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Authors: Clark Ashton Smith

Los mundos perdidos (13 page)

BOOK: Los mundos perdidos
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—Sabía que vendrías —murmuró en el mismo griego de suaves vocales que había escuchado en los labios de sus sirvientas—; te he esperado durante mucho tiempo, pero, cuando buscaste refugio de la tormenta en la abadía de Périgon y viste el manuscrito en el cajón secreto, supe que tu llegada estaba próxima. ¡Ah! No te imaginabas que el hechizo que tan irresistiblemente te atraía, con una potencia tan inexplicable, era el hechizo de mi belleza, ¡la mágica atracción de mi amor!

—¿Quién eres? —pregunté. Hablaba con fluidez el griego, lo que me habría sorprendido grandemente una hora antes. Pero ahora estaba preparado para aceptar cualquier cosa, sin importar lo fantástica o increíble que fuese, como parte de la increíble aventura que me había sucedido.

—Soy Nycea —replicó ella, contestando a mi pregunta—. Te amo. Y la hospitalidad de mi palacio y de mis brazos se encuentra a tu disposición. ¿Necesitas saber algo más?

Los esclavos habían desaparecido. Me arrojé sobre la cama y besé la mano que ella me ofreció, con un torrente de disculpas sin duda incoherentes, pero llenas de un ardor que la hizo sonreír tiernamente.

Su mano resultaba fría a mis labios, pero su contacto disparó mi pasión. Me aventuré a sentarme junto a ella en la cama, y no se opuso a esta confianza. Mientras que un suave crepúsculo púrpura comenzaba a llenar las esquinas del cuarto, conversamos felices, recitando una y otra vez las mismas dulces letanías, y todas las felices fruslerías que acuden por instinto a los labios de los enamorados. Ella era increíblemente suave entre mis brazos, y parecía casi que lo completo de su entrega no estuviese frenado por la presencia de un esqueleto en el interior de su hermoso cuerpo.

Los sirvientes entraron sin ruido, encendiendo ricas lámparas de oro intrincadamente labrado, y colocando ante nosotros una cena de carnes con especias, frutas desconocidas de gran sabor y fuertes vinos. Pero poco podía comer yo, y, mientras bebía, sentía sed del vino más dulce, que era la boca de Nycea. Ignoro cuándo nos rendimos al sueño, pero la noche se había fugado como un momento encantado. Cargado de felicidad, me dejé llevar por una sedosa ola de somnolencia. Y las lámparas doradas y el rostro de Nycea se desvanecieron en una niebla gozosa y no volvieron a ser vistos.

Repentinamente, desde las profundidades de un reposo más allá de todo sueño, me encontré conducido a la fuerza a la más completa vigilia. Durante un instante, ni siquiera me di cuenta de dónde estaba y, todavía menos, de lo que me había despertado. Entonces, escuché una pisada en la puerta abierta del cuarto y, mirando más allá de la cabeza dormida de Nycea, vi la lámpara del abad Hilarión, quien se había detenido en el umbral. Una expresión del más completo horror se había adueñado de su cara y, al verme, comenzó a farfullar en latín, en cuyo tono se mezclaba el miedo, el odio y la repugnancia fanática. Vi que llevaba entre sus manos una gran botella y un hisopo. Estaba convencido de que la botella contenía agua bendita, y, por supuesto, adiviné el uso al que estaba destinada.

Mirando a Nycea, vi que ella también estaba despierta, y supe que era consciente de la presencia del abad. Me ofreció una extraña sonrisa, en la que leí una pena cariñosa mezclada con la confianza que una mujer ofrece a un niño asustado.

—No temas por mí —susurró ella.

—¡Asquerosa vampiresa! ¡Lamia maldita! ¡Serpiente del Infierno! —tronó el abad repentinamente mientras atravesaba el umbral del cuarto, levantando el hisopo. En el mismo momento, Nycea se deslizó de la cama con una increíble velocidad de movimientos, y desapareció por una puerta trasera que daba al jardín de laureles. Su voz resonó en mis oídos, pareciendo llegar de una distancia inmensa.

—Hasta luego, Cristóbal. Pero no temas, me encontrarás de nuevo si eres valiente y tienes paciencia.

Al terminar estas palabras, el agua bendita del hisopo cayó sobre el suelo de la cámara y la cama donde Nycea había yacido junto a mí. Hubo un crujido como el de muchos truenos y las lámparas doradas se apagaron en una oscuridad que parecía estar llena del polvo de una lluvia de fragmentos que caía. Perdí el conocimiento y, cuando lo recobré, me encontré tumbado sobre un montón de escombros en una de las cuevas que había atravesado antes ese día. Con una vela en la mano y una expresión de infinita pena y gran solicitud sobre su rostro, Hilarión estaba inclinado sobre mí. Junto a él descansaban la botella y el goteante hisopo.

—Doy gracias a Dios, hijo mío, de haberte encontrado tan a tiempo —dijo él—. Cuando regresé a la abadía esta tarde y supe que te habías marchado, supuse todo lo que había sucedido. Vi que habías leído el manuscrito maldito durante mi ausencia y habías caído bajo su maléfico hechizo, como tanto otros, incluso cierto reverendo abad, uno de mis predecesores. Todos ellos, ¡ay!, comenzando por Gerardo de Venteillon, han caído víctimas de la lamia que mora en estas criptas.

—¿La lamia? —le pregunté, sin apenas comprender sus palabras.

—Sí, hijo mío, la hermosa Nycea que ha pasado la noche entre tus brazos es una lamia, una antigua vampiresa que mantiene en estas apestosas criptas un palacio de ilusiones beatíficas. El modo en que ella llegó a tomar Faussesflammes como morada no lo sé, porque su llegada precede a la memoria de los hombres. Es tan vieja como el paganismo; fue exorcizada por Apolonio de Tyana, y, si pudieses contemplarla como realmente es, verías, en lugar de su voluptuoso cuerpo, los anillos de una inmunda y monstruosa serpiente. Todos aquellos a quienes ama y admite a su hospitalidad, termina al final por devorarlos, después de haberles robado la vida y la fuerza con la diabólica delicia de sus besos. La llanura con el bosque de laurel que viste, el río bordeado de acebos, el palacio de mármol y todos los lujos que contenía, no eran más que ilusiones satánicas, una hermosa burbuja que se levantaba del polvo y la corrupción de una muerte inmemorial y una corrupción antigua. Se hicieron polvo ante el beso del agua bendita que traje conmigo cuando te seguí. Pero Nycea, ¡ay!, ha escapado, y me temo que aún sobrevivirá, para construir de nuevo su palacio de encantamientos demoníacos, para cometer de nuevo la abominación indecible de sus pecados.

Todavía bajo una especie de estupor ante la ruina de mi recién encontrada felicidad, ante las singulares revelaciones efectuadas por el abad, le seguí obediente mientras me conducía a través de las cuevas de Faussesflammes. Subió por las escaleras a través de las cuales yo había descendido, y, cuando se acercaba a la superficie y se vio obligado a inclinarse un poco, la gran losa se levantó hacia arriba, dejando pasar un torrente de gélida luz de luna. Emergimos y le permití que me condujese de regreso al monasterio. Mientras mi mente comenzaba a aclararse, y la confusión a la que había sido arrojado se resolvía, una sensación de resentimiento comenzó a crecer..., una fuerte cólera ante la intromisión de Hilarión. Sin hacer caso de si me había rescatado o no de graves peligros físicos o espirituales, eché en falta el hermoso sueño de que se me había privado. Los besos de Nycea ardían suavemente en mi recuerdo, y supe que, sin importar lo que quiera que fuese, mujer o demonio o serpiente, no había nadie en el mundo que pudiese despertar en mí el mismo amor y el mismo placer. Tuve cuidado, sin embargo, de ocultarle mis sentimientos a Hilarión, dándome cuenta de que traicionar semejantes emociones simplemente haría que me considerase como un alma que estaba perdida más allá de la redención.

A la mañana, alegando la urgencia de mi regreso al hogar, me marché de Périgon. Ahora, en la biblioteca de la casa de mi padre, cerca de Moulins, escribo este relato de mis aventuras. El recuerdo de Nycea es mágicamente claro, inefablemente querido, como si ella todavía estuviese a mi lado, y aún puedo ver los ricos tapices de una habitación iluminada a medianoche por lámparas de oro curiosamente labrado, y oír las palabras de su despedida:

“No temas. Volverás a encontrarme si eres valiente y tienes paciencia”.

Pronto volveré a visitar de nuevo las ruinas del Château de Faussesflammes, y volveré a descender a las criptas debajo de la losa triangular. Pero, a pesar de lo cercano de Périgon a Faussesflammes, a pesar de mi estima por el abad, mi gratitud por su hospitalidad, mi admiración por su incomparable biblioteca, no creo que me apetezca volver a ver a mi amigo Hilarión.

UNA CITA EN AVEROIGNE

Gérard l´Automne meditaba pensando las rimas de una nueva balada en honor de Fleurette, mientras seguía el sendero, tapizado de hojas, que desde Vyones atravesaba los bosques de Averoigne. Teniendo en cuenta que estaba de camino para encontrarse con Fleurette, quien había prometido reunirse con él entre los robles y las hayas como cualquier chica campesina, Gérard avanzaba más deprisa que su balada. Su amor había llegado a ese estado en que, incluso para un trovador profesional, era más causa de distracción que de inspiración, y se encontraba de una manera recurrente en la meditación sobre felicidades que no eran las del verbo.

La hierba y los árboles habían adquirido el fresco barniz de un mes de mayo medieval; el suelo estaba decorado con pequeñas flores azules, blancas y amarillas, como un repujado tapiz, y había un arroyo lleno de guijarros que murmuraba junto al camino, y parecía como si las voces de las ondinas estuviesen hablando de una manera deliciosa bajo sus aguas. El aire, acunado por el sol, estaba cargado con una corriente de juventud y de aventura, y el anhelo que se desbordaba desde el corazón de Gérard parecía mezclarse místicamente con los bálsamos del bosque.

Gérard era un trovador cuyos escasos años y muchos vagabundeos le habían traído un cierto renombre. De acuerdo con la costumbre, había andado de corte en corte, de château en château, y él era ahora el invitado del conde de La Frênaie, cuyo elevado castillo dominaba la mitad del bosque circundante. Visitando un día la ciudad catedralicia de Vyones, de exquisito arcaísmo, que queda tan cerca del antiguo bosque de Averoigne, Gérard había visto a Fleurette, la hija de un próspero comerciante llamado Guillermo Cochin, y había quedado más sinceramente prendado de su rubia picardía de lo que podía esperarse de alguien que se había mostrado impresionable con tanta frecuencia. Había conseguido hacer que ella conociese sus sentimientos, y, tras un mes de notas amorosas, serenatas y entrevistas a escondidas concertadas con la ayuda de una dueña complaciente, ella había concertado esta cita de enamorados en medio de los bosques durante una ausencia de su padre de Vyones. Acompañada por una doncella y un sirviente, ella partiría de la ciudad al caer la tarde para reunirse con Gérard bajo cierta haya de tamaño y antigüedad enormes. Entonces los sirvientes se retirarían discretamente, y los amantes, para todos los efectos e intenciones, estarían solos. No era probable que fuesen vistos o interrumpidos; porque el retorcido bosque, de antigüedad inmemorial, tenía mala reputación entre los campesinos.

En algún lugar de estas forestas estaba el château maldito y funesto de Faussesflammes; y además había una tumba doble, dentro de la cual el señor Hugh de Malinbois y su castellana, quienes habían sido famosos por brujería en sus tiempos, habían yacido sin consagrar durante más de doscientos años. Sobre éstos y sobre sus fantasmas, se contaban historias horribles, y había relatos de loup-garous y duendes, sobre las hadas y los demonios y los vampiros que infestaban Averoigne. Pero Gérard había prestado escasa atención a estos cuentos, considerando improbable que criaturas semejantes se moviesen por el exterior bajo la plena luz del día. La alocada Fleurette había declarado ser igualmente intrépida, pero fue necesario prometer a los lacayos una sustanciosa pourboire, dado que compartían completamente las supersticiones del lugar.

Gérard se había olvidado por completo de las leyendas de Averoigne, mientras se apresuraba por el sendero salpicado de sol. Se estaba acercando al haya acordada, que un recodo en el camino debería dejar al descubierto enseguida, y su pulso se aceleró y se volvió tembloroso, al preguntarse si Fleurette ya habría llegado al lugar de la cita. Él abandonó todos sus esfuerzos para continuar con su balada, que, en los cuatro kilómetros y medio que había andado desde que salió de La Frênaie, no había progresado más allá de la mitad de una primera estrofa de ensayo.

Sus pensamientos eran los que correspondían a un amante ardiente e impaciente. De pronto, fueron interrumpidos por un agudo grito que se elevaba a un tono insoportable de horror y miedo, surgiendo de la verde tranquilidad de los pinos a la vera del camino. Sorprendido, miró a través del denso ramaje y, mientras el grito se desvanecía hasta el silencio, escuchó el sonido de pisadas apagadas corriendo, y la refriega como de varios cuerpos. De nuevo, el grito se levantó. Era claramente la voz de una mujer en algún grave peligro. Aflojando su daga de su funda y agarrando con más firmeza el largo bastón de carpe que había traído consigo como protección ante las víboras que se decía que habitaban en Averoigne, se arrojó, sin planearlo ni dudarlo, a través de los ramajes bajos desde los cuales la voz había parecido surgir.

En un pequeño claro más allá de los árboles, vio a una mujer que estaba forcejeando contra tres rufianes de aspecto excepcionalmente malvado y brutal. Incluso en medio de la prisa y vehemencia del momento, Gérard se dio cuenta de que nunca había visto hombres o mujer semejantes. La mujer llevaba un vestido de color verde esmeralda que hacía juego con sus ojos; su rostro tenía la palidez de las cosas muertas junto a una belleza propia de un hada, y sus labios tenían el color escarlata de la sangre que comenzaba a manar. Los hombres eran morenos como moros, y sus ojos eran rojas ranuras de llamas bajo cejas oblicuas con pelo como de animal. Había algo muy raro en la forma de sus pies, pero Gérard no se dio cuenta de la naturaleza exacta de su rareza hasta mucho más tarde. Entonces recordó que todos ellos parecían ser cojos, aunque eran capaces de moverse con una agilidad sorprendente. De alguna manera, después nunca fue capaz de recordar cuál era la ropa que tenían puesta.

La mujer le dirigió a Gérard una mirada suplicante cuando él saltó de entre el ramaje. Los hombres, sin embargo, no parecieron notar su llegada, aunque uno de ellos sujetó en un abrazo peludo las manos que la mujer pretendía extender a su salvador.

Levantando el bastón, Gérard se arrojó contra los rufianes. Propinó un golpe tremendo a la cabeza del más próximo..., un golpe que debería haberle arrojado por los suelos al individuo. Pero el bastón descendió sobre aire que no ofrecía resistencia, y Gérard se tambaleó y casi cayó de bruces intentando recuperar el equilibrio. Atontado y sin comprender, notó que el grupo de figuras enfrentadas se había desvanecido por completo. Al menos, los tres hombres se habían desvanecido, porque, desde las ramas intermedias de un alto pino, más allá del claro, las facciones, blancas como la muerte, de la mujer le sonrieron durante un momento con una astucia tenue, inescrutable, mientras se derretían entre las agujas.

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