Read Los mundos perdidos Online
Authors: Clark Ashton Smith
Seguí la música, que era todavía remota y parecía aumentar poco en volumen. Pronto, fui alcanzado por varios de esos seres que había visto previamente en la carretera fuera de las murallas; me dejaron atrás rápidamente y desaparecieron en el laberinto de edificios. Después de ellos, llegaron otros seres de una clase menos gigantesca, y sin los élitros, como armadura, de los primeros en llegar. Entonces, por encima, dos criaturas, con largas alas translúcidas de color de sangre, con una intrincada red de venas y huesos, llegaron volando juntas y desaparecieron detrás de las otras. Sus rostros, que mostraban órganos cuyo uso no podía suponerse, no eran los de animales, y me quedé convencido de que se trataba de seres muy evolucionados.
Vi cientos de las entidades, tristes y lentas, que había identificado como los verdaderos habitantes de la ciudad, pero ninguno de ellos pareció fijarse en mí. Sin duda, estaban acostumbrados a ver formas de vida mucho más misteriosas y desacostumbradas que la humanidad. Mientras continuaba, fui alcanzado por docenas de criaturas de aspecto improbable, todas dirigiéndose en la misma dirección que yo, como atraídas por la misma canción de sirena.
Cada vez más profundamente, nos adentramos en aquel desierto de arquitectura colosal, conducidos por aquella música, remota, etérea y opiácea. Pronto, detecté una especie de ascensión y caída en el sonido, que ocupaba un intervalo de unos diez minutos o más; pero, por grados imperceptibles, se volvía más melodiosa y cercana. Me pregunté cómo podía penetrar el múltiple laberinto de edificios de piedra y ser escuchada al exterior de las murallas.
Debí andar millas, a la sombra incesante de las estructuras rectangulares que colgaban sobre mí, fila tras fila, hasta una altura de vértigo en el crepúsculo ámbar. Entonces, por fin, llegué al corazón y al secreto de todo esto.
Precedido y seguido por cierto número de estas quiméricas entidades, emergí en una gran plaza en cuyo centro había un edificio que parecía un templo, más enorme que los otros. Desde su entrada, con muchas columnas, la música se vertía imperiosamente, a un volumen elevado y con un tono agudo.
Sentí la excitación de quien se acerca al santuario de algún misterio supremo, cuando atravesé las paredes de aquel edificio. Gente, que debería haber venido de muchos mundos o dimensiones diferentes, entró conmigo o junto a mí, a través de las titánicas columnatas, cuyos pilares estaban grabados con runas indescifrables y enigmáticos bajorrelieves. Los habitantes de la ciudad, oscuros y colosales, estaban parados o moviéndose, ocupados como los demás en sus propios asuntos. Ninguno de estos seres habló, ni para dirigirse a mí ni a ninguno de los otros; y, aunque me miraron varios por casualidad, mi presencia era, evidentemente, dada por supuesto.
No existen palabras para transmitir la incomprensible maravilla de todo ello. ¿Y la música? Además, he fracasado por completo en describir esto. Era como si algún maravilloso elixir se hubiese transformado en ondas sonoras..., un elixir que concediese el regalo de una vida sobrehumana y los sueños, elevados y magníficos, que son soñados por los inmortales. Mientras me acercaba a su oculta fuente, se me subía a la cabeza como una borrachera sobrenatural.
Ignoro qué oscuro aviso me impulsó a llenarme los oídos de algodón antes de avanzar más. Aunque aún podía oírla, aún podía notar su peculiar y penetrante vibración, el sonido se volvió apagado cuando hice esto, y su influencia fue menos poderosa a partir de entonces. Caben pocas dudas de que le debo mi vida a esta sencilla y doméstica precaución.
La incesante fila de columnas se oscureció un rato, como el interior de una larga caverna basáltica; y entonces, a alguna distancia adelante, noté el brillo de una luz suave en el suelo y los pilares. El brillo enseguida se convirtió en un resplandor rebosante, como si en el corazón del templo se hubiesen encendido lámparas gigantescas; y las vibraciones de la música oculta pulsaron mis nervios con más fuerza.
El pasillo terminaba en una cámara de anchura inmensa, indefinida, cuyas paredes y techo eran inciertos a causa de las sombras incesantes.
En el centro, en medio del pavimento de losas gigantescas, había un foso circular sobre el que parecía flotar una fuente de llamas, que se levantaban en un único chorro perpetuo, que se alargaba lentamente.
Esta llama era la única iluminación; y, además, era la fuente de la música fogosa y ultraterrena. Incluso con mis oídos ensordecidos a propósito, me sentí atraído por la dulzura, penetrante y rutilante, de su canto; y sentí la atracción voluptuosa y esa gran alegría vertiginosa.
Supe inmediatamente que el lugar era un santuario, y que los seres transdimensionales que me acompañaban eran peregrinos visitantes. Los había por docenas..., quizá centenares. Pero todos quedaban empequeñecidos en la inmensidad cósmica de aquella cámara. Se reunían ante la llama en distintas actitudes de culto; inclinaban sus cabezas exóticas o hacían gestos misteriosos de adoración con manos y miembros inhumanos. Y las voces de varios de ellos, profundas como tambores resonantes o agudas como el chirrido de insectos gigantes, eran audibles entre el cantar de la llama.
Hechizado, avancé y me uní a ellos. Dominado por la música y la visión de la llama que se levantaba, presté tan poca atención a mis extraños compañeros como ellos me prestaron a mí.
La fuente se levantó y se levantó, hasta que su luz parpadeó en los miembros y en los rasgos de las colosales estatuas entronadas detrás de ella... de héroes, dioses o demonios de ciclos anteriores de un tiempo extraño, mirando en su piedra un crepúsculo de misterio ilimitado. El fuego era blanco y deslumbrante, tan puro como el corazón central de una estrella; me cegó, y, cuando aparté mis ojos, el aire estaba lleno de redes de colores intrincados, con arabescos que cambiaban rápidamente, cuyos muchos colores desacostumbrados y sus dibujos eran tales como un ojo mundano nunca ha contemplado jamás. Noté un calor estimulante que me llenaba, hasta la propia médula de los huesos, con una vida más intensa.
La música se elevaba con la llama; y comprendí ahora su ascensión y caídas recurrentes. Mientras miraba y escuchaba, un pensamiento loco nació en mi mente..., el pensamiento de lo maravilloso y gozoso que sería correr adelante y tirarse de cabeza en la llama que cantaba. La música parecía decirme que, en ese momento de ardiente disolución, encontraría toda la delicia y el triunfo, todo el esplendor y la alegría que me había prometido de lejos.
Me cortejaba, me rogaba con tonos de una melodía celeste; y, a pesar del taponamiento de mis oídos, la atracción resultaba prácticamente irresistible.
Sin embargo, no me había privado de toda mi cordura. Con un repentino espasmo de terror, como alguien que ha estado tentado de lanzarse desde un elevado precipicio, me aparté. Entonces, vi que el mismo terrible impulso era compartido por algunos de mis compañeros. Las dos entidades con alas escarlatas, a quienes he mencionado anteriormente, estaban de pie un poco apartadas del resto de nosotros. Ahora, con un gran aleteo, se levantaron y volaron hacia la llama como polillas a una vela. Durante un momento, la luz brilló roja a través de sus alas translúcidas, antes de que desapareciesen en la incandescencia saltarina, que soltó una breve llamarada y después ardió como antes.
Entonces, en rápida sucesión, cierto número de otros seres, quienes representaban las tendencias más opuestas de la biología, se echaron adelante y se inmolaron en la llama. Había criaturas con cuerpos translúcidos, y algunas que brillaban con todas las tonalidades de un ópalo; había colosos alados, y titanes que avanzaban como con botas de siete leguas; y había un ser con inútiles alas malogradas que, más que correr, se arrastró para buscar la misma gloriosa condena que el resto. Pero, entre ellos, no había ninguno de los habitantes de la ciudad, que sencillamente estaban de pie y miraban, tan impasibles y parecidos a estatuas como siempre.
Vi que la fuente había alcanzado ahora su mayor altura y estaba empezando a declinar. Se hundió, lenta pero continuamente, hasta la mitad de su elevación anterior. Durante este intervalo, no hubo más actos de autosacrificio, y varios de los seres junto a mí dieron la vuelta abruptamente como si hubieran vencido el hechizo letal. Una de las entidades altas con armadura, mientras se marchaba, se dirigió a mí con palabras que eran como notas de clarín, con un tono inconfundible de advertencia. Con un gran esfuerzo de la voluntad, en un revoltijo de emociones conflictivas, le seguí. A cada paso, la locura y el delirio de la música se enfrentaban con mi instinto de autoconservación. Más de una vez, comencé a retroceder. Mi viaje a casa fue tan borroso e incierto como los vagabundeos de un hombre sumido en un trance de opio; y la música cantaba detrás de mí y me hablaba del placer que había perdido, de la ardiente disolución cuyo breve instante era mejor que evos de vida mortal.
9 de agosto. He intentado comenzar un nuevo cuento, pero no he progresado. Cualquier cosa que puedo imaginar, o expresar con palabras, parece vulgar y pueril frente al mundo de misterio inescrutable al que he encontrado la entrada. La tentación de volver es más convincente; la llamada de la música que recuerdo, más dulce que la voz de la mujer amada. Y siempre me encuentro atormentado por el problema que representa todo ello, y molesto por lo poco que he visto y comprendido. ¿Qué fuerzas son esas cuya existencia y funcionamiento apenas he captado? ¿Quiénes son los habitantes de la ciudad? ¿Y quiénes son los seres que visitan la llama en el santuario? ¿Qué rumor o leyenda les ha atraído desde sus exóticos reinos o lejanos planetas hasta aquel lugar de peligro y destrucción inenarrables? ¿Y qué es la fuente misma, cuál es el secreto de su atracción y de su mortífero canto? Estos problemas admiten infinitas hipótesis, pero ninguna solución concebible.
Estoy planeando regresar una vez más..., pero no solo. Alguien debe acompañarme esta vez, como testigo de la maravilla y del peligro.
Todo es demasiado extraño como para ser creído..., debo tener una corroboración humana de lo que he visto, sentido y conjeturado. Además, puede que otro entienda donde yo no he conseguido hacer más que captar.
¿A quién llevaré? Será necesario invitar a alguien que venga desde el mundo exterior..., alguien de una gran capacidad estética e intelectual. ¿Se lo pediré a Philip Hastane, mi compañero escritor de ficción? Él se hallará demasiado ocupado, me temo. Pero está el artista californiano, Félix Ebbonly, quien ha ilustrado varias de mis novelas de fantasía. Ebbonly, si puede venir, sería el hombre adecuado para ver y apreciar la nueva dimensión. Con su inclinación hacia lo raro y lo sobrenatural, el espectáculo de la llanura y de la ciudad, de los edificios como de Babel, y de los paseos, y el templo de la llama, le fascinarán. Le escribiré inmediatamente a su dirección de San Francisco.
12 de agosto. Ebbonly está aquí...; las pistas misteriosas en mi carta, referidas a nuevos temas pictóricos dentro de su propia línea, eran demasiado provocativas como para que él se resistiese. Ahora, se lo he explicado por completo y le he hecho una narración detallada de mis aventuras. Noto que está un poco incrédulo, lo que a duras penas puedo echarle en cara. Pero no continuará estando incrédulo durante mucho tiempo, porque mañana visitaremos juntos la ciudad de la llama que canta.
13 de agosto. Debo reunir mis desordenadas facultades. Debo elegir mis palabras y escribir con el mayor cuidado. Ésta será la última entrada en el diario, y lo último que nunca escribiré. Cuando haya terminado, envolveré mi diario y se lo enviaré a Philip Hastane, que podrá hacer con él lo que considere adecuado.
Me llevé a Ebbonly a la otra dimensión hoy. Se sintió impresionado, como yo me sentí, ante los dos pedrejones aislados de la Colina del Cráter.
—Parecen los extremos gastados de columnas colocadas por dioses prehumanos —comentó—; estoy comenzando a creerte ahora.
Le dije que fuese primero, y le indiqué el lugar por el que debía avanzar. Me obedeció sin vacilar, y tuve la singular experiencia de ver a un hombre desaparecer en la nada, instantánea y completa.
Un momento estaba ahí... y, al siguiente, sólo estaba el suelo vacío y los distantes alerces, cuya panorámica su cuerpo había obstruido. Le seguí. Y le encontré de pie en la hierba violeta, incapaz de hablar a causa del pasmo.
—Esto es la clase de cosa cuya existencia, hasta el momento, sólo había sospechado, y de lo que tan sólo había sido capaz de transmitir pistas por medio de mis dibujos más imaginativos —dijo por fin.
Hablamos poco mientras seguimos la fila de pedrejones monolíticos en dirección a la llanura. Lejos en la distancia, más allá de los elevados y señoriales árboles de suntuoso follaje, los vapores marrón dorado se habían abierto, mostrando las perspectivas de un horizonte inmenso; y, más allá del horizonte, había una fila de esferas brillantes y ardientes, motas valoradas en las profundidades de aquel cielo ámbar. Era como si el velo de otro universo que no era el nuestro hubiese sido retirado.
Atravesamos la llanura, y, al cabo, aquella música, peligrosa y hechicera, llegó al alcance de nuestros oídos. Advertí a Ebbonly que se llenase los oídos con tapones de algodón, pero él se negó.
—No quiero apagar ninguna sensación nueva que pueda experimentar —comentó.
Entramos en la ciudad. Mi compañero sintió un auténtico rapto de placer artístico al contemplar los enormes edificios y las gentes. Podía ver, además, que la música le había dominado: su expresión pronto se volvió tan rígida y soñadora como la de un comedor de opio.
Al principio, hizo muchos comentarios sobre la arquitectura y los distintos seres que pasaban a nuestro lado, y me llamaba la atención sobre detalles en los que no me había fijado antes. Sin embargo, mientras nos acercamos al templo de la llama, su interés en observar pareció aflojarse, y fue sustituido por una concentración interior cada vez más placentera. Sus comentarios disminuyeron en número y se hicieron más breves; y ni siquiera parecía oír mis preguntas. Era evidente que el sonido le había fascinado y hechizado por completo.
Al igual que durante mi visita anterior, había muchos peregrinos dirigiéndose al santuario..., y pocos alejándose de este. La mayoría de éstos pertenecía a tipos de evolución que había visto antes. Entre ellos había uno que resultaba nuevo para mí; recuerdo una espléndida criatura de alas cerúleas y doradas como las de un lepidóptero gigante, y ojos temblorosos como joyas que deberían haber sido diseñados para reflejar las glorias de un mundo semejante al Edén.