Read Los mundos perdidos Online
Authors: Clark Ashton Smith
Siguiendo a esto, mi entorno se volvió translúcido, como sombras modeladas con niebla. Descubrí que, a través de la portada jaspeada, podía ver las ilustraciones para la edición de John Martin de El paraíso perdido, que descansaba en la mesa frente a mí.
Todo esto, supe, no era más que la extensión de mi vista física ordinaria. Era sólo un preludio para esas percepciones de reinos ocultos que yo buscaba mediante la souvara. Concentrando nuevamente mi mente en el fin de mi experimento, me di cuenta de que las paredes neblinosas habían desaparecido como un telón que se aparta. En torno a mí, como reflejos en agua revuelta, vagos paisajes temblaban y cambiaban, borrando uno a otro en un instante. Me parecía escuchar un sonido vago, pero continuamente presente, más musical que el murmullo del aire, del fuego o del agua, que era una propiedad del elemento desconocido que me rodeaba.
Con una sensación de confusa familiaridad, contemplé los cuadros, borrosos e inestables, que fluían ante mí en este medio incansable. Templos orientales que brillaban cuando el sol tocaba el bronce y el oro; los afilados techos y veletas amontonados de ciudades medievales; bosques del norte y tropicales; los vestidos y fisonomías de Levante, de Persia, de la antigua Roma y de Cartago, pasaron como imágenes sopladas por el viento. Cada cuadro sucesivo pertenecía a una época más antigua que el anterior..., y supe que cada uno era una escena de una de mis vidas anteriores a la actual.
Atado aún, según las apariencias, a mi ser actual, repasé estos recuerdos visibles, que tomaban una claridad y una profundidad tridimensionales. Me vi a mí mismo como un guerrero y como un trovador, como noble, mercader y mendigo. Temblé con miedos muertos, me alegré con esperanzas y alegrías perdidas, y fui atado con vínculos que la muerte y el río Leteo habían roto.
Y, sin embargo, nunca me identifiqué por completo con estos otros avatares; porque sabía que la memoria que buscaba pertenecía a una encarnación de épocas más antiguas. Todavía continuaba el torrente de la fantasmagoría. Y me volví, mareado con un vértigo inefable ante la vastedad y eternidad de los ciclos del ser.
Parecía como si yo, el observador, estuviese perdido en un país gris donde los fantasmas sin casa de todas las edades muertas estuviesen escapando de un olvido a otro.
Las murallas de Nínive, las columnas y torres de ciudades innominadas, se levantaron ante mí y fueron barridas. Vi las fértiles llanuras que ahora son el desierto del Gobi. Las capitales de la Atlántida, perdidas en el mar, fueron atraídas a la luz con todo el brillo de su gloria. Contemplé escenas, frescas y nubladas, de los primeros continentes de la Tierra. Brevemente, reviví el origen del hombre sobre la Tierra... y supe que el secreto que pretendía descubrir era todavía más antiguo que eso.
Mi vista se desvaneció en un vacío negro..., y, sin embargo, en ese vacío, a través de evos insondables, parecía que existía bajo la forma de un átomo ciego en el espacio entre los mundos.
En torno a mí, estaban la oscuridad y el reposo de la noche que había precedido la creación de la Tierra. El tiempo corría hacia atrás en medio del silencio de un sueño sin sueños...
La iluminación, cuando llegó, fue instantánea y completa. Estaba de pie, bajo la luz ardiente del pleno sol, entre capullos que florecían levantándose magníficos en un jardín profundo, más allá de cuyos elevados muros, cubiertos de yedra, escuchaba los confusos murmullos de la gran ciudad llamada Kalood.
Sobre mí, en su apogeo primaveral, estaban los cuatro pequeños soles que iluminaban el planeta Hestan. Insectos coloreados como joyas revoloteaban a mi alrededor, posándose sin miedo en las ricas vestimentas, de color negro y dorado, decoradas con símbolos astronómicos, con las que estaba ataviado. Junto a mí había un altar con forma de esfera de ágata dividida en zonas, en el que se habían tallado los mismos símbolos, que eran los del temible, y siempre presente, dios del tiempo, Aforgomon, a quien servía como sacerdote.
No tenía el menor recuerdo de mí mismo como John Milwarp, y el largo desfile de mis vidas terrestres era como algo que nunca había sucedido..., o que estaba aún por suceder. La pena y la tristeza me ahogaban el corazón igual que las cenizas llenan una urna consagrada a los muertos, y todos los colores y los perfumes del jardín que me rodeaba sólo servían para recordarme la amargura de la muerte.
Mirando colérico el altar; blasfemé contra Aforgomon, que en su curso inexorable se había llevado a mi amada y no me había enviado un consuelo para mi pena. Por separado, maldije los signos sobre el altar: las estrellas, los mundos, los soles y las lunas, que seguían y cumplían los procesos del tiempo.
Belthoris, mí prometida, había muerto al finalizar el último otoño; y así, con dobles maldiciones, maldije las estrellas y los planetas que gobiernan esa estación.
Noté que una sombra había caído junto a la mía sobre el altar, y supe que el oscuro sabio y mago Atmox había contestado a mi llamada. Temeroso, pero no sin esperanza, me volví hacia él. Fijándome, primeramente, en que llevaba bajo el brazo un volumen pesado y de aspecto siniestro, encuadernado en acero negro y con cerraduras de diamante. Sólo cuando me hube asegurado de esto, levanté mi vista a su rostro, que era sólo un poco menos siniestro e imponente que el tomo que acarreaba.
—Saludos, oh Calaspa, he venido contra mi voluntad y mi opinión. La sabiduría que solícitas se encuentra en este volumen, y, dado que tú me salvaste en años anteriores del furor inquisitorial de los sacerdotes del tiempo, no puedo negarme a compartirlo contigo. Pero entiende bien que hasta yo, que he jurado por nombres que son terribles de pronunciar, que he invocado presencias prohibidas, no me atreveré a ayudarte con este conjuro. Con ganas te ayudaría a conversar con el espíritu de Belthoris, o a animar su cuerpo, aún incorrupto, y llamarla de la tumba. Pero lo que tú te propones es muy distinto. Tú solo debes realizar los rituales prescritos, pronunciar las palabras necesarias; porque las consecuencias de esto serán más terribles de lo que crees.
—No me preocupan las consecuencias —contesté ansioso—, si es posible hacer volver las horas perdidas que compartí con Belthoris. ¿Crees tú que he de contentarme con su sombra que vagabundea, tenuemente, de aquí a la frontera? ¿O que podría solazarme con el hermoso barro que el aliento de la nigromancia ha inquietado y ha obligado a levantarse y caminar, sin inteligencia ni alma? No, te digo. ¡La Belthoris a la que yo deseo invocar es aquella en la que todavía no se ha puesto la sombra de la muerte!
Parecía que Atmox, el amo de las artes sospechosas, el vasallo de los poderes de la sombra, retrocedía y palidecía ante mi vehemente declaración.
—¡Reflexiona! —me dijo con firmeza admonitoria—, que esto constituye una ruptura de la lógica sacra del tiempo y una blasfemia contra Aforgomon, dios de los minutos y de los ciclos. Lo que es más: hay poco que ganar; porque no podrás hacer volver por completo la estación de tu amor, sino sólo una única hora, arrancada con infinita violencia de su lugar en el tiempo... Deténte, te lo ruego, y date por satisfecho con brujerías menores.
—Dame el libro —exigí—; he abandonado mi servicio a Aforgomon. Con la debida devoción y reverencia, he adorado al dios del tiempo, y he realizado en su honor los ritos que han sido ordenados desde la eternidad; y, a cambio de todo esto, el dios me ha traicionado.
Entonces, en aquel jardín fértil y elevado, bajo los cuatro soles, Atmox abrió las cerraduras diamantinas del libro encuadernado en acero, y, dirigiéndose a cierta página, colocó el libro con desgana entre mis manos.
Esa página, como las demás, estaba hecha con algún maldito pergamino con manchas a rayas de decoloración mustia y los bordes negros a causa de su extremada antigüedad; pero sobre ella brillaban, sin apagarse, los temidos caracteres que un archimago primigenio había trazado con una tinta tan brillante como la sangre recién vertida de demonios. Sobre esta página me incliné en mi locura, examinándola reiteradamente hasta que me quedé mareado a causa de las ardientes letras, y, cerrando los ojos, las veía arder en una oscuridad rojiza, aún legibles, y retorciéndose como gusanos infernales.
Huecamente, como el tañido de una campana lejana, escuché la voz de Atmox.
—Has aprendido, oh Calaspa, el nombre impronunciable de aquel cuya asistencia es lo único que puede ayudarte a recuperar las horas perdidas. Y has aprendido el hechizo que despertará a ese poder oculto y el sacrificio que será necesario para propiciarlo. ¿Sabiendo todas estas cosas, es todavía fuerte tu corazón, y tu propósito firme?
El nombre que había leído en el libro de magia era el del principal poder cósmico antagonista de Aforgomon; el hechizo y el sacrificio eran propios del más repugnante culto a los demonios. Sin embargo, no dudé, sino que di una decidida respuesta afirmativa a la grave pregunta de Atmox.
Notando que me mostraba inflexible, inclinó la cabeza, sin intentar disuadirme más. Entonces, tal y como el volumen de letras de fuego me había indicado que hiciese, profané el altar de Aforgomon, borrando algunos de sus principales símbolos con polvo y escupitajos. Mientras Atmox miraba en silencio, me herí en la vena más profunda de mi brazo derecho con la afilada aguja del reloj; y, dejando que la sangre gotease sobre la esfera de zona a zona, de globo a globo de ágata tallada, hice un sacrificio ilegal y pronuncié en voz alta, en nombre del Caos reptante, Xexanoth, un ritual abominable compuesto por la repetición para atrás y la mezcla de las letanías sagradas del dios del tiempo.
Incluso mientras entonaba el ensalmo, parecía que repugnantes redes de sombras eran tejidas en torno a los soles; y el mundo tembló un poco, como si un demonio colosal pisase su borde, habiendo dado un enorme salto desde los abismos de más allá. Las paredes del jardín y los árboles temblaron como reflejos en un estanque sobre el que sopla el viento; y me mareé a causa de la pérdida de sangre vital que había derramado en ofrenda de culto a los demonios.
Entonces, en mi carne y en mi mente, sentí el intolerable dolor de una vibración semejante al impacto prolongado de ciudades sometidas a un terremoto, de una costa que se deshace en un mar caótico, y mi carne fue atormentada y mi cerebro tembló a causa de las discordias desafinadas que me barrían de un extremo a otro.
Desfallecí, y la confusión me roía en lo más profundo de mi ser.
Vagamente, escuché las admoniciones de Atmox, y, aún más vagamente, escuché el sonido de mi propia voz, que contestaba a Xexanoth, dando nombre a la impía nigromancia que sólo por medio de su poder podía ser llevada a cabo.
Locamente, le rogué a Xexanoth, a pesar del tiempo y el paso ordenado de sus estaciones, una hora de aquel otoño pasado que yo había compartido con Belthoris; e, implorando esto, no mencioné ninguna hora en especial; porque todas, en mi recuerdo, me habían parecido una felicidad y una alegría iguales.
Cuando las palabras hubieron dejado de salir de mis labios, pensé que la oscuridad temblaba en el aire como una gran ala; y los cuatro soles se apagaron, y mi corazón se detuvo como si hubiese muerto. Entonces volvió la luz, cayendo oblicuamente desde soles que estaban maduros en la plenitud del otoño; y en ningún lugar de mis proximidades se veía la sombra de Atmox; y el altar de ágata listada estaba sin sangre e impoluto. Yo, el amante de Belthoris, sin sospechar la sentencia y las penas venideras, estaba de pie feliz junto a mi amada frente al altar; y vi sus jóvenes manos coronar la antigua esfera con las flores que había arrancado del jardín.
Temibles más allá de toda suposición son del tiempo los misterios.
Incluso yo, sacerdote e iniciado, aunque instruido en las doctrinas secretas de Aforgomon, conozco poco de ese proceso, esquivo e inevitable, por el que el presente se convierte en el pasado y el futuro se resuelve en el presente.
Todos los hombres han meditado los enigmas de la duración y de la transitoriedad; se han preguntado, vanamente, en qué arroyo están confinados los días perdidos y los años gastados.
Algunos han soñado que el pasado permanece inmutable, convirtiéndose en la eternidad una vez que escapa de nuestro alcance mortal; y a otros les ha parecido que el tiempo era una escalera cuyos escalones se van deshaciendo, uno por uno, detrás de quien la asciende, desplomándose en el abismo de la nada.
Como quiera que sea esto, sé que la que estaba junto a mí era la Belthoris sobre la cual aún no había caído sombra alguna de mortalidad. La hora era una recién nacida en una estación dorada; y los minutos por venir estaban cargados con todas las maravillas y sorpresas que pertenecen al futuro que aún no ha sido puesto a prueba.
Más alta era mi amada que los lirios del jardín, frágiles y erguidos. En sus ojos estaba el zafiro de las noches sin luna, sembradas de pequeñas estrellas doradas. Sus labios estaban extrañamente curvados, pero sólo les había dado forma la flexibilidad y el placer. Ella y yo habíamos estado prometidos desde nuestra infancia, y el momento de los ritos del matrimonio estaba aproximándose. Nuestros contactos eran libres por completo, conforme a las costumbres de aquel mundo. A menudo, ella acudía a pasear conmigo por mi jardín y a decorar el altar del dios, cuyas lunas y soles en movimiento pronto traerían la estación de la felicidad.
Las luciérnagas que a nuestro alrededor volaban, con alas de aéreo y dorado brocado, no eran más livianas que nuestros corazones. Haciendo alegre descanso, aventamos nuestro travieso talante hasta convertirlo en una ardiente hoguera de arrebato. Éramos semejantes a las flores de todos los colores que se encaraman, a los insectos que vuelan veloces como dardos, y nuestros espíritus se mezclaban y elevaban con los perfumes que eran arrastrados hacia arriba en el cálido aire. No hacíamos caso del elevado murmullo de la gran ciudad de Kalood, que se extendía más allá de las paredes de mi jardín; para nosotros, el planeta llamado Hetor, con sus muchos pueblos, ya no existía; y habitábamos solos en un universo de luz, en un florecido paraíso. Elevados por el amor, en la gran armonía de aquellos momentos nos parecía rozar la eternidad, e, incluso yo, el sacerdote de Aforgomon, me olvidé de los días, que las flores marchitan, y de los ciclos de tiempo, que se tragan los sistemas.
En la sublime locura de la pasión, juré que ni la muerte ni la discordia habrían nunca de mancillar la perfecta comunión de nuestros corazones.