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Authors: Clark Ashton Smith

Los mundos perdidos (29 page)

BOOK: Los mundos perdidos
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—¡Te digo que escucho cómo Gershom nos llama! —gritaba—; quiere compañía, ahí afuera, en el vacío negro y congelado; y no se alejará de la nave hasta que uno de los dos vaya a reunirse con él. Tienes que irte, Beverly..., es o tú o yo... De otro modo, seguirá al Selenita para siempre.

Intenté razonar con él, pero en vano. Se volvió a mí aullando como un loco.

—¡Maldito seas!, ¡te tiraré, si no te vas de otra manera! —chillaba.

Arañándome y mordiéndome como un animal salvaje, saltó sobre mi puesto, frente al tablero de controles del Selenita. Fui casi vencido por su asalto, porque luchaba con una fuerza salvaje de loco... No me gusta escribir todo lo que sucedió, porque el simple recuerdo me pone enfermo... Finalmente, me sujetó de la garganta con una presa de uñas afiladas de la que no me pude librar y comenzó a estrangularme hasta la muerte. En defensa propia, tuve que dispararle con el arma automática que llevaba en el bolsillo. Tambaleándome mareado, jadeando a falta de aliento, me encontré mirando para abajo, hacia su cuerpo caído, desde el cual un charco rojo se extendía por el suelo.

De alguna manera, conseguí ponerme el traje espacial, y, arrastrando el cuerpo de Colt por los tobillos, llegué hasta la parte exterior de la escotilla del aire. Cuando abrí la puerta, el aire que se escapaba me arrojó hacia la escotilla abierta junto con el cadáver; me costó trabajo recuperar el equilibrio y evitar ser arrastrado al espacio. El cadáver de Colt, dando en su movimiento vueltas transversales, se atrancó en mitad de la escotilla, y tuve que echarlo fuera con las manos. Entonces cerré la escotilla detrás de él. Cuando regresé a la nave, lo vi flotando, pálido e hinchado, junto al cadáver de Gershom.

17 de septiembre. Estoy solo... y, sin embargo, soy perseguido y acompañado de una manera horrible por los hombres muertos. He intentado concentrar mis facultades en el problema insoluble de la supervivencia, en las exigencias de la navegación espacial; pero todo es inútil.

Siempre soy consciente de estos cuerpos, rígidos e hinchados, nadando en el terrible silencio del vacío, con el sol, blanco y sin aire, como una lepra de luz sobre sus caras levantadas. Intento mantener la vista en los paneles de control..., o en las cartas astronómicas..., o en el diario que estoy llevando..., en las estrellas hacia las que me dirijo. Pero un magnetismo, terrible e irresistible, me hace volverme a intervalos, de una manera mecánica e impotente, hacia las ventanas de atrás. No hay palabras para lo que siento y pienso..., y las palabras son cosas tan perdidas como los mundos que he dejado tan atrás. Me hundo en un caos de vertiginoso horror, más allá de cualquier posibilidad de regreso.

18 de septiembre. Estoy entrando en la zona de los asteroides..., esas rocas desérticas, fragmentarias y amorfas, que giran desperdigadas por una gran distancia entre Marte y Júpiter. Hoy, el Selenita pasó muy cerca de uno de ellos..., un cuerpo pequeño como una montaña arrancada, que se levantaba repentinamente desde la sima con cimas afiladas como cuchillos, y negras gargantas que parecían llegar hasta su mismo corazón. En unos pocos instantes, el Selenita habría chocado de lleno contra él, si no hubiese invertido los motores y girado en un brusco ángulo a la derecha. Tal y como fue, pasó lo bastante cerca como para que los cuerpos de Colt y de Gershom fuesen capturados por el campo gravitacional del planetoide; y, cuando volví la vista a la roca que se alejaba, una vez que la nave se encontraba fuera de peligro, los cadáveres habían desaparecido. Finalmente, los localicé con ayuda del reflector telescópico, y vi que estaban girando en el espacio como lunas infinitesimales en torno a aquel terrible asteroide desnudo. Quizá floten así para siempre, o se vayan alejando gradualmente en círculos cada vez menores, para encontrar una tumba en alguna de aquellas tristes cañadas sin fondo.

19 de septiembre. He pasado junto a otros asteroides..., fragmentos irregulares, poco mayores que las piedras de los meteoros; y toda mi capacidad como piloto espacial se ha visto severamente sometida a prueba para evitar una colisión. A causa de la necesidad de una vigilancia que no puede relajarse, me he visto obligado a permanecer despierto todo el rato. Pero más pronto o más tarde, me dominará el sueño y el Selenita se chocará siendo destruido.

Después de todo, poco importa; el final es inevitable y llegará pronto en todo caso. La provisión de comida concentrada, 100 tanques de aire comprimido, podrían mantenerme vivo durante muchos meses, ya que no hay nadie más que yo para consumirlos. Pero el combustible está casi agotado, según mis cálculos anteriores. En cualquier momento, la propulsión cesará. Entonces, la nave flotará, parada e impotente, en este limbo cósmico, y será atraída a su fin en algún arrecife asteroidal.

21 de septiembre (?). Todo lo que yo esperaba ha sucedido, y, sin embargo, por algún milagro de la suerte, o de la desgracia, sigo vivo.

El combustible se terminó ayer; por lo menos, creo que fue ayer, pero me encontraba demasiado cerca del límite del agotamiento físico y mental como para darme cuenta de que la ignición del cohete había cesado. Me moría de sueño, y había llegado a un estado más allá de la esperanza o la desesperanza. Vagamente, recuerdo haber ajustado los controles de la nave por la fuerza, automática, de la costumbre; y entonces me aseguré en mi hamaca y me quedé dormido instantáneamente.

No tengo modo de adivinar cuánto tiempo estuve dormido. Vagamente, en la sima más allá de los sueños, escuché un estrépito como de un trueno en la distancia, y sentí una violenta vibración que me sacudió a un apagado despertar. Una sensación de antinatural y sofocante calor empezó a asaltarme mientras me esforzaba por recuperar la consciencia; pero, cuando hube abierto mis pesados ojos, tardé un poco de tiempo en darme cuenta de lo que realmente había sucedido.

Girando la cabeza para poder mirar por una de las escotillas, me quedé sorprendido al ver, en un cielo púrpura oscuro, un horizonte, helado y brillante, de roca tallada.

Por un instante, creí que la nave estaba a punto de chocar contra un repentino planetoide. Entonces, abrumadoramente, me di cuenta de que el choque ya había sucedido..., de que había sido despertado de mi sueño como un coma por la caída del Selenita en uno de esos islotes cósmicos.

Me encontraba ahora completamente despierto, y me apresuré a soltarme de mi hamaca; descubrí que el suelo estaba muy inclinado, como si la nave hubiese aterrizado en una cuesta o hubiese enterrado su morro en el suelo alienígena. Sintiendo una ligereza extraña y desconcertante, y siendo apenas capaz de colocar mis pies sobre el suelo, gradualmente me abrí camino hasta la escotilla más cercana. Estaba claro que el sistema de gravedad artificial de la nave había quedado fuera de funcionamiento a causa del choque, y que ahora estaba sujeto a la débil gravedad del planetoide. Me parecía que yo era tan liviano e incorpóreo como una nube..., que no era más que un espectro aéreo de mi ser anterior.

El techo y las paredes estaban extrañamente calientes; y se me ocurrió que el calentamiento podría ser efecto del paso del Selenita por alguna especie de atmósfera. El asteroide no era entonces carente por completo de aire, como se supone que son la mayoría de dichos cuerpos; y probablemente era uno de los fragmentos más grandes, con un diámetro de muchas millas..., quizá cientos. Pero ni siquiera este descubrimiento me preparó para la escena, extraña y sorprendente, que contemplé por la escotilla.

El horizonte de picos serrados, como una cadena montañosa en miniatura, descansaba a una distancia de varios cientos de yardas. Sobre éste, el pequeño sol, intensamente brillante, como una luna ardiente en su magnitud, se estaba hundiendo con una velocidad visible que dejaba al descubierto las principales estrellas y los planetas.

El Selenita se había hundido en un valle superficial, y había enterrado su proa y su panza en un suelo que se había formado por la descomposición de la roca, principalmente basáltica. En todo el contorno había bordes calados, pilares acanalados y pináculos, y sobre éstos se levantaban sorprendentemente frágiles parras, tubulares y sin hojas, con anchos tentáculos amarillos verdosos planos y lisos como el papel. Musgos insustanciales, más altos que un hombre, y con la forma de astas planas, crecían en fila o en pequeños grupos a lo largo del valle.

Entre esos grupos, vi la aproximación de ciertos seres vivientes que se levantaron de las rocas del medio con la rapidez y ligereza con que saltan los insectos. Parecían tocar levemente el suelo con largos pasos voladores que eran a un tiempo fáciles y abruptos.

Había cinco de esos seres, que, sin duda, habían sido atraídos por la caída del Selenita desde el espacio y estaban acercándose a inspeccionarlo. En unos instantes, se aproximaron a la nave y se detuvieron ante ella con la misma facilidad que había señalado todos sus movimientos.

Lo que realmente eran, yo no lo sé; a falta de otras analogías, debo asimilarlos a los insectos. Parados perfectamente verticales, se levantaban siete pies del suelo. Sus ojos, como ópalos tallados, al final de antenas curvadas protráctiles, se levantaban a la misma altura de la escotilla. Sus miembros increíblemente delgados, sus cuerpos como tallos, comparables a los de las phasmidae, o “bastones andantes”, estaban cubiertos con caparazones verdigrises. Sus cabezas, de forma triangular, estaban flanqueadas por inmensas membranas perforadas, y equipadas con bocas mandibulares que parecían sonreír eternamente.

Creo que me vieron, con aquellos extraños ojos inexpresivos; porque se acercaron más, apoyándose contra la escotilla, hasta el punto de que podría haberles tocado con la mano si la escotilla hubiese estado abierta. Quizá ellos también estaban sorprendidos, porque las delgadas antenas oculares parecían alargarse mientras miraban; y había una extraña agitación de los brazos con caparazón, un temblor de sus bocas cornudas, como si estuviesen manteniendo una conversación entre ellos.

Después de un rato, se marcharon, desapareciendo rápidamente más allá del horizonte.

Desde entonces, he examinado el Selenita todo lo que me ha sido posible, para establecer los límites del daño. Creo que el casco exterior se ha arrugado, o hasta se ha fundido, porque, cuando me acerqué a la escotilla, vestido con el traje espacial, con la idea de emerger, me encontré con que no podía abrir la tapa. Mi salida de la nave se ha vuelto imposible, ya que carezco de los instrumentos con los que cortar el ancho metal o romper los duros ojos de buey de neocristal. Estoy sellado dentro del Selenita como en una prisión; a su debido tiempo, se convertirá también en mi tumba.

Más tarde. Ya no intentaré siquiera poner fechas a este diario. Es imposible, bajo las circunstancias, mantener ni siquiera un sentido aproximado del tiempo terrícola. Los cronómetros han dejado de funcionar, y su maquinaria se ha visto sacudida por el choque sin esperanza de repararla. Los períodos diurnos de este planetoide son, por lo visto, de nada más que una hora o dos de duración; y las noches son igualmente breves. La oscuridad barrió como un ala el paisaje después de que hubiese terminado de escribir mi última entrada; y, desde entonces, han pasado tantos de esos días y de esas noches efímeros, que he dejado de contarlos. Mi propio sentido de la duración está quedando extrañamente confundido. Ahora que estoy algo acostumbrado a esta situación, los breves días se arrastran con un tedio inconmensurable.

Los seres a los que llamo los bastones andantes han regresado a la nave, viniendo diariamente, y trayendo a puñados y a centenares de sus semejantes. Parece que se corresponden en cierta medida a la humanidad, siendo la forma de vida dominante en este mundo. En la mayoría de las cosas, resultan incomprensiblemente ajenos: pero algunas de sus acciones tienen un remoto parentesco con las de los hombres, y sugieren instintos e impulsos similares.

Evidentemente, sienten curiosidad. Se amontonan en torno al Selenita en grandes números, inspeccionándolo con sus ojos transportados por antenas, tocando el casco y las escotillas con sus atenuados miembros. Creo que están intentando establecer algún tipo de comunicación conmigo. No puedo estar seguro de que emitan sonidos vocales, ya que el casco de la nave esta insonorizado, pero estoy seguro de que los gestos rígidos y parecidos a señales que repiten en un cierto orden ante la escotilla en cuanto me ven, están cargados de un sentido consciente y definido.

También creo detectar una auténtica veneración en su actitud, tal y como sería ofrecida por salvajes a un misterioso visitante de los cielos. Cada día, cuando se agrupan ante la nave, traen curiosas frutas esponjosas y formas de vegetación porosa, que dejan como ofrendas de sacrificio en el suelo. Por sus gestos, parecen implorarme que acepte estas ofrendas.

Aunque resulte extraño, las frutas y los vegetales siempre desaparecen durante la noche. Son comidos por grandes criaturas luminosas voladoras, con alas filiformes, que parecen ser completamente noctámbulas en sus hábitos.

Por supuesto, los bastones andantes creen que yo, el extraño dios de más allá de las estrellas, he aceptado el sacrificio.

Todo es extraño, irreal, inmaterial. La pérdida de la gravedad normal me hace sentirme como un fantasma; y me parece vivir en un mundo de fantasmas. Mis pensamientos, mis recuerdos, mi desesperación... no son más que nieblas que tiemblan al borde del olvido... Y, sin embargo, por una fantástica ironía, ¡me adoran como a un dios!

Han transcurrido innumerables días desde que hice mi última entrada en el diario. Las estaciones del asteroide han cambiado; los días se han vuelto más breves, las noches más largas; y una aridez invernal empapa el valle. Las frágiles enredaderas planas se están marchitando sobre las rocas, y los altos setos de musgos han adquirido tonos de malva y rubios... El sol gira en un arco bajo sobre el horizonte serrado, y su órbita es pequeña y pálida, como si se estuviese alejando en la negra sima entre las estrellas.

Las gentes del asteroide vienen menos a menudo, parecen menores en número, y sus ofrendas en sacrificio son más raras y escasas. Ya no traen frutas como esponjas, sino sólo hongos pálidos y porosos que parecen haber sido cosechados en cavernas.

Se mueven lentamente, como si el frío invernal comenzase a atontarles.

Ayer, tres de ellos se cayeron después de depositar sus regalos, y se quedaron quietos ante la nave. No se han movido, y estoy seguro de que están muertos. Las criaturas luminosas que vuelan de noche han dejado de venir, y los sacrificios permanecen intactos junto a sus portadores.

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