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Authors: Clark Ashton Smith

Los mundos perdidos (22 page)

BOOK: Los mundos perdidos
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—Difícilmente podría ser otra cosa —asintió Bellman más bien secamente—; cualquier otra clase de tormenta es inaudita por los alrededores. Es la especie de revoltijo infernal que los aihais llaman el zoorth, y, lo que es más, viene en dirección a nosotros. Propongo que empecemos a buscar un refugio. He estado atrapado en el zoorth antes, y no recomiendo respirar un puñado de ese polvo ferruginoso.

—Hay una cueva en la vieja ribera del río, a la derecha —dijo Chivers, el tercer miembro del grupo, quien había estado explorando el desierto con ojos inquietos como de halcón.

El trío de terrícolas, aventureros aguerridos que despreciaban los servicios de los guías marcianos, había partido cinco días antes del puesto de Ahoom, adentrándose en la región deshabitada conocida como el Chaur. Aquí, en el lecho de los grandes ríos que no habían corrido desde hacía ciclos, se rumoreaba que podía encontrarse el pálido oro marciano, parecido al platino, en montones como si fuese sal. Si la fortuna les resultaba propicia, sus años de exilio, hasta cierto punto involuntario, sobre el planeta rojo pronto habrían terminado. Habían sido advertidos contra el Chaur, y habían escuchado algunas historias extrañas en Ahoom sobre las razones por las que los anteriores buscadores no habían regresado. Pero el peligro, sin importar lo grave o exótico que fuese, era tan sólo una parte de su rutina diaria. Con una buena posibilidad de oro sin límites al final de su viaje, hubieran bajado al Infierno.

Sus suministros de comida y sus barriles de agua eran transportados por un trío de esos curiosos animales conocidos como vortlups, que, con sus piernas y cuellos alargados y sus cuerpos cubiertos con placas de cuerno, podrían aparentemente haber sido una combinación fabulosa de llama y saurio.

Estos animales, aunque extremadamente feos, eran domésticos y dóciles, y estaban bien adaptados al viaje por el desierto, siendo capaces de pasarse sin agua varios meses de una vez.

Durante los últimos dos días, habían estado siguiendo el curso de un río antiguo y sin nombre, que tenía una milla de anchura, retorciéndose entre colinas que habían disminuido hasta convertirse en simples lomas a causa de evos de exfoliación. No habían encontrado otra cosa que piedras gastadas, rocas y fina arena rojiza. Hasta entonces, el cielo había estado en silencio e inmóvil: el sol remoto, el tenue aire, eran tales como podían alzarse sobre los dominios de una muerte eterna; y nada se movía en el lecho del río, donde las piedras estaban desnudas hasta de líquenes sin vida.

La maligna columna del zoorth, retorciéndose e hinchándose en dirección a ellos, era el primer signo de movimiento que habían visto en aquella tierra sin vida.

Espoleando sus vortlups con los bastones con punta de hierro, que era lo único que podía extraer un aumento de velocidad de estos torpes monstruos, los terrestres partieron hacia la boca de la caverna mencionada por Chivers. Estaba quizá a un tercio de milla de distancia, y situada en una elevación del borde escalonado.

El zoorth había borrado el sol antes de que llegasen al final de la antigua cuesta, y se movían por un siniestro crepúsculo que estaba coloreado como sangre seca. Los vortlups, protestando con gritos ultraterrenos, comenzaron a trepar por la playa, que estaba marcada por una serie de peldaños más o menos regulares que indicaban la lenta recesión de las aguas más antiguas.

La columna de arena, levantándose y retorciéndose de una manera formidable, había alcanzado el banco opuesto cuando llegaron a la caverna.

La caverna estaba en la pared de un acantilado de roca, con vetas de hierro. La entrada se había deshecho en montones de ferro-óxido y oscuro polvo basáltico, pero era lo bastante amplia como para admitir con comodidad a los hombres de la Tierra y a sus abarrotadas bestias de carga. Una oscuridad tan densa como el tejido de negras telarañas bloqueaba el interior. No pudieron formarse una idea de las dimensiones de la caverna hasta que Bellman sacó una linterna eléctrica del fardo de sus pertenencias y volvió su rayo inquisitivo a las sombras.

La linterna sólo sirvió para mostrar los comienzos de una cámara de proporciones indeterminadas que retrocedía extendiéndose en la noche, ampliándose gradualmente y con un suelo que era tan liso como las desaparecidas aguas.

La entrada se había oscurecido con la embestida del zoorth. Un extraño quejido, como de demonios confusos, llenó los oídos de los exploradores, y partículas de arena, finas como átomos, fueron empujadas hacia ellos, escociéndoles en las manos y en la cara como si fuese diamante en polvo.

—La tormenta durará media hora, como mínimo —dijo Bellman—. ¿Nos adentramos en la caverna? Probablemente no encontremos nada que sea de mucho interés o valor. Pero la exploración servirá para entretenernos. Y puede que encontremos algunos rubíes violeta, o algunos zafiros amarillo ámbar, como los que a veces se encuentran en estas cavernas del desierto. Será mejor que vosotros también os traigáis vuestras antorchas y vayáis iluminando las paredes y el techo mientras avanzamos.

Sus compañeros pensaron que valía la pena seguir su sugerencia. Los vortlups, por completo insensibles a la arena soplada en su escamosa armadura, fueron dejados cerca de la entrada. Chivers, Bellman y Maspic, desgarrando con los rayos de sus linternas una coagulada oscuridad que quizá no había conocido la invasión de la luz durante todos sus ciclos anteriores, se adentraron en la cueva que se ensanchaba.

El lugar estaba desnudo, con el vacío semejante a la muerte de una catacumba largo tiempo abandonada. Su suelo y sus paredes herrumbrosas no devolvían el brillo y el reflejo de las luces juguetonas. Descendía en una curva suave, y los lados estaban marcados por el agua a una altura de seis o siete pies. Sin duda, había sido, durante evos anteriores, el cauce de un afluente subterráneo del río. Había sido limpiado de todos los detritos, y era como el interior de un conducto ciclópeo que podría conducir a un tártaro situado bajo la superficie de Marte.

Ninguno de los tres aventureros era especialmente imaginativo o susceptible a los nervios. Pero todos fueron asaltados por raras impresiones.

Bajo el tapiz del silencio sepulcral, una y otra vez les pareció escuchar un débil susurro, como el susurro de mares sumergidos en las profundidades de una sima hemisférica. El aire estaba cargado con una leve y sospechosa humedad, y notaron una corriente casi imperceptible sobre sus rostros, levantándose desde simas desconocidas. Lo más extraño de todo era la sugestión de un olor sin nombre, que les recordaba al mismo tiempo el olor de los cubiles de los animales y el olor peculiar de las moradas marcianas.

—¿Crees que encontraremos algún tipo de vida? —dijo Maspic, mientras olfateaba el aire con sospecha.

—No es probable —Bellman desestimó la pregunta con su habitual sequedad—; hasta los vortlups evitan el Chaur.

—Pero, desde luego, hay un toque de humedad en el aire —insistió Maspic— que significa agua, en alguna parte, y, si hay agua, puede que haya vida..., quizá una forma de vida peligrosa.

—Tenemos nuestros revólveres —dijo Bellman—, pero dudo que vayamos a necesitarlos... mientras no nos encontremos con buscadores de oro rivales, procedentes de la Tierra —añadió cínicamente.

—Escuchad —el semisusurro partió de Chivers—. ¿Vosotros, socios, escucháis algo?

Los tres se pararon. En algún lugar de la oscuridad frente a ellos, habían escuchado un sonido, prolongado y equívoco, que confundía el oído con sus elementos incongruentes. Era un raspado afilado y un entrechocarse como de metal arrastrado sobre las rocas; y además era, de algún modo, como el golpear de miríadas de enormes bocas húmedas. De repente, disminuyó y se apagó a un nivel que estaba, aparentemente, lejano en las profundidades.

—Esto es raro —Bellman hacía aparentemente una admisión desganada.

—¿Qué es esto? —preguntó Chivers—. ¿Uno de los monstruos subterráneos con mil pies, de media milla de longitud, de los que hablan los marcianos?

—Has estado escuchando demasiados cuentos de hadas de los nativos —le reprochó Bellman—. Ningún terrícola ha visto nunca nada de esa clase. Muchas cavernas profundas de Marte han sido completamente exploradas; pero las situadas en regiones desérticas, como el Chaur, estaban por completo vacías de vida. No puedo imaginarme qué fue lo que causó aquel sonido; pero, en interés de la ciencia, me gustaría avanzar y descubrirlo.

—Empiezo a asustarme —dijo Maspic—, pero estoy dispuesto si vosotros lo estáis.

Sin otra discusión o comentario, los tres continuaron su avance al interior de la cueva. Habían caminado a buen paso durante quince minutos, y estaban ahora a, por lo menos, media milla de la entrada. El suelo se estaba volviendo más empinado, como si hubiese sido el lecho de un torrente. Y, además, la configuración de las paredes había cambiado: a ambos lados había escalones de piedra metálica y huecos con columnas que los rayos de las linternas no siempre podían sondear.

El aire se había vuelto más cargado, y la humedad, inconfundible. Había un aliento de antiguas aguas estancadas. El otro olor, como de animales salvajes y de moradas aihai, también manchaba la oscuridad con su pegajoso hedor.

Bellman abría camino. De pronto, su linterna descubrió el borde de un precipicio, donde el antiguo canal desaparecía repentinamente y, a cada lado, los escalones y las paredes se desvanecían en un espacio incalculable. Acercándose hasta el borde mismo, introdujo su lápiz de luz haciéndolo bajar por el abismo, descubriendo tan sólo el abismo vertical que se hundía bajo sus pies en una oscuridad sin fondo aparente. El rayo también fracasó en revelar la orilla opuesta de la sima, que podría haber tenido muchas leguas de anchura.

—Me parece que hemos encontrado el mejor sitio para tirarnos —comentó Chivers. Buscando por el suelo, cogió un trozo suelto de roca del tamaño de un pequeño canto rodado que tiró lo más lejos que pudo en el abismo. Los terrícolas escucharon a la espera del sonido de su caída; pero pasaron varios minutos, y no hubo eco alguno procedente de las negras profundidades.

Bellman comenzó a examinar los bordes rotos a cada lado del final del canal. A la derecha, distinguió un borde descendente que rodeaba el abismo, extendiéndose por una distancia incierta. Su principio era un poco más alto que el lecho del canal, y era accesible por medio de una formación que parecía una escalera. El borde tenía una anchura de dos yardas, y su amable cuesta, su destacable uniformidad y regularidad, transmitían la idea de una antigua carretera tallada en la pared del abismo. Le sobresalía una pared, como la mitad repentinamente arrancada de un paseo elevado.

—Ahí está nuestra carretera al Hades —dijo Bellman—, y la inclinación de la cuesta es bastante cómoda, por cierto.

—¿De qué sirve ir más lejos? —dijo Maspic—. Yo, por mi parte, ya he tenido suficiente oscuridad. Y, si al avanzar encontramos algo, será algo sin valor... o desagradable.

Bellman dudó.

—Quizá tengas razón. Pero me gustaría seguir ese borde lo bastante como para hacerme una idea de la magnitud de la sima. Tú y Chivers podéis esperar aquí si estáis asustados.

A lo que se ve, Chivers y Maspic no estaban dispuestos a reconocer cualquier inquietud que pudiesen estar sintiendo. Siguieron a Bellman, a lo largo del borde, agarrándose a la pared interior. Bellman, sin embargo, andaba descuidadamente por el borde, a menudo iluminando con su linterna la extensión que se tragaba su débil rayo.

Más y más, por medio de su anchura uniforme, su inclinación y lo lisa que era, y el semiarco de la loma ante ellos, el borde les dio la impresión a los terrícolas de ser una carretera artificial. Pero ¿quién podría haberla construido y utilizado? ¿En qué edades olvidadas y para qué propósito enigmático había sido diseñada? La imaginación de los terrícolas fracasaba ante las simas tremendas de la antigüedad marciana que se abrían ante preguntas tan tenebrosas. Bellman pensó que la pared se curvaba sobre sí misma, hacia adentro, lentamente. Sin duda, darían la vuelta al abismo completo con el paso del tiempo, siguiendo la carretera. Quizá trazaba una espiral, lenta y tremenda, siempre descendente, hasta las propias entrañas de Marte.

Él y los otros callaban durante períodos cada vez más largos a causa del pasmo. Se quedaron horriblemente sorprendidos cuando, mientras avanzaban, escucharon el mismo sonido prolongado, o mezcla de sonidos, que habían escuchado en la cueva exterior.

Sugería ahora otras imágenes: el arrastrarse sugería ahora el raspado de una lima; la miríada de golpes, suaves y metódicos, era vagamente similar al ruido que haría alguna criatura enorme que retirase sus pies del lodazal.

El sonido resultaba inexplicable, terrorífico. Parte de su terror consistía en su sugestión de distancia, que parecía señalar lo enorme de su causa y dar énfasis a la profundidad del abismo.

Escuchado en un foso de profundidad planetario, debajo de un desierto sin vida, sorprendía... y asustaba. Incluso Bellman, que hasta el momento se había mostrado intrépido, comenzó a sucumbir ante el horror sin forma que se elevaba como una emanación desde la noche.

Al cabo, el sonido se volvió más débil y se apagó, dando de alguna manera la sensación de que su causante había descendido directamente por la pared perpendicular hasta las profundidades de la sima.

—¿Retrocedemos? —preguntó Chivers

—Da igual —respondió Bellman sin dudar—; de todos modos, tardaríamos toda la eternidad en explorar este lugar.

Empezaron a volver sobre sus pasos a lo largo del borde. Los tres con ese sentido extratáctil que advierte del acercamiento de un peligro oculto, estaban ahora preocupados y alerta. Aunque la sima había quedado en silencio una vez más con la retirada del extraño sonido, de alguna manera sintieron que no se encontraban solos. No podían suponer de dónde surgiría el peligro, ni bajo qué forma, pero sentían una preocupación que era casi pánico. Tácitamente, ninguno de ellos la mencionó, ni tampoco discutieron el inquietante misterio con el que habían tropezado de una manera tan casual.

Maspic iba ahora un poco por delante de los demás. Habían cubierto por lo menos la mitad de la distancia hasta el viejo canal de la cueva, cuando su linterna, iluminando a unos veinte pies por delante de su camino, alumbró a un grupo de figuras blancuzcas que, en fila de a tres, les bloqueaban el paso. Las luces de Bellman y Chivers, que venían cerca detrás, mostraron con terrible claridad los miembros y los rostros deformes de la multitud, pero no pudieron determinar su número.

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