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Authors: Clark Ashton Smith

Los mundos perdidos (14 page)

BOOK: Los mundos perdidos
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Gérard comprendió entonces y tuvo un escalofrío mientras se persignaba. Había sido engañado por fantasmas o demonios, sin duda para ningún propósito bueno, siendo el objeto de un hechizo sospechoso. Claramente, había algo detrás de las leyendas que había escuchado después de todo, en el mal nombre del bosque de Averoigne.

Retrocedió sobre sus pasos hasta el sendero que había estado siguiendo. Pero, cuando pensó que alcanzaría de nuevo el punto desde el cual había escuchado ese agudo grito ultraterrenal, noto que ya no existía un sendero, ni tampoco, en verdad, rasgo alguno del bosque que pudiese reconocer o recordar. El follaje alrededor suyo ya no mostraba un brillante verdor: era triste y funerario, y los propios árboles parecían cipreses afectados por el otoño y la enfermedad. En lugar del arroyo cantarín, había frente a él un lago pequeño con aguas tan apagadas y oscuras como sangre que se coagula, y que no ofrecían reflejo alguno del ramaje marrón otoñal que colgaba sobre éste como el pelo de los suicidas, o a modo de esqueletos en descomposición que se retorcían allí arriba.

Entonces, más allá de toda duda, Gérard supo que era la víctima de un embrujo malvado. Al contestar la engañosa llamada de socorro, él se había expuesto a sí mismo a ese hechizo, y había sido atraído dentro de su círculo de poder. No podía suponer qué fuerzas, mágicas o demoníacas, habían deseado atraerle de esta manera, pero sabía que su situación estaba cargada de amenazas sobrenaturales. Sujetó más firmemente entre sus manos el bastón de carpe, y rezó a todos los santos que pudo recordar, mientras escudriñaba a su alrededor en busca de una presencia tangible del peligro.

El paisaje era completamente desolado y sin vida, como un lugar donde los cadáveres podrían tener una cita amorosa con demonios. Nada se movía, ni siquiera una hoja seca, y no sonaba un susurro sobre las secas hojas, ni el follaje, ni el canto de los pájaros ni el zumbido de las abejas, ni el suspiro ni la risa de las aguas. Los cielos sobre él, grises como un cadáver, parecía que nunca hubiesen contenido un sol, y la fría e inmutable luz no tenía ni fuente ni destino, ni rayos ni sombras.

Gérard examinó su entorno con ojo cauteloso y, cuanto más lo miraba, menos le gustaba, porque un nuevo detalle desagradable se hacía evidente cada vez que miraba. Había luces moviéndose en el bosque que se desvanecían si las miraba fijamente; rostros de ahogados en el lago que subían y bajaban como burbujas antes de que pudiese distinguir sus facciones. Y, mirando a través del lago, se preguntó por qué no se había fijado en el castillo de piedra tosca, con muchas torres, cuyas murallas más próximas se asentaban en las aguas muertas. Era tan vasto, gris y tranquilo, que parecía haberse levantado durante lustros entre el lago estancado y los cielos igualmente estancados. Era más antiguo que el mundo, más viejo que la luz; era coetáneo del miedo y la oscuridad, y en él habitaba un horror que se arrastraba, invisible pero palpable, a lo largo de sus bastiones.

No había señal de vida en el castillo, y no ondeaban banderas sobre sus torreones o sobre su alcázar principal. Pero Gérard, con tanta seguridad como si una voz hubiese hablado en voz alta para advertirle, supo que ahí estaba la fuente de la hechicería por medio de la cual había sido engañado. Un pánico creciente susurraba en su cerebro, le parecía escuchar el roce de plumas malignas, el susurro de amenazas y conspiraciones demoníacas. Se dio la vuelta y escapó entre los fúnebres árboles.

Entre su desesperación y su pasmo, incluso mientras huía, pensó en Fleurette y se preguntó si le estaría esperando en el lugar de la cita, o si ella y sus acompañantes habían sido atraídos y descarriados hasta este lugar de ilusiones malditas. Renovó sus oraciones, e imploró a los santos por su seguridad, además de por la propia.

El bosque a través del que corría era un laberinto de confusión y extrañeza. No había mojones, no había señales de animales o de hombres, y los apretados cipreses y los tristes árboles otoñales se volvieron más densos, como si, obedeciendo a una voluntad malvada, se estuviesen juntando para frenar su avance. Las ramas eran como brazos implacables que pretendían frenarle; podría haber jurado que notaba cómo se retorcían en torno a él con la fuerza y la flexibilidad de seres vivientes. Luchó contra ellas, locamente, desesperadamente, y le pareció escuchar el crujido de una risa infernal entre las ramas mientras luchaba. Por fin, con un suspiro de alivio, se abrió paso hasta una especie de sendero. A lo largo de este sendero, con la esperanza loca de una eventual fuga, corrió como alguien a quien persigue el diablo; y, después de un breve intervalo, llegó de nuevo a las orillas del pequeño lago, cuyas aguas inmóviles eran todavía dominadas por los altos y toscos torreones del castillo olvidado por el tiempo. De nuevo, dio la vuelta y escapó, y, tras similares vagabundeos y esfuerzos, volvió al inevitable lago.

Con el corazón pesadamente abatido, como en un definitivo pantano de desesperación y terror, se resignó y no hizo nuevos intentos de escapar. Su misma voluntad estaba atontada, aplastada como por la intervención de otra superior que no estaba dispuesta a seguir tolerando su patética obstinación. Fue incapaz de resistir cuando una compulsión, fuerte y odiosa, condujo sus pasos a lo largo de los márgenes del lago en dirección al descollante castillo. Cuando se acercó más, vio que el edificio estaba rodeado por un foso cuyas aguas estaban tan estancadas como las del lago, y cubiertas con la porquería iridiscente de la corrupción. El puente levadizo estaba bajado y las puertas abiertas, como para recibir a un invitado inesperado. Pero todavía no había signos de ocupación humana, y los muros del gran edificio gris estaban tan silenciosos como los de un sepulcro. Y el cuadrado y elevado calabozo tenía todavía más aspecto de tumba que el resto.

Impulsado por el mismo poder que le había conducido a través de los márgenes del lago, Gérard atravesó el puente y cruzó bajo la ceñuda barbacana hasta el vacío patio. Ventanas cerradas miraban abajo sin adornos, y, en el extremo opuesto del patio, una puerta estaba misteriosamente abierta, mostrando un oscuro salón. Mientras se acercaba al umbral, vio que un hombre estaba de pie en la entrada, aunque un momento antes habría jurado que no estaba ocupado por forma visible alguna.

Gérard había conservado su bastón de carpe, y, aunque su razón le indicaba que un arma semejante era inútil ante un enemigo sobrenatural, algún oscuro instinto le instaba a sujetarlo con valentía mientras se acercaba a la figura que le aguardaba en el umbral de la puerta.

El hombre era desusadamente alto y de aspecto cadavérico, y estaba vestido con prendas negras de una moda anticuada. Entre su barba azulada y la palidez mortuoria de su rostro, sus labios eran extrañamente rojos, semejantes a los de la mujer que, junto a sus asaltantes, había desaparecido de una manera tan sospechosa cuando Gérard se había aproximado a ellos. Sus ojos eran pálidos y luminosos como luces de pantano, y Gérard tembló ante su mirada y la fría e irónica sonrisa escarlata, que parecía esconder un mundo de secretos, todos demasiado horribles y asquerosos como para ser revelados.

—Soy el señor de Malinbois —anunció el hombre. Sus tonos eran, a un tiempo, zalameros y huecos, y sirvieron para aumentar la repugnancia que sentía el joven trovador. Y, cuando sus labios se abrieron, Gérard tuvo un vislumbre de dientes que eran antinaturales por lo pequeños y afilados, como los de alguna fiera salvaje.

—La fortuna ha deseado que fueses mi huésped —continuó el hombre—. La hospitalidad que puedo ofreceros es tosca e inadecuada, y puede ser que encontréis mi morada un tanto triste. Pero, al menos, puedo aseguraros que os ofrezco una bienvenida que no es menos dispuesta que sincera.

—Os agradezco vuestra amable oferta —dijo Gérard—. Pero tengo una cita con una amiga, y parece que, de una manera inexplicable, he perdido mi camino. Os quedaría profundamente agradecido si pudieseis orientarme hacia Vyones. Debería haber un sendero no lejos de aquí, y he sido tan estúpido apartándome de él.

Las palabras sonaron huecas y sin esperanza en sus propios oídos mientras las pronunciaba, y el nombre que su extraño anfitrión había dado —el señor de Malinbois— estaba resonando en su cabeza como los sonidos funerales de un toque de difuntos, aunque no conseguía recordar en este momento cuáles eran las ideas macabras y espectrales que ese nombre tendía a evocar.

—Desgraciadamente, no existen caminos desde mi château a Vyones —replicó el desconocido—. Y, respecto a su cita, se cumplirá de otra manera, en otro lugar no pactado. Debo, por tanto, insistir en que acepte mi hospitalidad. Entre, se lo ruego, pero deje su bastón de carpe en la entrada. Ya no lo necesitará más.

Gérard pensó que hacía un mohín de disgusto y asco con sus labios excesivamente rojos mientras pronunciaba las últimas frases, y que sus ojos se demoraban en el bastón de carpe con un oscuro miedo. Y el extraño énfasis de sus palabras y su conducta sirvió para despertar en la mente de Gérard pensamientos macabros y fantasmales, aunque no pudo formularlos por completo hasta más tarde. Y, de alguna manera, se sintió impulsado a conservar su arma, sin importarle lo inútil que fuese frente a un enemigo de naturaleza demoníaca o espectral. Así que dijo:

—Debo rogar vuestra indulgencia si conservo el bastón. He hecho una promesa de llevarlo conmigo, en mi mano derecha o nunca más allá del alcance de mi mano hasta que haya dado muerte a dos víboras.

—Es una extraña promesa —replicó su anfitrión—. Sin embargo, tenedlo con vos si os place. No es asunto mío si elegís embarazaros con un palo de madera.

Se dio la vuelta abruptamente, indicando a Gérard que le siguiese. A desgana, el trovador le obedeció, con un vistazo a los cielos desiertos y el patio vacío a sus espaldas. Vio, sin gran sorpresa, que una repentina y furtiva oscuridad había caído sobre el château, sin luna ni estrellas, como si tan sólo hubiese estado esperando para descender a que él entrase. Era tan densa como los pliegues de un sudario. Era tan falta de ventilación y asfixiante como la oscuridad de una tumba que hubiese estado cerrada durante siglos, y Gérard fue consciente de una verdadera opresión, una dificultad corporal y mental para respirar, mientras cruzaba el umbral.

Vio ahora que las antorchas estaban ardiendo en el oscuro salón al que su anfitrión le había conducido, aunque no había notado ni el momento ni el agente de su encendido. La iluminación que proporcionaban era singularmente vaga e indistinta, y las sombras que se amontonaban en el salón eran inexplicablemente numerosas, y se movían con misteriosa intranquilidad, aunque las propias llamas estaban tan inmóviles como los cirios que arden para los muertos en una cripta sin viento.

Al final del pasaje, el señor de Malinbois abrió de golpe una pesada puerta de madera oscura y sombría. Más allá, se encontraba claramente el comedor del château, en el cual había varias personas sentadas junto a una larga mesa a la luz de unas antorchas no menos tristes y siniestras que las de la entrada.

Bajo el extraño, incierto brillo, sus rostros parecían señalados por una oscura sospecha, por una vívida distorsión; y le pareció a Gérard que sombras que apenas se podían distinguir de las figuras estaban agrupadas en torno a la mesa. Pero, sin embargo, reconoció a la mujer vestida de verde esmeralda que había desaparecido de manera sospechosa entre los pinos cuando Gérard había respondido a su llamada de socorro. A un lado, con un aspecto muy pálido, desdichado y asustado, estaba Fleurette Cochin. En la parte inferior, reservada para los sirvientes y criados, estaban la doncella y el lacayo que habían acompañado a Fleurette a su cita con Gérard.

El señor de Malinbois se volvió hacía Gérard con una sonrisa que expresaba sardónica diversión.

—Creo que has sido ya presentado a todos los que se sientan a esta mesa —observó—. Pero no has sido formalmente presentado a mi esposa, Agathe, quien la preside. Agathe, te traigo a Gérard de l´Automne, un joven trovador de mucha fama y mérito.

La mujer inclinó la cabeza ligeramente, sin hablar, y señaló una silla enfrente de Fleurette. Gérard se sentó, y el señor de Malinbois tomó, de acuerdo con la costumbre feudal, asiento en la cabecera de la mesa al lado de su esposa. Por primera vez, había sirvientes que entraban y salían del cuarto, colocando sobre la mesa distintos vinos y viandas. Los servidores eran sobrenaturalmente veloces e insonoros, y de alguna manera resultaba difícil darse cuenta de cuáles eran sus rasgos concretos o sus ropas. Parecían andar en una sombra de un siniestro e indisoluble crepúsculo. Pero el trovador se sentía molesto por la idea de que se parecían a los rufianes peludos que habían desaparecido junto a la mujer de verde al acercarse a ellos.

La cena que siguió fue algo extraño y fúnebre. Una sensación de insuperable sofoco, horror asfixiante y temible opresión, recaía sobre Gérard, y, aunque deseaba hacer a Fleurette cien preguntas, y además exigir una explicación sobre varios puntos a su anfitrión y anfitriona, fue totalmente incapaz de encontrar las palabras o de pronunciarlas. Tan sólo podía mirar a Fleurette, y leer en sus ojos un reflejo de su propio asombro impotente y una mansedumbre de pesadilla. Nada dijeron el señor de Malinbois y su dama, quienes intercambiaron miradas de una siniestra y secreta complicidad durante la cena, y la sirvienta y el lacayo de Fleurette estaban evidentemente paralizados por el terror, como pájaros bajo la mirada hipnótica de dos mortíferas serpientes.

Los platos eran ricos y de extraño sabor; y los vinos, de una fabulosa antigüedad, parecían retener, en sus profundidades de topacio o violeta, un fuego de siglos que no se había apagado. Pero Gérard y Fleurette apenas podían probarlos; y vieron cómo el señor de Malinbois y su dama no comían ni bebían en absoluto. La oscuridad del cuarto se hizo más profunda; los servidores se convirtieron en más furtivos y espectrales en sus movimientos; el aire asfixiante estaba cargado con una amenaza informulable, constreñido por el embrujo de una negra y letal nigromancia. Sobre los aromas de las raras comidas, los bouquets de los antiguos vinos, se arrastraba la mohosidad sofocante de ocultas criptas y la corrupción embalsamada de siglos, junto con la fantasmal especia de un extraño perfume que parecía emanar de la persona de la chatelaine. Gérard recordaba muchas de las historias de entre las leyendas de Averoigne, que había escuchado y de las que había hecho caso omiso; estaba recordando la leyenda del señor de Malinbois y su dama, el último de su apellido y el más malvado, quien había sido enterrado en algún lugar del bosque hacía cientos de años y cuya tumba era evitada por los campesinos, ya que se decía que continuaba con sus brujerías incluso después de la muerte. Se preguntó qué influencia había atontado su memoria, para que no las hubiese recordado por completo cuando escuchó el nombre por primera vez. Y estaba recordando otras cosas y otras historias, todas las cuales confirmaban su creencia instintiva respecto a la naturaleza de la gente en cuyas manos había caído. Además, recordó una superstición del folklore respecto a uno de los usos que cabía dar a una estaca de madera; y se dio cuenta de por qué el señor de Malinbois había mostrado un interés peculiar por el bastón de madera de carpe. Gérard lo había colocado junto a su silla cuando se sentó, y se quedó aliviado al comprobar que no había desaparecido. Muy discretamente y con tranquilidad, colocó un pie sobre él.

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