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Authors: Clark Ashton Smith

Los mundos perdidos (41 page)

BOOK: Los mundos perdidos
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—La doncella Athlé —anunciaron las voces con tonos solemnes y ominosos— se ha contemplado a sí misma en el espejo de la eternidad, y ha marchado más allá de los cambios y de la corrupción del tiempo.

Tiglari se sintió como si se estuviese hundiendo en algún oscuro y terrible pantano. No comprendía nada de lo que le había sucedido a Athlé; y su propio destino era un enigma igualmente oscuro, más allá de las soluciones de un sencillo cazador.

Ahora, los capullos se habían levantado hasta sus hombros, y estaban bañando sus brazos y su cuerpo. Bajo su horrible alquimia, la transformación continuó. Una larga mata de pelo creció en su torso, que se ensanchaba; los brazos se alargaron, se volvieron simiescos; las manos adquirieron un parecido a sus pies. Del cuello para abajo, Tiglari no se distinguía en nada de las simiescas criaturas del jardín.

En un horror abyecto e impotente, esperó la terminación de la metamorfosis. Entonces, se dio cuenta de que un hombre, vistiendo ropajes sombríos, con los ojos y la boca repletos del cansancio de cosas extrañas, estaba de pie junto a él, acompañado de dos autómatas de manos como guadañas.

Con una voz un poco lánguida, el hombre pronunció una palabra que resonó en el aire con ecos prolongados y misteriosos. El círculo de flores inclinadas se apartó de Tiglari, recuperando sus anteriores posiciones verticales en un seto apretado, y los tentáculos como cables fueron apartados de sus tobillos. Apenas capaz de comprender su liberación, escuchó un sonido de voces de bronce, y supo vagamente que las cabezas demoníacas de las columnas habían hablado de nuevo, diciendo:

—El cazador Tiglari ha sido bañado en el néctar de los capullos de la vida primordial, y se ha vuelto a todos los efectos, del cuello para abajo, como las bestias que cazaba.

Cuando el coro hubo cesado, el hombre cansado, de oscuro ropaje, se acercó y se dirigió a él.

—Yo, Maal Dweb, había planeado darte el mismo trato que precisamente había dado a Mocair y a muchos otros. Mocair era la bestia que te encontraste en el laberinto, con su pelaje recién hecho, aún liso y brillante a causa del efecto del licor de las flores; y viste a alguno de sus predecesores dando vueltas por el palacio. Sin embargo, me he dado cuenta de que mis caprichos no son siempre los mismos. Tú, Tiglari, a diferencia de los otros, permanecerás humano del cuello para arriba, y eres libre para continuar tus vagabundeos por el laberinto, y escapar de él si puedes. No deseo volver a verte. Y mi clemencia nace de otra fuente que no es aprecio para los de tu clase. Vete ahora; el laberinto tiene muchas vueltas que aún estás por recorrer.

Un gran temor descendió sobre Tiglari; su nativa fiereza, su voluntad de salvaje, fueron domesticadas por la lánguida voluntad del brujo. Con una mirada hacia atrás, llena de preocupación y asombro por Athlé, se retiró obediente, inclinándose como un mono enorme. Con su pelo bulléndole húmedo bajo los tres soles, se desvaneció en el laberinto.

Maal Dweb, acompañado de sus esclavos de metal, se inclinó sobre la figura de Athlé, que aún contemplaba el espejo con ojos asombrados.

—Mong Lut —dijo dirigiéndose por su nombre al autómata más próximo, que le seguía pegado a sus talones—. Ha sido, como tú sabes, mi capricho eternizar la frágil belleza de las mujeres. Athlé, como muchas otras antes que ella, ha explorado mi ingenioso laberinto, y ha mirado en el espejo cuya repentina radiación convierte la carne en una piedra más hermosa que el mármol y no menos duradera... Además, como tú sabes, ha sido mi capricho convertir a los hombres en bestias mediante el copioso fluido de ciertas flores artificiales, para que así su aspecto exterior se conformase más estrictamente a su naturaleza interior. ¿No está bien, Mong Lut, que yo haya hecho estas cosas? ¿Acaso no soy Maal Dweb, en quien residen todo el poder y todo el conocimiento?

—Sí, amo —repitió el autómata como un eco—. Tú eres Maal Dweb, el que todo lo sabe, el que todo lo puede. Está bien que tú hayas hecho estas cosas.

—Sin embargo —continuó Maal Dweb—, la repetición de hasta las más notables taumaturgias puede volverse aburrida después de un cierto número de veces. Yo no creo que vuelva a tratar a ninguna mujer de esta manera, o a ningún hombre. ¿No está bien, Mong Lut, que varíe en el futuro mis hechicerías? ¿Acaso no soy Maal Dweb, de infinitos recursos?

—En verdad eres Maal Dweb —asintió el autómata—. Y en verdad estará bien que diversifiques tus encantamientos.

Maal Dweb no se quedó insatisfecho con las respuestas que el autómata le había ofrecido. Poco deseaba otra conversación que no fuese el férreo eco de sus metálicos servidores, que siempre estaban conformes con todo lo que él decía, y le ahorraban el tedio de las discusiones.

Y puede que hubiese momentos en que se cansaba un poco hasta de esto, y prefería el silencio de las mujeres petrificadas o el mutismo de las bestias que ya no podían llamarse a sí mismas hombres.

LA CADENA DE AFORGOMON

Resulta verdaderamente raro que John Milwarp haya caído tan rápidamente en este olvido a medias. Sus libros, tratando la vida oriental con un estilo algo florido y romántico, eran populares hace unos pocos meses. Pero ahora, a pesar de su variedad, perspicacia y convincente magia verbal, son mencionados raras veces; y parecen haberse desvanecido inexplicablemente de los estantes de bibliotecas y librerías.

Incluso el misterio de la muerte de Milwarp, que confundió tanto a la Ley como a la Ciencia, no ha despertado más que un interés pasajero, un nerviosismo que se apagó prontamente y fue olvidado.

Estaba bastante bien familiarizado con Milwarp a lo largo de un período de años. Pero mis recuerdos de aquel hombre se están volviendo extrañamente borrosos, como una imagen en un espejo empañado. Su oscura y medio alienada personalidad, su preocupación por lo oculto, su inmenso conocimiento de la vida y la sabiduría del Oriente, son cosas que recuerdo con el mismo esfuerzo y vaguedad con que se recuerda un sueño. A veces, casi dudo de que alguna vez haya existido. Es como si el hombre, con todo lo relativo a él, estuviese siendo borrado del recuerdo humano mediante una misteriosa aceleración del proceso normal del olvido.

En su testamento me nombraba a mí su albacea. Vanamente, he intentado despertar el interés de los editores en la novela que dejó entre sus papeles: una novela que sin duda no es inferior a nada que escribiese. Dicen que su moda ha pasado. Ahora, publico como un cuento en una revista el contenido del diario llevado por Milwarp, durante el período que precedió a su fallecimiento.

Quizá, para aquellas personas que sean abiertas de mente, este diario explicará el misterio de su muerte. Parece que las circunstancias de su muerte están prácticamente olvidadas, así que las repetiré aquí como parte de mi esfuerzo para mantener, y perpetuar, la memoria de Milwarp.

Milwarp había regresado a su hogar de San Francisco después de un largo viaje a través de Indochina. Los que le conocimos dedujimos que había ido a lugares rara vez frecuentados por los occidentales. En el momento de su muerte, justo acababa de terminar de corregir las pruebas de imprenta de una novela que trataba de los aspectos de Burma más románticos y misteriosos.

En la mañana del 2 de abril de 1.933, su ama de llaves, una mujer madura, fue asustada por un resplandor de luz brillante que salía de la puerta entornada del estudio de Milwarp. Parecía como si el cuarto entero estuviese ardiendo. Entrando en el estudio, vio a su señor sentado en su sillón, vistiendo la túnica de lustroso y oscuro brocado chino que acostumbraba emplear como bata. Estaba sentado rígidamente erguido, con una pluma agarrada entre sus dedos inmóviles sobre las páginas abiertas de un volumen manuscrito. En torno a él, formando una especie de aureola, brillaba y parpadeaba la extraña luz; y lo único que se le ocurrió a ella es que sus ropas podían estar ardiendo.

Corrió hacia él, gritando una advertencia. En ese momento, la extraña aureola adquirió un brillo intolerable que borró por igual los débiles rayos del sol temprano y las luces eléctricas, que, al estar encendidas, atestiguaban la noche de trabajo. Le pareció al ama de llaves que algo estaba mal con la propia casa; porque las paredes y la mesa desaparecieron y un gran espacio luminoso se abrió ante ella.

Y al borde de aquel abismo, sentado no sobre su sillón con almohadones habitual, sino sobre un asiento de piedra, enorme y tosco, contempló a su señor, tieso y rígido. Su pesada túnica de brocado había desaparecido, y en torno a él, de la cabeza a los pies, había lazos cegadores de puro fuego blanco que tenían la forma de eslabones de una cadena. Ella no podía soportar el brillo de las cadenas, y, retrocediendo, se tapó los ojos con las manos.

Cuando se atrevió a mirar de nuevo, el extraño brillo se había apagado, el cuarto estaba como de costumbre, y la figura inmóvil de Milwarp se hallaba sentada a la mesa, en postura de escribir.

Asustada y aterrorizada, la mujer reunió el valor para acercarse a su señor. Un asqueroso olor a carne quemada salía de debajo de sus prendas, que estaban completamente intactas y sin señal aparente de fuego. Estaba muerto, sus dedos agarraban con fuerza la pluma, y sus facciones estaban congeladas en una mirada de agonía tetánica. Su cuello y sus muñecas estaban completamente rodeados por terribles quemaduras que los habían dañado profundamente. El forense, al realizar la autopsia, descubrió que estas quemaduras, manteniendo la silueta de pesados eslabones, se extendían en largas espirales ininterrumpidas a lo largo de las piernas, los brazos y el torso. Las quemaduras eran, aparentemente, la causa de la muerte de Milwarp: era como si cadenas de hierro, calentadas al rojo vivo, hubieran sido envueltas en torno a él.

Se hizo poco caso a lo que el ama de llaves contó sobre lo que había visto. Nadie, sin embargo, pudo sugerir una explicación aceptable para el extraño misterio. Hubo, en aquel momento, muchas discusiones vanas: pero, como he indicado, la gente pronto dedicó su atención a otros asuntos.

Los esfuerzos que se realizaron para resolver el enigma fueron, un poco, para guardar las apariencias.

Los químicos intentaron determinar la naturaleza de la rara droga a la que Milwarp se había convertido en un adicto, bajo la forma de un polvo gris, con gránulos como perlas. Pero sus pruebas sólo sirvieron para revelar la presencia de un alcaloide, cuyo origen y atributos eran desconocidos para la ciencia occidental.

Día a día, todo el extraño asunto fue saliendo de la atención del público, y quienes habían conocido a Milwarp empezaron a mostrar ese olvido que era no menos inexplicable que su extraña muerte.

El ama de llaves, quien al principio se había mantenido firmemente en su historia, comenzó, al cabo, a compartir las dudas generales. Su historia, a base de repetirla, se volvió vaga y contradictoria: detalle a detalle, parecía olvidarse de las circunstancias anormales que había contemplado abrumada por el horror.

El volumen manuscrito en el que Milwarp había estado escribiendo en el momento de su muerte, según las apariencias, fue entregado a mi cuidado junto a sus otros papeles. Resultó ser un diario, cuya última entrada se interrumpe abruptamente. Después de leer el diario, me he apresurado a transcribirlo a mi propia letra, porque, por alguna causa misteriosa, la tinta del original empieza a borrarse y a ser ilegible en algunas partes.

El lector notará algunas lagunas a causa de fragmentos que ni yo ni ningún estudioso que conozca somos capaces de traducir. Estos pasajes parecen constituir una parte integral de la narración, y aparecen, principalmente, hacia el final, como si el escritor se hubiese inclinado cada vez más por un lenguaje recordado de su antigua encarnación. A idéntica inversión mental debe uno atribuir el raro sistema de fechas, en el que Milwarp, aun escribiendo en inglés, parece pasar de nuestro calendario convencional a uno de algún mundo prehumano.

A continuación, reproduzco el diario completo, que comienza con una anotación sin fecha.

Este libro, a no ser que haya sido erróneamente informado sobre las virtudes de la droga souvara, será una memoria de mi vida anterior en un ciclo de tiempo perdido. La droga ha estado en mi posesión desde hace siete meses, pero el miedo me ha impedido utilizarla. Ahora, basado en ciertas señales, noto cómo el deseo de saber pronto vencerá el miedo.

Ya desde mi más temprana infancia, he estado preocupado por sugerencias, vagas e ilocalizables, que parecían sugerir una vida olvidada. Estas sugerencias tomaban la forma de sentimientos más que de ideas o imágenes: eran como los espectros de recuerdos muertos.

En el fondo de mi mente ha habitado un sentimiento, sin forma definida, de melancólico deseo de una belleza sin nombre, largo tiempo perecida. Y, coincidiendo, he sido perseguido por un miedo, igualmente sin forma, un temor de una condena, pasada pero todavía inminente.

Sentimientos semejantes han persistido, sin apagarse, durante mi juventud y mi madurez, pero en ningún lugar he encontrado una pista relativa a su causa. Mis viajes por el místico Oriente, mis prácticas de ocultismo, solamente han servido para convencerme de que esas intuiciones indefinidas pertenecen a una encarnación enterrada bajo los escombros de incontables ciclos temporales.

Muchas veces a lo largo de mis vagabundeos por países budistas, he oído hablar de la droga souvara, que restaura, incluso para aquel que no es un iniciado, el recuerdo de otras vidas. Y, por fin, después de muchos esfuerzos en vano, he conseguido procurarme cierta cantidad de la droga.

La manera en que la he conseguido constituye por sí misma una historia notable, pero que aquí no tiene especial importancia. Hasta el momento; quizá a causa de ese miedo que he mencionado, no me he atrevido a consumir la droga.

9 de marzo de 1.933. Esta mañana tomé souvara por primera vez, disolviendo la cantidad adecuada en agua pura destilada tal y como me habían enseñado. Después, me eché atrás relajado en mi silla, respirando con un ritmo lento y regular. No tenía ideas preconcebidas sobre cuál sería la sensación que marcaría el efecto inicial de la droga, ya que se decía que éstos variaban de una manera prodigiosa, según el temperamento del usuario; pero me acomodé para esperarlos con tranquilidad, después de formular claramente en mi cerebro el propósito del experimento.

Durante un rato, no hubo cambio alguno en mi conciencia. Noté una ligera aceleración del pulso, y modulé mi respiración conforme a esto. Entonces, lenta y gradualmente, experimenté percepciones visuales agudizadas. Las alfombras chinas en el suelo, los lomos de los libros apiñados en las estanterías, la propia madera de la mesa, sillas y estantes, comenzaron a mostrar colores inimaginables. Al mismo tiempo, hubo una curiosa alteración en la silueta, cada objeto parecía extenderse de una manera hasta el momento insospechada.

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