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Authors: Clark Ashton Smith

Los mundos perdidos (23 page)

BOOK: Los mundos perdidos
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Las criaturas, en perfecto silencio e inmóviles, como esperando a los terrestres, se asemejaban de una manera genérica a los aihais, los nativos de Marte. Ellos parecían, sin embargo, representar a un tipo extremadamente degradado o aberrante; y la palidez, como de hongos, de sus cuerpos indicaba mucho tiempo de vida subterránea. Además, eran más pequeños que los aihais adultos, alcanzando como media unos cinco pies de altitud. Poseían las enormes fosas nasales abiertas, las orejas de soplillo, los pechos de barril y los delgados miembros de los marcianos..., pero todos ellos eran ciegos.

En los rostros de algunos había tenues, rudimentarias, hendiduras, donde deberían haber estado los ojos; en los rostros de otros había cuencas profundas y vacías, que sugerían que los globos oculares habían sido arrancados.

—¡Dios mío! ¡Qué grupo más repugnante! —gritó Maspic—. ¿De dónde han salido? ¿Y qué es lo que quieren?

—No puedo imaginármelo —dijo Bellman—, pero la situación se presenta algo peliaguda..., a no ser que sean amistosos. Deben haber estado ocultos en los escalones superiores de la cueva cuando entramos.

Avanzando audazmente, delante de Maspic, se dirigió a las criaturas en la gutural lengua aihai, muchos de cuyos vocablos apenas podían ser pronunciados por un terrícola. Algunos de entre ellos se revolvieron nerviosos y emitieron sonidos, agudos y chirriantes, que no guardaban más que un parecido mínimo con el lenguaje de Marte. Estaba claro que no podían comprender a Bellman. El lenguaje de los signos, a causa de su ceguera, hubiera sido igualmente inútil.

Bellman sacó su revólver, indicando a los otros que hiciesen lo mismo.

—Tenemos que abrirnos camino entre ellos de alguna manera —dijo él—, y, si no nos dejan pasar sin interferirse... —el sonido metálico de un revolver amartillado sirvió para terminar la frase.

Como si el sonido metálico hubiese sido la señal que esperaban, la multitud de ciegos seres blancos se echó adelante sobre los terrícolas con un movimiento repentino. Era como el ataque de autómatas... máquinas andantes irresistibles, metódicas y unidas, bajo la dirección de algún poder oculto.

Bellman apretó su gatillo una, dos, tres veces a quemarropa. Era imposible fallar; pero las balas resultaban tan inútiles como guijarros arrojados a un torrente desbordante. Los seres ciegos no dudaban, aunque dos de ellos empezaron a sangrar con el fluido amarillo rojizo que los marcianos usan en vez de sangre.

Los primeros de ellos, indemnes, y moviéndose con diabólica seguridad, cogieron el brazo de Bellman con largos dedos, de cuatro articulaciones, y arrancaron el revólver de su mano antes de que pudiese apretar el gatillo una vez más. Curiosamente, la criatura no intentó privarle de su linterna, que ahora llevaba en su mano izquierda; y vio el brillo acerado del colt, que era arrojado a la oscuridad y la distancia desde la mano del marciano. Entonces, los cuerpos blancos como hongos, acordonando horriblemente la estrecha carretera, le rodearon por todas partes, acercándose tanto, que no le quedaba espacio para una resistencia efectiva. Chivers y Maspic, después de hacer unos pocos disparos, también se vieron privados de sus armas, pero, a través de una rara discriminación, se les permitió conservar sus linternas.

Todo el episodio había sido una cuestión de minutos. Hubo un breve suavizamiento del movimiento adelante del grupo, dos de cuyos miembros habían sido acertados por los disparos de Maspic y Chivers y después fueron arrojados a la sima, sin miramientos, por sus compañeros. Las filas delanteras, abriéndose hábilmente, incluyeron a los terrícolas y les obligaron a dar la vuelta.

Entonces, sólidamente sujetos por la prensa en movimiento de los cuerpos, fueron arrastrados sin poderse resistir. Con la desventaja de su miedo de dejar caer las linternas, no podían hacer nada ante el torrente de pesadilla.

Arrastrados con pasos terribles por un sendero que les conducía siempre más profundamente en el abismo, y capaces tan sólo de ver las espaldas y los miembros iluminados de las criaturas que estaban frente a ellos, se convirtieron en parte de ese ejército, ciego y misterioso.

Detrás de ellos, parecía haber docenas de marcianos empujándoles implacablemente. Después de un rato, su situación comenzó a atontar sus facultades. Les parecía que ya no se movían con pasos humanos, sino con las zancadas, rápidas y automáticas, de las cosas que se amontonaban en torno a ellos. El pensamiento, la voluntad, incluso el terror, quedaban atontados por el ritmo ultraterreno de esos pasos que se dirigían al abismo. Encerrados por esto y por una sensación de completa irrealidad, hablaban tan sólo a largos intervalos, y entonces con monosílabos que parecían haber perdido todo su significado pertinente, como el hablar de máquinas. La gente ciega estaba completamente en silencio..., no había ningún ruido excepto la miríada de eternos golpes en el suelo.

Adelante siempre, continuaron a través de horas de ébano que no pertenecían a ningún período diurno. Lenta, tortuosamente, la carretera se curvaba para adentro, como si estuviese agazapada en el interior de una Babel ciega y cósmica. Los hombres de la Tierra sintieron que debieron haber dado la vuelta al abismo varias veces, en aquella espiral terrorífica; pero la distancia que habían recorrido y las dimensiones reales de la pasmosa sima resultaban inconcebibles.

Excepto por sus linternas, la noche era absoluta e inmutable. Era más vieja que el sol; se había cernido allí durante todos los evos pasados en medio de un horror ciego e inviolado. Se acumulaba sobre ellos como una carga monstruosa, y se abría terriblemente debajo. De ella se levantaba el olor, cada vez más fuerte, de las aguas estancadas. Pero todavía no había sonido alguno que no fuese el golpeteo, suave y mesurado, que producían los pies al andar en su descenso a aquel Infierno sin fondo.

En algún lugar, como después del transcurso de épocas en la oscuridad, el avance hacia el abismo había cesado. Bellman, Chivers y Maspic sintieron relajarse la presión de la multitud de los cuerpos; notaron que estaban parados, mientras que sus mentes seguían llevando el ritmo de aquel descenso inhumano.

La razón y el horror regresaron a ellos lentamente. Bellman levantó su linterna, y el rayo que daba vueltas descubrió a la multitud de marcianos, muchos de los cuales se estaban dispersando en una enorme caverna en la que terminaba la carretera que circunvalaba la sima. Sin embargo, otros de los seres se quedaron, como para vigilar a los terrestres. Temblaban alertas cuando Bellman se movía, como si fuesen conscientes de ello a través de un sentido desconocido.

Cerca, a la derecha, el suelo liso terminaba abruptamente, y, acercándose al borde, Bellman vio que la caverna era una cámara abierta en la pared perpendicular. En la distancia, lejos en la oscuridad, un brillo fosforescente se movía de acá para allá, como un nautilus en un océano subterráneo.

Una lenta brisa fétida soplaba sobre él, y escuchó el extraño suspiro de las aguas en cataratas sumergidas, aguas que habían retrocedido durante años incontables, durante la desecación del planeta.

Se dio la vuelta mareado. Sus compañeros estaban examinando el interior de la cueva. Parecía que el lugar era de origen artificial, porque, moviéndose de acá para allá, los rayos de las linternas descubrían enormes columnatas decoradas con relieves profundamente grabados. Quién los había tallado y cuándo eran problemas no menos insolubles que el origen de la carretera tallada. Sus detalles parecían tan obscenos como las visiones de la locura; dañaban la vista como un golpe violento, transmitiendo un mal sobrehumano, una malignidad sin fondo, durante el momento transitorio de su contemplación.

En verdad, la cueva era de grandes proporciones, adentrándose profundamente en el precipicio, y con numerosas salidas que conducían, sin duda, a otros ramales. Las luces de las linternas desalojaron a medias las sombras amontonadas sobre los huecos escalonados, atraparon los salientes de las paredes distantes que trepaban y ascendían a la oscuridad inaccesible; iluminaron a las criaturas que se movían de acá para allá como monstruosos hongos vivientes; dieron una breve existencia visual a las plantas, pálidas y parecidas a un pólipo, que se colgaban apestosamente al techo.

El lugar era abrumador, oprimía los sentidos, aplastaba el cerebro. La propia piedra parecía la encarnación de la oscuridad, y la luz y la visión eran como intrusos efímeros en los dominios de la ceguera. De alguna manera, los terrícolas se encontraron cargados con una convicción de que la fuga era imposible. Un extraño letargo se apoderó de ellos, que ni siquiera discutieron sobre su situación, sino que se quedaron en silencio e indiferentes.

Entonces, de la sucia oscuridad apareció cierto número de marcianos. Con la misma sugestión de automatismo controlado que había señalado todos sus actos, se agruparon en torno a los hombres una vez más y les empujaron hacia una cueva que se abría.

Paso a paso, los tres fueron empujados por aquella extraña procesión de leprosos. Las columnas obscenas se multiplicaron, la cueva se hizo más profunda a su vista, con perspectivas sin fin, como una revelación de las cosas obscenas que dormitan en lo más profundo de la noche. Al principio débilmente, pero más fuertemente conforme avanzaban, les sobrevino una insidiosa sensación de somnolencia, semejante a la que pueden producir los efluvios mefíticos. Se rebelaron contra esto, porque el adormecimiento era de algún modo oscuro y malo. Se volvió más fuerte en ellos, conforme se acercaban al corazón del horror. Entre las densas columnas, aparentemente sin parte superior, el suelo ascendía en un altar de siete escalones oblicuos y piramidales. En el superior se levantaba una imagen de pálido metal: un objeto no mayor que una liebre, pero monstruoso más allá de toda imaginación.

El raro sopor antinatural pareció aumentar en los terrícolas al contemplar esta imagen. Detrás de ellos, los marcianos se amontonaban con un impulso adelante, como adoradores que se reúnen ante un ídolo. Bellman notó una mano que le agarraba por el hombro. Dándose la vuelta, descubrió junto a su codo una aparición sorprendente y por completo inesperada.

Aunque estaba tan pálido y sucio como los habitantes de la cueva, y tenía cuencas vacías en lugar de ojos, el ser era, o había sido antes, ¡un hombre!

Estaba descalzo y vestido tan sólo con unos restos harapientos de caqui que parecían haberse gastado a causa del uso y de la vejez. Su pelo y barba blancos, enredados por el barro, estaban llenos de restos inmencionables. Una vez había sido tan alto como Bellman, pero ahora estaba encorvado a la altura de los enanos marcianos y terriblemente delgado. Temblaba como si tuviese la fiebre palúdica, y una expresión casi de idiota de desesperación y terror estaba estampada en las ruinas de sus rasgos.

—¡Dios mío! ¿Quién eres tú? —gritó Bellman completamente despierto a causa de la sorpresa.

Durante algunos momentos, el hombre babeó incoherentemente, como si hubiese olvidado las palabras del lenguaje humano o ya no fuese capaz de articularlas. Entonces gruñó débilmente, con muchos intervalos y pausas de incoherencia.

—¡Sois hombres de la Tierra! ¡Terrícolas! Me dijeron que os habían capturado... igual que me capturaron a mí... Yo, una vez, fui un arqueólogo... Me llamaba Chalmers... John Chalmers. Fue hace años..., no sé cuántos. Me adentré en el Chaur para explorar algunas de sus viejas ruinas. Me capturaron estas criaturas del abismo..., y he estado aquí desde entonces... No hay fuga..., el habitante se ocupa de ello.

—¿Pero quiénes son estas criaturas? ¿Y qué quieren de nosotros? —preguntó Bellman.

Chalmers pareció recuperar sus estropeadas facultades, su voz se volvió más clara y firme.

—Se trata de un resto degenerado de los yorhis, la antigua raza marciana que floreció antes que los aihais. Todo el mundo supone que se han extinguido. En el Chaur, se encuentran las ruinas de algunas de sus ciudades. Por lo que he podido descubrir, ahora soy capaz de hablar su idioma, esta tribu fue empujada a las profundidades por la deshidratación del Chaur, y siguieron la retirada de las aguas hasta un lago subterráneo que descansa en el fondo de esta sima. Ahora viven prácticamente como animales y adoran a un extraño monstruo que vive en el lago... el habitante... la cosa que camina sobre el precipicio. El pequeño ídolo que podéis contemplar sobre el altar es una imagen de ese monstruo. Están a punto de celebrar una de sus ceremonias religiosas; y desean que vosotros toméis parte. Debo daros instrucciones... Será el principio de vuestra iniciación en la vida religiosa de los yorhis.

Bellman y sus compañeros, escuchando las extrañas declaraciones de Chalmers, sintieron una mezcla de asco, pesadilla y asombro.

El blanco rostro de la criatura que estaba ante ellos, barbisucio y ciego, parecía indicar la misma degradación que veían en los habitantes de la cueva. De alguna manera, ese sujeto apenas parecía humano. Pero, sin duda, se había venido abajo a causa del horror de su largo cautiverio en medio de la oscuridad, en medio de una raza de alienígenas. Sentían que se encontraban entre misterios asquerosos y las cuencas vacías de Chalmers planteaban una pregunta que ninguno de ellos se atrevía a formular.

—¿En qué consiste esta ceremonia? —dijo Bellman al cabo de un rato.

—Vengan, se lo mostraré —había una extraña ansiedad en la voz quebrada de Chalmers. Tiró de la manga de Bellman y comenzó a ascender por la pirámide con una tranquilidad y una seguridad al poner el pie que indicaban una larga familiaridad. Como soñadores en un sueño, Bellman, Chivers y Maspic le siguieron.

La imagen no se parecía a nada que hubiesen visto antes sobre el planeta rojo... ni en ninguna otra parte. Estaba tallada en un metal extraño que parecía más blanco y más blando que el oro incluso, y representaba a un animal agazapado con un caparazón liso que le cubría, debajo del cual le salían la cabeza y los miembros al estilo de las tortugas. La cabeza era venenosamente plana, triangular y sin ojos. De las comisuras caídas de la cruel raja de su boca, dos largas probóscides se curvaban para arriba, huecas y parecidas a copas en el extremo. La cosa estaba equipada con una serie de piernas cortas, que le salían a intervalos regulares de debajo del caparazón; una curiosa doble cola estaba recogida y entrelazada debajo de su cuerpo agazapado. Los pies eran redondos y tenían la forma de pequeñas copas invertidas.

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