Read Las cuatro vidas de Steve Jobs Online
Authors: Daniel Ichbiah
Al cabo de varios meses, con los ahorros suficientes para cumplir su gran sueño, anunció a sus compañeros que se marchaba a tierras orientales. Con la fortuna de cara, la empresa había decidido enviarle a una reunión en Suiza, así que Jobs aprovechó para comprar un billete a la India desde tierras helvéticas, con el consiguiente ahorro en el precio. Antes de partir a Europa, habló con Dan Kottke, que seguía estudiando en Reed. Su antiguo compañero se entusiasmó con la ida de llevar a cabo su aventura y le prometió que se reuniría con él en Nueva Delhi diez días después de su llegada. Ambos esperaban, entre otras cosas, poder visitar el
ashram
del famoso gurú Neem Karoli Baba. «Fue una especie de peregrinaje ascético», explica Kottke, «aunque en realidad no teníamos muy claro dónde nos estábamos metiendo».
Jobs desembarcó a principios de mayo en la tumultuosa Nueva Delhi, una ciudad que parecía vivir en un universo paralelo de sus callejuelas estrechas y superpobladas donde uno podía cruzarse con un elefante engalanado haciendo de calesa, puestos de especias y frutas exóticas e imágenes de sabios condescendientes pintadas en las paredes. Jobs abandonó rápidamente el hotel recomendado por Friedland, y en el que había acordado encontrarse con Kottke, al considerar que sus tarifas eran prohibitivas. Buscó un albergue más barato y dejó un mensaje en el hotel para que Kottke pudiese encontrarle.
Además no estaba muy cómodo en Nueva Delhi. Uno de sus primeros objetivos nada más llegar a la India en la primavera de 1974 era asistir a la Khumba Mela (la fiesta del cántaro), una manifestación ceremonial que se celebra cada tres años y que acoge a millones de hindúes en la mayor concentración religiosa de todo el mundo. Así que quedarse en la capital, atestada de turistas, acrecentaba la sensación de que se estaba perdiendo el verdadero acontecimiento que estaba teniendo lugar a kilómetros de allí. De modo que cuando conoció a otro occidental que se dirigía a Rishikesh, al norte de la India, camino de la fiesta no tardó mucho en decidirse para acompañarle.
En Rishikesh, Jobs se encontró sumergido en una atmósfera que superaba todos sus sueños, con un desfile de ascetas desnudos cubiertos de cenizas que bajaban desde el Himalaya para participar en el rito de la inmersión en el Ganges y lavar así sus pecados interrumpiendo el ciclo de la reencarnación. A su lado, una multitud interminable de peregrinos llegados de toda la India que avanzaban con la misma lentitud solemne y que también se sumergían en el río.
Cerca del Ganges, un yogui francés llamado Nahar, de amplia sonrisa y carcajada estruendosa, llamó a Jobs y, sin mediar palabra, le colocó bajo un árbol. Sin que le diera tiempo a entender lo que estaba pasando, el gurú empezó a raparle la cabeza. Aun con los sentidos subyugados por la visión de aquellas multitudes vestidas en su mayoría de un vibrante naranja, los mil y un olores a especias y las expresiones de devoción que se elevaban hasta el cielo, la experiencia se desbarató pronto por otra preocupación mucho más física. Jobs, poco acostumbrado a la comida local, se contagió de disentería y se vio obligado a regresar a Nueva Delhi.
Mientras tanto, Dan Kottke había llegado a la India y tras descubrir que su amigo ya no estaba en el hotel y no le comunicaron el mensaje donde detallaba su paradero, se dedicó a deambular en solitario por las calles de Nueva Delhi durante tres días. Por casualidad en uno de sus paseos se tropezó con un Jobs al que casi no reconocía por su nuevo corte de pelo. Le explicó que acababa de regresar de la Khumba Mela y que su estado físico desaconsejaba regresar allí. «Me habría encantado ir pero no insistí demasiado», confiesa Kottke.
Los jóvenes pusieron rumbo a la montaña de Kumoan, al este de la India, con la intención de alcanzar la aldea de Kainchi, donde estaba el
ashram
de Neem Karoli Baba, el famoso gurú que tanto había influido en Ram Dass. La decepción fue mayúscula cuando averiguaron que el gurú había fallecido seis meses antes y que allí, donde Friedland había descrito escenas fabulosas con cientos de
hippies
americanos y europeos, no quedaba más que desolación. Aun así, decidieron hacer una pausa en el camino y alquilar una habitación muy barata cerca del
ashram,
que les serviría de base durante varias semanas mientras recorrían los valles con la mochila a cuestas.
Pero aquella no sería su única aventura fallida. Por ejemplo, hicieron autostop en el puerto de montaña de Rohtang, el más alto del mundo, en dirección al Tíbet y, al llegar cerca de la frontera tuvieron que dar media vuelta porque no tenían ropa adecuada para afrontar el clima glacial del Himalaya. Durante el viaje, Kottke descubrió que Jobs tenía sus propios planes ya que, de vuelta a Kainchi, le anunció que iba a emprender un viaje en solitario pero se negó en rotundo a decirle adónde. «Tengo que irme varios días» fue su única explicación.
Jobs había leído un libro del Lama Govinda, uno de los fundadores del misticismo tibetano, y se le había metido en la cabeza conocerle. Kottke se quedó en su
base
leyendo los libros de budismo y espiritualidad que había acumulado hasta que Jobs regresó a Kainchi sin pronunciar palabra. Kottke se enteraría después, por casualidad, de qué le había pasado.
Uno de los lugares que Robert Friedland les había recomendado visitar era Manali, una ciudad donde se alojaba una colonia de tibetanos refugiados en la India tras la invasión china que había obligado al Dalai Lama a exiliarse. Para llegar a hasta allí tuvieron que soportar un interminable viaje en autobús y, una vez allí, descubrieron con estupor que se había convertido en un destino para occidentales en busca de hachís. Mientras que a Kottke le maravillaba ver aquellas plantas gigantescas de cannabis, Jobs guardaba las distancias porque desechaba los paraísos artificiales. Aun así, ambos disfrutaron con gusto de un baño en el manantial caliente de Manali, al pie de unas espléndidas montañas.
El idealismo de Jobs seguía intacto como cuando le dio su billete de vuelta a Estados Unidos a un chico que acababan de conocer porque al parecer él lo había perdido. Jobs le regaló el suyo, aunque no tenía medios para comprarse otro, porque confiaba en que mantendría su palabra (como así fue) de enviarle uno cuando llegase a su destino.
Además, sus preocupaciones espirituales contrastaban en ocasiones con comportamientos más terrenales, como su incapacidad para resistirse al regateo salvaje en los mercados e incluso reprender a una mujer hindú que intentaba venderles leche aguada.
Jobs y Kottke visitaron varios
ashrams
con la esperanza principal de conocer a un hombre legendario llamado Harrekan Baba, del que decían era un sabio reencarnado varias veces y cuya edad superaba los cien años. Tras una agotadora caminata, llegaron a su destino y allí encontraron, junto a un río, a un hombre de unos treinta años que se hacía llamar Harrekan Baba. De carácter afeminado, su principal preocupación era ponerse coloridos vestidos de mujer que se cambiaba varias veces al día. «Aquello era cómico, pero sobre todo nos resultó muy ridículo», se burla Kottke.
El viaje alternaba momentos muy emotivos con tremendos desencantos para aquellos californianos que buscaban un sentido a sus vidas. La India albergaba una realidad dura y penosa, muy alejada del universo idealizado y contemplativo que habían adivinado en sus lecturas. La riqueza arquitectónica y cultural convivía muy a menudo con una miseria que les impresionó profundamente, nada que ver con los mitos que habían imaginado. Lejos de haber encontrado la iluminación, Jobs y Kottke tuvieron un viaje lleno de penalidades.
La aventura concluyó de forma prematura cuando a Kottke le robaron, a finales de julio, el saco de dormir donde escondía sus cheques de viaje. Sin dinero, regresaron a Nueva Delhi para solicitar el reembolso pero las complicaciones parecían no tener fin y la oficina local de cheques de viaje se negó a devolverle los dólares que le debía. Pese a la lógica desesperación, Kottke recibió una inesperada ayuda. El visado de Jobs, después de tres meses en el país, estaba a punto de expirar y como a Kottke aún le quedaban cuatro meses para coger su vuelo, pues disponía de una extensión del visado, Jobs le entregó todo su dinero, algo más de 150 dólares, para que pudiera permanecer en la India hasta finales de agosto. «Era una buena suma de dinero para aquella época», recuerda Kottke. «Fue un acto de generosidad absoluta de su parte».
Jobs regresó a California en agosto de 1974, con el pelo algo más largo y una visión de la vida distinta tras su experiencia en la India. «No encontramos un lugar donde pudiéramos pasar un mes y ser iluminados. Empecé a pensar que Thomas Edison había hecho más para mejorar el mundo que Karl Marx y Neem Karoli Baba juntos». Todavía en busca de respuestas, Jobs se propuso encontrar a sus padres biológicos y se alojó brevemente en una comunidad
hippy,
sin que la experiencia fuese del todo satisfactoria. «Una vez me dormí debajo de la mesa de la cocina y, en plena noche, oí llegar a varias personas que estaban robando la comida común».
Su etapa experimental estaba llegando a su fin y su conclusión era que, a falta de vivir en un mundo ideal, era mejor desarrollarse en un universo que se revelaba como previsible pero igualmente satisfactorio: la tecnología y, en particular, los negocios. Jobs se puso en contacto con el fundador de Atari, Nolan Bushnell, y consiguió recuperar su puesto en la fábrica de Los Gatos. Como antes, acordaron que trabajaría de noche ya que, por mucho que Bushnell le apreciara, muchos empleados no querían cruzarse con un individuo con aquella pinta de estar ido. Su función consistiría en analizar los juegos concebidos por los ingenieros de Grass Valley (Nevada) y proponer cambios como añadir sonidos o modificar la paleta de color. Consciente de su falta de conocimientos técnicos, Jobs sabía que podía contar con el apoyo de Wozniak quien, además, era un gran amante de los videojuegos. «Steve Jobs jamás escribió una sola línea de programación», confiesa Wozniak. «Tampoco realizó diseños originales pero sabía lo suficiente como para modificar o mejorar el diseño de los demás».
En sus ratos libres, Wozniak había llegado a programar un videojuego propio pero cuando descubrió el simulador de tenis Pong de Atari, el primer gran éxito, se propuso de inmediato realizar su propia versión, con un pequeño detalle: en el Pong de Wozniak, cuando no se daba a la bola aparecía en la pantalla la expresión «¡Vaya m…!». La gente de Atari se quedó impresionada por la realización y se plantearon contratarle.
Wozniak visitaba frecuentemente a Jobs por la noche en Atari para jugar al Gran Trak, un simulador de conducción que le encantaba. Para Wozniak, era un honor estar allí porque consideraba que Atari era una de las empresas más importantes del mundo. Por su parte, Jobs sabía que podía contar con Woz cuando se quedaba atascado en algún proceso.
Hacia finales de 1974, Nolan Bushnell ideó un nuevo juego, Breakout, en el que el jugador debía derribar una pared de ladrillos para escapar. Los ingenieros hicieron una estimación de varios meses para el desarrollo pero alguien lo comentó con Jobs que afirmó que sería capaz de hacerlo en cuatro días. Bushnell aceptó el desafío y le prometió una gratificación considerable si era capaz de conseguirlo.
Jobs carecía de los conocimientos pero confiaba en que Wozniak sería capaz de hacerlo en ese plazo. Woz no le decepcionó y, cuatro noches después, había desarrollado el juego utilizando la programación en Basic. El propio Wozniak estaba asombrado de su logro. «Hasta entonces no me había dado cuenta de hasta qué punto los programas podían ayudar a crear juegos. Le dije a Jobs que los juegos ya no volverían a ser iguales. Sólo de pensarlo, me echaba a temblar».
Breakout, la señal visible del genio de Wozniak, se basaba en un número sumamente reducido de componentes (36 en total) y la única pega para Jobs era que, al no ser su creador, era incapaz de explicar su funcionamiento a los incrédulos ingenieros de Atari que, comandados por Al Alcorn, se encargarían de ampliar y mejorar el diseño presentado.
A cambio de Breakout, Jobs cobró la nada desdeñable suma de 5000 dólares de los que entregó 350 a Wozniak, que en aquel momento consideró ser una bonificación interesante a su salario en Hewlett-Packard aunque, mucho después, cuando descubrió la desigualdad de la partición, se sintió ultrajado.
Poco tiempo después, en enero de 1975, un suceso sin precedentes conmocionó el mundo de los aficionados a la informática. MITS, una empresa de Nuevo México, lanzaba el Altair, el primer microordenador. Como los demás, Woz y Jobs se maravillaron ante un anuncio con el que llevaban años soñando. Dos meses después, Wozniak invitó a Jobs al Homebrew Computer Club, un club para forofos de la informática, que solía reunirse en el laboratorio de física de la Universidad de Stanford. El acontecimiento del día era que uno de sus miembros iba a presentarse con un Altair para que sus colegas pudiesen verlo y tocarlo.
Sin embargo, el Altair decepcionó profundamente al genio creativo que dormitaba en Wozniak. Aquello no pasaba de un montón de chatarra: una gran tarjeta alojada en una caja que se programaba manipulando unas palancas dispuestas en la parte frontal y que presentaba los resultados de los cálculos en forma de diodos luminosos.
Decepcionados ante un Altair fallido y primitivo que distaba de sus aspiraciones, desmontaron el aparato y Wozniak llegó a la conclusión de que él podría hacerlo mucho mejor. Jobs, sin embargo, quería llegar más lejos. ¿Por qué no integrarlo en una caja bonita que, además de los circuitos del ordenador, permitiese introducir información con un teclado y mostrar los datos en una pantalla? Wozniak se puso manos a la obra de inmediato.
El verano de 1975 fue un verano perfecto para la relajación y el buen humor. El movimiento
hippy
se había ido diluyendo aunque los signos de años de contestación seguían presentes en la sociedad en forma de ropa vaquera, las medias melenas y las barbas recortadas. El final de la guerra de Vietnam y la dimisión del Presidente Nixon habían dejado sin argumentos para la rebeldía a muchos jóvenes así que Estados Unidos entraba en una etapa de recuperación y vuelta a la búsqueda del bienestar cotidiano.
Steve Jobs y Dan Kottke se reencontraron en EE.UU. después de la desilusión de su periplo indio. Su espíritu alternativo estaba presente (por ejemplo Jobs seguía siendo frutariano), aunque quizá había quedado un poco atenuado. Bajo un sol abrasador, encontraron una granja de Oregón donde intentaron prolongar, al menos por última vez, la despreocupación de sus años jóvenes y saborear de lleno aquel último entreacto que después recordarían con dulce nostalgia. Y así fue como pasaron diez días especialmente felices y serenos, en los que los dos amigos no consumieron más que un tipo de fruta (manzanas como no podía ser de otra forma en un lugar llamado Robert's Apple Farm).