar a sus palabras con un beso.

EL ÚLTIMO HECHIZO

Malygris el mago estaba sentado en el cuarto superior de su torre, construida sobre una elevación cónica, en el corazón de Susran, capital de Poseidonis. Hecha con una piedra oscura, extraída de las profundidades de la Tierra, tan perdurable y dura como el fabuloso diamante, esta torre se erguía sobre todas las otras, y arrojaba sus sombras sobre los tejados y cúpulas de la ciudad, como el siniestro poder de Malygris había proyectado su oscuridad en la mente de los hombres.

Ahora, Malygris era viejo, y toda la lúgubre fuerza de sus encantamientos, todos los temibles y curiosos demonios bajo su control, todo el miedo que había despertado en los corazones de reyes y prelados, no eran ya bastante para calmar el negro aburrimiento de sus días. En su trono, fabricado con el marfil de los mastodontes, incrustado con terribles runas crípticas de rojas turmalinas y cristales azul marino, miraba tristemente a través de la única ventana con forma de rombo, hecha de cristal leonado. Sus blancas cejas estaban contraídas en una única línea debajo del pergamino pardo de su frente, y, bajo ellas, sus ojos eran tan fríos y verdes como el hielo de los antiguos icebergs; su barba, mitad blanca, mitad negra, con brillos verde claro, le caía casi hasta las rodillas y ocultaba muchos de los caracteres inscritos en seda bordada en el seno de su túnica violeta. Alrededor suyo estaban desparramados los instrumentos de su arte: los cráneos de hombres y monstruos; frascos llenos de líquidos negros o ámbar, cuyo uso sacrílego era desconocido para todos excepto para él mismo; pequeños tambores de piel de buitre, y crótalos hechos con los dientes y huesos de cocodrilos, usados como acompañamiento en ciertos encantamientos. El suelo de mosaico estaba parcialmente cubierto con las pieles de simios negros y plateados, y sobre la puerta colgaba la cabeza de un unicornio en la cual habitaba el demonio familiar de Malygris, bajo la forma de un coralillo de tripa verde clara y manchas de color ceniza. Había libros apilados por todas partes; volúmenes antiguos encuadernados en piel de serpiente, con cerraduras corroídas por el moho, que contenían la temible sabiduría de Atlantis, los pentágonos que tenían poder sobre los demonios de la Tierra y la luna, los hechizos que transmutaban y desintegraban los elementos, y runas de un lenguaje perdido de Hyperbórea, el cual, de pronunciarse en voz alta, era más mortal que veneno alguno o más potente que cualquier filtro.

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