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Authors: Daniel Ichbiah
No existe un Steve Jobs, sino que debemos hablar de cuatro Jobs (el joven indeciso que no sabe qué hacer con su vida, el fundador de Apple, el hijo pródigo propietario de Pixar y su regreso triunfal a la marca de la manzana con el lanzamiento del iPod, el iPhone y el iPad).
En todas sus vidas el éxito ha sido el denominador común, un éxito alcanzado gracias a un talento desmesurado, un carisma arrollador y una dedicación absoluta a la persecución de sus objetivos. Sin duda una obra de referencia sobre uno de los grandes genios de nuestra época.
Daniel Ichbiah
Las cuatro vidas de Steve Jobs
ePUB v1.0
wertmon09.08.12
Título original:
Las cuatro vidas de Steve Jobs
Daniel Ichbiah, noviembre 2011.
Traducción: María López Medel
Diseño/retoque portada: Irene Lorenzo
Editor original: wertmon (v1.0)
ePub base v2.0
«Pasé de la miseria a la opulencia en el tormento de la noche En la violencia de un sueño de verano, el escalofrío de una luz invernal En el baile amargo de la soledad que se desintegra en el espacio En el espejo roto de la inocencia de cada rostro olvidado».
Steve Jobs seguramente se reconocía en estos versos de Bob Dylan, un poeta al que admiraba y con quien compartía una característica poco común. Dylan es (y lo ha sido a lo largo de toda su carrera) capaz de entrar en un estudio de grabación por la mañana, con pocas horas de sueño y achacoso, sentarse ante el micrófono, cantar de un tirón y dejar que los técnicos de sonido se las apañen como puedan con su arte en estado puro, carente de compromisos y con una fuerza que no necesita de añadidos.
Como Dylan, Jobs nunca necesitó dejarse querer. Auténtico hasta la médula, nunca rindió cuentas a nadie. Al contrario, siempre se expresó tal y como era, diciendo lo que quería como quería, en una actitud que en ocasiones le salió cara.
Su primera vida fue accidentada y conmovedora, en una búsqueda a la vez idealista y atormentada del camino a seguir. Una juventud en la que sentía que no encajaba, como tantos otros jóvenes de su época. Eran los vibrantes años sesenta y el mundo bailaba al ritmo de una fabulosa banda sonora interpretada por Bob Dylan, The Beatles y The Doors mientras aparecían movimientos contraculturales, los
hippies,
la experimentación de todo tipo… Jobs no se comportó como mero espectador, pero tampoco se dejó llevar y mantuvo intactas sus ambiciones.
De hecho, saboreó su propio paraíso artificial en los libros. La electrónica se convirtió en su única droga, y con una obsesión digna de los creadores de Pinocho o Frankenstein, se embarcó en la paciente elaboración de una máquina que cobrase vida propia. El destino se confabuló para ayudarle y le regaló que junto a la casa de su infancia creciese un émulo de Da Vinci, un proyecto de
beatnik
barbudo llamado Steve Wozniak, cuya genialidad será determinante más adelante. En la universidad, se rindió ante una nueva pasión no menos sensual y exclusiva: la búsqueda de la iluminación espiritual. Jobs recorrió las carreteras de la India con Dan Kottke, otro estudiante como él, y juntos asistieron anonadados a la procesión de decenas de miles de hombres desnudos, que venidos de las altas montañas llegan para lavar su alma en las aguas del Ganges.
En 1977 experimentó una metamorfosis asombrosa. Encontrar su camino le ayudó a liberar una energía inesperada. Trabajó duro para crear Apple, lanzar el Apple II y, más tarde el Macintosh. Comenzó su segunda vida, cuyo ascenso caótico le llevaría hasta el mismo firmamento donde, de tanto acercarse al sol, terminó quemándose las alas. Todo sucedía quizá demasiado deprisa. Junto a Wozniak, su amigo de la infancia y paladín absoluto de la tecnología, fabricó su primer ordenador y juntos se pusieron a trabajar en su primera obra maestra, el Apple II.
Seguía sin hacer concesiones. Aquel chico de aspecto
hippy,
algo que siempre asumió sin vergüenza, era capaz de arrastrar a financieros trajeados y conseguir que pusiesen dinero pese a la aprensión inicial provocada por su forma de vestir. El Apple II les convirtió en ricos y famosos. A los 25 años es el millonario más joven de EE.UU. Conoció la gloria, las ovaciones y las peleas de los medios por hacerse con unas declaraciones suyas. Y sobre todo, disfrutó del momento. Hasta que surgió una nueva búsqueda que capturó su alma.
Durante una visita a los laboratorios de investigación de Xerox, vió la luz y, en una fracción de segundo, imaginó un futuro en el que arte e informática convivían y se reforzaban mutuamente: el ordenador desde la perspectiva de la estética. Su nuevo objetivo tuvo dimensiones globales: ¡el Macintosh cambiaría el mundo! Ni más ni menos.
A pesar de ello, Jobs no se conformó con aspirar a la belleza sino que maduró una perfección digna de Miguel Ángel. No se trataba de un deseo superficial, su idea tenía que aplicarse con perfección, no con intolerables aproximaciones. Sus ingenieros ponían el grito en el cielo ante sus pretensiones, como cuando, en 1977, pidió que los circuitos de la placa base del Apple II tuviesen una distribución rectilínea, sin importarle la increíble dificultad que aquello entrañaba y convencido de que la Capilla Sixtina no se podía levantar en un motel. La perfección estaba presente hasta en el más mínimo detalle.
Para crear el Macintosh, Jobs se rodeó de un equipo de personajes únicos que llegaron hasta allí a través de implacables procesos de selección. Un año y medio antes, durante una conferencia en el Instituto Smithsonian, explicó que «es doloroso no poder contar con los mejores del mundo y mi trabajo consiste precisamente en eso, en deshacerme de quienes no están a la altura».
La bandera pirata ondeaba en la guarida de los artistas del equipo Macintosh, una banda de marginales sublimes que intentaba prolongar artificialmente la fiesta del
flower power
de los 60. Juntos trabajaban de forma separada del resto de Apple: lo suyo es la revolución.
La epopeya de Macintosh se desarrolla en condiciones homéricas. Ignoraban la opinión mayoritaria, sorteando obstáculos que otros estimaban insuperables. Más que un proyecto tecnológico, aquellas peripecias parecían las aventuras vividas por Francis Ford Coppola durante el rodaje de
Apocalypse now.
Sin embargo, resultaba casi imposible imaginar a Andy Hertzfeld o Randy Wigginton, dos de esos rebeldes por naturaleza, dar lo mejor de sí en cualquier otra circunstancia.
Hertzfeld, impulsado por las demandas de sus compañeros de equipo, desarrolló la interfaz del Macintosh sin escatimar horas ni creatividad y aceptando de buen grado las novatadas periódicas del capitán de aquella extraña nave.
Soberbio e impetuoso, Jobs actuaba a su antojo e intervenía hasta en los mínimos detalles de su
Gioconda
particular. En una ocasión, se presentó sin avisar, en el despacho de Andy Hertzfeld, un inconformista con una trayectoria accidentada y, sin rodeos, le anunció que desde aquel momento formaba parte del equipo Macintosh. «Genial», contestó Hertzfeld, «dame un par de días para que termine un programa del Apple II y allí estaré». «¡No hay nada más importante que el Macintosh!», decretó Jobs, al tiempo que desenchufaba el ordenador de Hertzfeld, lo metía en una caja y salía hacia el aparcamiento. Andy iba corriendo detrás, protestando contra el absolutismo de su nuevo jefe. Así era Jobs, dedicado en cuerpo y alma a las causas que emprendía y sin entender de otros compromisos.
El Mac, finalmente, fue lanzado en enero de 1984 en medio de una lluvia de alabanzas. Jobs contrató al director de moda, Ridley Scott, (el éxito de
Blade Runner
aún estaba caliente) para hacer un impactante y audaz anuncio que, pese a las reservas de los miembros más conservadores del consejo de administración, invadió por sorpresa las pantallas de millones de hogares americanos. Nacía la era Macintosh.
Jobs había levantado una fortificación como se construyen las catedrales, piedra a piedra, animado por un sentido de la perfección sin compromisos. Su trayectoria en Apple desprendía un olor novelesco: desafíos, victorias y golpes teatrales en una segunda vida que se convertía en una epopeya inolvidable. Los mejores años de nuestra vida.
Sin embargo, nada más descubrir su grial y alcanzar la gloria, el suelo se hundió bajo sus pies. Y la traición fue especialmente dolorosa porque quien la orquestó fue John Sculley, a quien él mismo había contratado para que tomase las riendas de Apple.
En sus memorias, Sculley explicaría que su decisión era la única opción para impedir que Jobs hundiera Apple (¿cómo podía haber imaginado las consecuencias?) pero Jobs jamás perdonaría a quien le echó de Apple como si fuese un criminal. Empezaba su tercera vida.
Cual Don Quijote, se enfrentó a los molinos y luchó para salvar a una Jerusalén ya liberada. Fundó NeXT, un proyecto aún más ambicioso que el anterior, una pirámide que tendría que abandonar a su suerte bajo el sol del desierto. Intentó remontar el vuelo, pero sus deseos de venganza nublaban su visión de la realidad.
Pasado el tiempo, Jobs admitiría que su extremismo le perjudicó en ocasiones, pero en el fragor de la batalla era incapaz de controlar su genio. Por ejemplo, en 1988 reunió a los representantes de la principales universidades de EE.UU. para presentarles NeXT e intentar formalizar los miles de pedidos necesarios para seguir adelante. A mitad de la jornada, descubrió que alguien había olvidado prepararle su menú vegetariano y, furioso, canceló el plato principal de todos los invitados. Aunque sus colaboradores más próximos trataron de hacerle entrar en razón, prefirió dejar sin comer a sus clientes potenciales antes de cambiar de opinión.
A principios de 1993 se sumió en un estado de desolación al contemplar cómo sus sueños se hacían pedazos. Un insoportable día de febrero, los bienes de NeXT eran saldados para pagar a los acreedores. Por un momento, temió quedarse anclado para siempre en un pasado de gloria.
Y justo cuando ciertos cronistas malintencionados empezaban a afilar sus lápices para dibujar su obituario, el viento cambió para una salvación en el último minuto. Una de sus pasiones secundarias, la animación en tres dimensiones por ordenador, propició un viaje tumultuoso por océanos desconocidos de los que Jobs emergía como un nuevo Colón, arribando a tierras desconocidas y tomando posesión de ese Nuevo Mundo. La resurrección surgió donde nadie lo esperaba y el triunfo de Pixar le devuelvió al centro de todos los focos.
Toy Story
le salvó la vida.
El giro de los acontecimientos le colocó en un lugar privilegiado hasta que, ironías de la historia, le toco acudir al rescate de Apple. Una gélida mañana de enero de 1997, con el corazón en un puño, Jobs regresó a las oficinas de Apple, su antiguo reino, una década después de haber sido desterrado. La nostalgia y el recuerdo de su epopeya personal se apoderaron de él. El rencor casi había conseguido que olvidase su amor por Apple.
Ya no era aquel joven impetuoso. A sus 42 años había sufrido todo tipo de altibajos y su alocada juventud había quedado atrás, como una telenovela en tonos sepia que se desvanecía al ritmo que clareaba su antaño frondosa cabellera. También había alcanzado cierta estabilidad al encontrar a la mujer de su vida, tan hermosa como prudente, vegetariana y budista como él, y que le había dado dos preciosos hijos. Conocer la gloria, morder el polvo y volver a saborear las mieles del éxito le habían hecho grande. Siempre movido por su aspiración a la belleza, aprendió a ver las cosas en perspectiva.