Read Los mundos perdidos Online
Authors: Clark Ashton Smith
Durante seis años, he vivido apartado junto a mi anciano maestro, olvidándome de mi juventud y sus correspondientes deseos, en el estudio de cosas arcanas. Hemos profundizado, más que todos los que nos precedieron, en el estudio del saber prohibido; hemos llamado a los habitantes de criptas selladas de los temibles abismos más allá del espacio. Pocos son los hijos de la humanidad que han deseado buscarnos entre los estériles acantilados barridos por el viento, y muchos, pero sin nombre, fueron los visitantes que recibimos desde los más remotos confines del tiempo y el espacio.
Austera y blanca, como una tumba, era la mansión en que habitábamos. Lejana estaba, sobre los desnudos acantilados negros, sobre los que el mar del norte trepa indomable y rugiente, o mengua con el murmullo incesante de un ejército de confusos demonios, siempre llena, como una tumba de huecos sonidos, con el eco lúgubre de sus voces tumultuosas, y los vientos lloran su triste cólera en torno a las altas torres, pero no las agitan. Por el lado del mar, la mansión se alza, sin transición, desde el acantilado vertical, pero, en los otros lados, hay estrechas terrazas, donde crecen cedros enanos y retorcidos, que siempre se inclinan ante las galernas. Monstruos gigantescos de mármol vigilan los portales por el lado de tierra, y enormes mujeres de basalto guardan los apretados pórticos sobre el oleaje, y poderosas estatuas y momias se levantan por todas partes, por las habitaciones y los pasillos. Pero, excepto éstos, y las entidades que hemos convocado, no hay nadie que nos acompañe, y los zombies y las sombras han sido los servidores de nuestras necesidades de cada día.
Todos los hombres conocen la fama de Avyctes, el único discípulo que ha sobrevivido de aquel Malygris, quien aterrorizó Susran por medio de su nigromancia desde su torre leonada. Malygris, quien descansó en la muerte durante años mientras los hombres aún le creían con vida; quien, yaciendo así, todavía pronunciaba potentes hechizos y terribles oráculos con los labios en putrefacción. Pero Avyctes no ansiaba el poder temporal a la manera de Malygris, y, habiendo aprendido todo lo que los hechiceros mayores podían enseñarle, se retiró de las ciudades de Poseidonis para encontrar otro dominio aún mayor; y a mí, el joven Pharpetron, se me permitió, durante los años tardíos de Avyctes, unirme a su soledad, y, desde entonces, he compartido sus austeridades, vigilias e invocaciones..., y ahora, de igual manera, debo compartir la extraña condena que ha acudido en respuesta a su invocación.
No sin terror, dado que el hombre es apenas un mortal, yo, el neófito, contemplé al principio los rostros, formidables y repugnantes de aquellos que a Avyctes obedecían. Me estremecí ante las negras contorsiones de las cosas del submundo que salían de los braseros, a través del humo de muchos tamaños; grité con horror ante la asquerosidad, gris, colosal y sin forma, que se levantaba malignamente alrededor del círculo dibujado con siete colores, amenazando con castigos inmencionables a los que estábamos en el centro. No sin repugnancia, bebí el vino que me fue escanciado por cadáveres, y comí el pan que me fue proporcionado por fantasmas. Pero la repetición y la costumbre borraron la novedad, destruyeron el miedo, y, con el paso del tiempo, llegué a creer que Avyctes era señor sobre todos los encantamientos y exorcismos, con un poder infalible para expulsar a todos los seres que invocaba.
Bien le habría ido a Avyctes, y a mí, si el maestro se hubiese conformado con la sabiduría conservada de Atlantis y Thule, o traída de Mu. Sin duda, esto debería haber bastado, porque en los libros de hojas de marfil de Thule estaban escritas con sangre runas que llamarían a los demonios del quinto y séptimo planetas si se pronunciasen en voz alta durante la hora de su ascensión; y los hechiceros de Mu habían dejado el informe de un procedimiento por el cual las puertas del lejano futuro podían ser abiertas, y nuestros padres, los atlantes, habían conocido la carretera entre los átomos y el sendero a las lejanas estrellas. Pero Avyctes tenía sed de un conocimiento más oscuro, un imperio más profundo... Y a sus frágiles manos, durante el tercer año de mi noviciado, llegó la tableta, brillante como un espejo, de la perdida gente serpiente.
A ciertas horas, cuando la marea había descendido de las empinadas rocas, acostumbrábamos a descender, por unas escaleras ocultas en cavernas, a una playa rodeada de acantilados detrás del promontorio en que se levantaba la casa de Avyctes. Allí, en las pardas arenas mojadas, más allá de las espumosas lenguas de las olas, descansarían los gastados y curiosos restos de extrañas cosas y el tesoro que los huracanes habían extraído de las insondables profundidades. Y allí habíamos encontrado las volutas de grandes caracolas rojas y sanguinolentas, y toscos montones de ámbar gris, y blancas flores perennes de coral, y, en una ocasión, el barbárico ídolo de verde bronce que había sido el mascarón de proa de una galera de lejanas islas hiperbóreas...
Había habido una gran tormenta, de las que agitan los mares hasta en sus más remotas profundidades, pero la tempestad se había calmado por la mañana, y no había nubes en el cielo en aquel aciago día, y los vientos demoníacos estaban calmados entre los negros desfiladeros y acantilados, y el mar tartamudeaba con un susurro bajo, como el crujido de colas de vestido de samnita arrastradas por doncellas fugitivas por la arena. Y, justo más allá de la menguante ola, en un revoltijo de algas bermejas, encontramos algo que brillaba como el sol de una manera cegadora.
Y, corriendo adelante, la arranqué del pecio antes de que la ola regresase, y se la llevé a Avyctes.
La tableta estaba hecha con algún metal sin nombre, como un hierro que nunca se herrumbrase, pero más pesado. Tenía la forma de un triángulo y era más ancha que el corazón de un hombre. Por un lado, estaba completamente en blanco como un espejo. Por el otro, había pequeñas filas de caracteres torcidos que estaban profundamente grabados en el metal, como por acción de algún ácido mordiente, y dichos caracteres no eran los jeroglíficos o caracteres alfabéticos de ningún lenguaje conocido por mi maestro o por mí. Sobre la antigüedad de la tableta y su origen, podíamos formarnos pocas conjeturas, y nuestra erudición resultó completamente inútil. Durante muchos días más tarde, estudiamos el escrito y mantuvimos discusiones que no rindieron fruto. Y, noche tras noche, en un cuarto elevado cerrado contra los vientos continuos, pensamos sobre el sorprendente triángulo a la luz de las altas llamas erguidas de las lámparas de plata. Porque Avyctes consideraba que éste era un conocimiento de extraordinario valor, algún secreto de una magia antigua o extraterrestre debería estar contenido en los caracteres torcidos que no ofrecían pista alguna. Entonces, dado que todos nuestros estudios eran inútiles, el maestro buscó otra manera de adivinarlo, recurrió a la brujería y a la nigromancia. Pero al principio, de entre todos los demonios y fantasmas que contestaron a nuestras invocaciones, ninguno pudo decirnos nada concerniente a la tableta. Y cualquier otro que no fuese Avyctes se habría desesperado por fin... Y hubiera sido bueno que se desesperase, y no hubiera buscado más descifrar el escrito.
Los meses y los años pasaron con el bajo sonido tronante del mar chocando contra las oscuras rocas y el temerario clamor de los vientos en torno a las torres blancas. Y aún continuábamos con nuestros estudios y nuestras invocaciones; y más lejos, siempre más lejos, nos adentramos en el reino sin luz de los espacios y de los espíritus, aprendiendo, quizá, a abrir las múltiples infinitudes. Y, a veces, Avyctes volvería a su estudio de la tableta encontrada en el mar, e interrogaría a algún visitante en torno a su interpretación.
Por fin, mediante el uso de una fórmula casual de un experimento vano, invocó al fantasma, vago y tenue, de un hechicero de los años prehistóricos, y el fantasma, con un débil susurro en una lengua bárbara y olvidada, nos informó que las letras en la tableta eran aquellas de la gente serpiente, cuyo continente, la antigüedad primordial, se había hundido antes de que Hyperbórea se alzase del barro. Pero el fantasma nada pudo decirnos de su significado, porque, incluso en su época, el pueblo serpiente se había convertido en una dudosa leyenda, y su profunda sabiduría prehumana y su hechicería eran cosas que no podían ser recuperadas por los hombres.
Ahora bien, en todos los libros de hechizos poseídos por Avyctes, no había ninguno por el cual pudiese llamarse a la perdida gente serpiente de su época fabulosa. Pero había una vieja fórmula lemurea, recóndita e incierta, con la cual la sombra de un hombre muerto podía ser enviada a años posteriores a los de su vida, y podía ser invocada después de un tiempo por el brujo. Y la sombra, siendo por completo insustancial, no sufriría daño alguno de su transición temporal, y recordaría, para la información del brujo, lo que se le hubiera ordenado aprender durante su viaje.
Así, habiendo invocado de nuevo al fantasma del hechicero prehistórico, cuyo nombre era Ybith, Avyctes hizo un uso bastante raro de varias gomas y fragmentos de madera fósil, y, él y yo, recitando los responsos de la fórmula, enviamos el espíritu de Ybith a las lejanas edades de los hombres serpientes. Y, tras un tiempo que el maestro consideró suficiente, realizamos el curioso rito de encantamiento por el que se llamaría a Ybith. Y los ritos tuvieron éxito. Ybith se alzó de nuevo ante nosotros como un vapor que el soplido del aire está a punto de hacer desaparecer, y, en palabras tan débiles como el eco de recuerdos que están a punto de olvidarse, el espectro nos comunicó la clave para la comprensión de las letras que había aprendido en el pasado prehumano. Y, después de esto, no interrogamos más a Ybith, sino que consentimos que regresase a su reposo y al olvido.
Entonces, conociendo el sentido de los nimios y retorcidos caracteres, leímos el escrito de la tableta e hicimos una traducción del mismo, aunque no sin trabajos y dificultades, dado que los propios fonemas de la gente serpiente y los símbolos e ideas eran algo distintos de los de la humanidad. Y, cuando hubimos descifrado la inscripción, descubrimos que contenía la fórmula para cierta invocación que, sin duda, había sido utilizada por los hechiceros serpientes. Pero el objeto de la invocación no era mencionado, tampoco había pista alguna sobre la naturaleza o identidad de lo que acudiría en respuesta a los ritos. Y, lo que es más, no había un rito correspondiente de exorcismo o un hechizo para hacerlo partir.
Grande fue la alegría de Avyctes, considerando habíamos encontrado una sabiduría más allá de las expectativas o el recuerdo del hombre. Y, aunque yo intenté disuadirle, se decidió a emplear la invocación, argumentando que nuestro descubrimiento no era algo casual, sino que estaba decretado por el destino desde el principio. Y no parecía estar preocupado ante la amenaza que podría representar para nosotros el conjuro de cosas cuyo nacimiento y atributos nos resultaban por completo desconocidos.
—Porque —dijo Avyctes— no he llamado, durante los años de mi brujería, ni dios, ni diablo, ni demonio, ni aparecido ni sombra que no pudiese controlar y despedir, según mi capricho. Y me resisto a creer que exista algún espíritu o poder que se encuentre más allá del control de mis encantamientos que pudiera haber sido convocado por una raza de serpientes, cualquiera que, en la nigromancia y las ciencias demoníacas, haya sido su habilidad.
Así que, viendo que se mostraba obstinado y reconociéndole como mi maestro en todos los sentidos, estuve de acuerdo en ayudar a Avyctes en el experimento, aunque no sin malos presentimientos. Y entonces juntamos, en la cámara de los conjuros, durante la hora y la conjunción de las estrellas especificadas, el equivalente de los variados materiales raros que la tableta había indicado que debían utilizarse en el ritual.
Sobre mucho de lo que hicimos, y sobre ciertos agentes que utilizamos, mejor no hablar; tampoco recordaré las agudas palabras silbantes que resultaban difíciles de articular a seres no nacidos de serpientes, cuya entonación formaba una parte importante de la ceremonia. Hacia el final, dibujamos en el suelo un triángulo con la sangre fresca de pájaros, y Avyctes se puso de pie en un ángulo y yo en el otro; y la delgada momia parda de un guerrero atlante, cuyo nombre había sido Oigos, fue colocada en el otro. Y, así situados, Avyctes y yo sujetamos en nuestras manos velas hechas con grasa de cadáver hasta que las velas se hubieron quemado entre nuestros dedos como si fuesen candelabros. Y, sobre las palmas extendidas de la momia de Oigos, como si fuesen incensarios huecos, ardieron talco y amianto, encendidos por medio de un extraño fuego cuyo secreto conocíamos. A un lado, habíamos dibujado una elipse inquebrantable, hecha con una repetición encadenada y sin fin de los doce signos inmencionables de Oumor, a los cuales podríamos retirarnos en caso de que el visitante se mostrase enemigo o rebelde. Esperamos mientras que las estrellas que circundan los polos pasaban, como había sido prescrito. Entonces, cuando las velas se hubieron apagado entre nuestros dedos chamuscados, y el talco y el amianto estuvieron del todo consumidos en las palmas gastadas de la momia, Avyctes pronunció en voz alta una palabra cuyo sentido era oscuro para nosotros, y Oigos, animado por la brujería y sujeto a nuestra voluntad, repitió la palabra tras un intervalo preestablecido, en un tono que era tan vacío como un eco nacido en una tumba, y yo, durante mi turno, también la repetí.
Ahora, en la cámara de la invocación, antes de comenzar el ritual, habíamos abierto una pequeña ventana que daba al mar y, de idéntica manera, habíamos dejado abierta una gran puerta en el salón que daba a la tierra, no fuese que lo que acudiese en contestación necesitase un modo especial de entrada. Y, durante la ceremonia, el mar estuvo en calma y no sopló el viento, y parecía que todas las cosas estuviesen en silencio a la espera de la llegada del visitante sin nombre. Pero, cuando estuvo hecho, y la última palabra había sido repetida por Oigos y por mí, nos quedamos de pie y esperamos vanamente por un signo visible u otra manifestación. Las lámparas ardían con tranquilidad, y no caía otra sombra que las proyectadas por nosotros, por Oigos y por las grandes mujeres de mármol a lo largo de las paredes. Y en los espejos mágicos que habíamos colocado hábilmente para que reflejasen a aquellos que de otra manera no serían vistos, no contemplamos señal o rastro de imagen alguna.
Ante esto, al pasar un rato, Avyctes se quedó gravemente desilusionado, considerando que la invocación había fallado en su propósito, y yo, con la misma idea, me encontraba secretamente aliviado. Interrogamos a la momia de Oigos, para descubrir si él había descubierto en el cuarto, con tales sentidos como son propios de los muertos, alguna señal segura o una prueba dudosa de una presencia que no hubiese sido notada por los vivos. Y la momia nos dio una respuesta nigromántica, diciendo que no había nada.