Los conquistadores de Gor (6 page)

Y en la oscuridad sabía que mantenía sus labios tan sólo a unos centímetros de distancia.

No se había movido.

Tímidamente levanté la cabeza y mis labios rozaron los de mi ama.

—¡Esclavo! —susurró ella con desprecio.

Dejé caer la cabeza sobre el suelo de rence.

—Sí, soy un esclavo.

—¿A quién perteneces?

—A Telima.

Ella rió.

—Mañana te pondré en el estrado como premio para las chicas.

Callé.

—Di que te complace mi decisión.

—Por favor —gemí.

—Dilo —ordenó.

—Me complace tu decisión.

—Y ahora di: Soy un esclavo lindo.

Intenté romper las ligaduras de mis muñecas y tobillos.

—No intentes escapar; además es inútil: Telima sabe atar muy bien.

No era mentira.

—Di lo que te ordené.

—No puedo.

—Dilo —ordenó de nuevo.

—Soy... soy un esclavo lindo —gemí con amargura.

Su risa era apenas perceptible. Veía la silueta de su cabeza y sobre los hombros sentía el roce de su cabello. Sabía también, que a pocos centímetros de mis labios estaban los suyos.

—Ahora te enseñaré cuál es el sino del esclavo lindo.

Sus manos asieron mi cabello y salvajemente presionó sus labios sobre los míos, sus dientes mordieron los míos con furia y sentí el sabor de mi propia sangre en la boca, y luego, con descaro, hundió su lengua en mi garganta. Después de algunos ehns retiró su lengua y mordió de nuevo. Mañana, cuando me colocara sobre el estrado, la marca de los dientes de mi ama demostraría a todos que había sido objeto de diversión para mi dueña.

—Y, ahora, harás lo que yo te ordene.

Me montó y me utilizó hasta satisfacer su lujuria.

5. EL FESTIVAL

—Creo que seré yo quien gane la competición y serás para mí —dijo una esbelta morena, sujetando mi barbilla de manera que pudiera ver mi cara. Sus ojos eran oscuros y las piernas, escasamente cubiertas por la diminuta túnica de las cultivadoras de rence, eran bellas.

—Me lo llevaré yo —dijo una chica alta, rubia y de ojos grises que llevaba unas enredaderas en la mano.

—No, será mío —gritó otra chica morena con una red sobre los hombros.

—No, no, será mío —dijo otra, y otra, y otra.

Me rodeaban, caminaban a mi alrededor, me examinaban como a un animal.

—Enséñame los dientes —dijo la primera.

Abrí la boca para que los examinara y las demás se unieron a ella para asegurarse del estado de mis dientes.

Manosearon mis músculos, mis muslos y golpearon mis costados dos o tres veces.

—Es fuerte —dijo una de las chicas.

—Sí, pero ya lo han usado —dijo otra de ellas.

Rieron. Se referían a mis labios. El lado izquierdo de mi boca estaba amoratado e hinchado y se distinguía claramente la marca de los dientes de Telima.

—Sí, al parecer lo han usado mucho —dijo la primera chica riendo.

—Pero aún nos servirá —exclamó otra de ellas, riendo también.

—¡Claro que nos servirá! —dijo de nuevo la primera de las chicas. Dio un paso hacia atrás y me miró atentamente—. Sí, bien mirado creo que será un buen esclavo, un esclavo excelente.

Todas rieron.

La chica esbelta se acercó a mí.

Me habían atado a un remo para que me inspeccionaran. Las muñecas y los tobillos habían sido atados al remo y dos cuerdas más me unían a él por el estómago y el cuello. Sobre la cabeza mi ama, Telima, me había colocado una corona de flores de rence.

Trazó un signo sobre mi hombro izquierdo. Era la primera letra de la palabra esclavo en goreano.

—¿Te gustaría ser mi esclavo? —preguntó, levantando el rostro para mirarme—. ¿Te gustaría servirme?

Nada dije.

—Podría ser incluso amable contigo —continuó.

Aparté la vista.

Rió.

Las otras chicas también se acercaron para martirizarme con sus preguntas.

—¡Alejaos! —gritó un hombre. Era Ho-Hak.

—Ha llegado el momento de la competición —dijo una mujer. Reconocí la voz de Telima, mi ama. Llevaba el brazal de oro y la tira morada sujetaba su cabello. Su rostro expresaba satisfacción y su belleza era capaz de cortar la respiración. Avanzó con la cabeza erguida, como si fuera la reina del mundo. En una de sus manos sostenía una de las varas para cazar pájaros.

—Venid, venid —dijo Ho-Hak indicando con un gesto que se acercaran al borde de la isla.

Deseaba que Ho-Hak me dirigiera la mirada, que me mirara a los ojos porque yo le admiraba. Quería que me mirara y reconociera mi existencia, pero no se dignó hacerlo. Siguió a Telima y a las otras chicas a la orilla de la isla.

Quedé solo atado al remo.

Telima me había despertado al amanecer y me había desatado para que pudiera ayudarla con los preparativos de la fiesta.

En las primeras horas de la mañana las otras cuatro islas de rence, que habían sido amarradas cerca de la de Ho-Hak, se acercaron para unirse a ella por medio de embarcaciones planas que hacían las veces de puentes, y de esta forma hacer una sola isla de todas ellas.

Me habían ordenado ayudar en la colocación de los puentes y sujetar a ellos las otras islas tal y como iban llegando. Más tarde tuve que sujetar las naves de los cultivadores de rence que vivían en islas lejanas y que participarían en la fiesta. También había acarreado grandes vasijas llenas de cerveza de rence hasta donde los festejos tendrían lugar, e igualmente garrafas de agua, grandes varas de las cuales colgaban pescados, aucas desplumadas, tarks muertos y cestos llenos de semillas de rence.

A eso de las ocho, Telima me ordenó que fuera al remo clavado sobre la superficie de la isla y al cual me ató colocando la corona de flores sobre mi cabeza una vez me tuvo bien sujeto.

Había permanecido allí toda la mañana sufriendo las miradas, los golpes, y las burlas de cuantos pasaban ante mí.

Aproximadamente a las diez hora goreana, equivalente al mediodía en la Tierra, los cultivadores de rence se sentaron a comer sus tartas espolvoreadas con semillas de rence, bebieron agua y mordisquearon algunos pedazos de pescado. La gran fiesta no tendría lugar hasta el atardecer.

Mientras los demás comían, un niño se acercó para mirarme. Tenía una tarta a medio comer en la mano.

—¿Tienes hambre? —preguntó.

—Sí —respondí.

Sujetó el pedazo de tarta al alcance de mi boca, y mordiéndola poco a poco la comí.

—Gracias —le dije.

Había permanecido ante mí mirándome. Su madre vino corriendo y tras darle un golpe en la cabeza y amonestarle se lo llevó.

El resto de la mañana pasó de muy diversas maneras. Los hombres se reunieron para discutir con Ho-Hak y hubo mucho vocerío y agitación entre ellos. Las mujeres que tenían hombre se ocuparon en hacer los preparativos para la fiesta. Los jóvenes formaron dos hileras: una de chicos y otra de chicas. Gritaban y bromeaban alegremente desde su fila. De pronto algún chico o chica salía disparado para golpear a alguien de la fila opuesta para regresar corriendo a la de sus compañeros. También se lanzaron objetos de una a otra fila. La chiquillería jugaba en un lugar apartado. Los niños tenían redes y lanzas hechas de pequeños juncos y las niñas muñecas confeccionadas con rence. Los más mayores competían entre sí en el lanzamiento de varas para cazar aves.

Después de disolverse el consejo uno de los hombres vino a verme. Era el de la banda adornada con perlas sobre la frente.

Me sorprendió ver que llevaba sobre el hombro izquierdo una larga bufanda de seda blanca.

No me dirigió la palabra pero rió, luego continuó su camino. Giré la cabeza avergonzado.

Eran más de las doce hora goreana, o sea, bien pasado el mediodía.

Las chicas que iban a competir para obtenerme como recompensa hacía rato que me habían inspeccionado.

Ho-Hak y Telima ya se las habían llevado para participar en el concurso.

La mayor parte de las prácticas iban a tener lugar en el pantano, de modo que desde el lugar en que estaba atado, entre las cabañas, no podía ver lo que ocurría. Solamente oía risas, aplausos y gritos de animación. Hubo carreras, competición en el manejo de la pértiga, destreza en el gobierno de naves y concursos de lanzamiento de redes y varas para cazar aves. Ciertamente era un gran festival.

Habría transcurrido un ahn más o menos cuando las chicas, los hombres que observaban los juegos y los jueces empezaron a regresar a la gran isla.

Todos, excepto Ho-Hak, vinieron al remo al cual estaba atado. Ho-Hak se dirigió a un grupo de hombres que hablaban mientras tallaban raíces.

Las chicas, unas cuarenta o cincuenta, me rodearon riendo.

Las miré con expresión agónica.

—Ya perteneces a una de nosotras —dijo Telima.

Las chicas se miraban riendo y dándose golpes con el codo.

Traté de romper las cuerdas pero fue inútil.

—¿Quién es mi ama? —pregunté a Telima.

Las chicas rieron. La esbelta morena se acercó a mí, provocativa.

—Puede que seas mío —susurró.

—¿Soy tuyo? —pregunté.

—Acaso seas mío —dijo la chica alta, rubia y de ojos grises.

—¿De quién soy esclavo? —gemí.

Las chicas se acercaron para acariciarme, tocarme, susurrarme que acaso fuera ella mi nueva dueña.

—¿A quién pertenezco?

—Ya te enterarás durante la fiesta, en su punto culminante —dijo Telima.

Las chicas rieron, así como los hombres que estaban tras ellas.

Cuando Telima me desató estaba entumecido.

—No te quites la corona —ordenó.

Allí estaba yo, apoyado contra el remo, desnudo excepto por el collar de enredaderas y la corona de flores.

—¿Qué he de hacer? —pregunté.

—Ve a ayudar a las mujeres a preparar la fiesta —me dijo.

Todos rieron cuando empecé a alejarme.

—Espera —gritó Telima.

Me detuve.

—Durante la fiesta nos atenderás —dijo riendo—, y, puesto que aún no sabes cuál de nosotras es tu nueva ama, nos atenderás como si todas fuéramos tu dueña. Y recuerda, has de hacerlo bien, pues si la que es tu futura ama no está contenta contigo te castigará severamente.

Hubo risas de nuevo.

—Ahora vete y ayuda a las mujeres a preparar la comida.

—¿Quién es mi ama? —pregunté mirándola a la cara.

—Lo sabrás al final, en el punto culminante de la fiesta. Y ahora, esclavo, vete a ayudar a las mujeres a prepararla.

Todos rieron y yo me alejé para realizar el trabajo que me había encomendado.

Ya era tarde y la fiesta estaba próxima a su fin.

Antorchas y matas de enredaderas atadas a las lanzas ardían para iluminar la noche.

Los hombres estaban sentados con las piernas cruzadas en un círculo exterior y las mujeres, al estilo goreano, estaban arrodilladas en un círculo interior. Había algunos niños en ambas periferias, pero la mayoría dormía sobre la alfombra de rence. Los mayores habían hablado y cantado durante largas horas. Me daba cuenta que rara vez se reunían los miembros de las islas y, por consiguiente, los festivales eran algo muy importante en sus vidas.

Antes de la comida había ayudado a las mujeres a limpiar y preparar las aucas, y luego a asar los tarks sobre fuegos de raíces de rence colocados dentro de grandes perolas de cobre y mantenidos sobre el suelo de la isla por medio de una especie de trípodes de metal.

Durante la comida había servido especialmente a las chicas, una de las cuales sería de ahora en adelante mi dueña pero cuya identidad aún desconocía...

Había repartido cuencos de pescado frito, fuentes de tarks asados, aucas, también asadas, ensartadas en varas de metal, así como tartas de rence. Igualmente había llevado de un lado a otro jarras de pulpa de calabaza y cerveza, que en más de una ocasión tuve que llenar de nuevo.

Luego, cuando todos batían palmas y cantaban, Telima vino hacia mí.

—Al poste —me dijo.

Había visto el poste. No era muy distinto del remo al que había estado atado aquella mañana. Estaba situado en el centro del área donde se celebraban los festejos y en derredor del mismo formaban un círculo de aproximadamente doce metros de diámetro. El poste era un árbol y su color era blanco debido a que lo habían despojado de su corteza.

Caminé hasta él y permanecí de pie a su lado. Ella cogió mis manos y, como aquella misma mañana, las ató tras el poste y luego sujetó mis tobillos. También pasó unas cuerdas de trepadoras alrededor de mi cuerpo y de mi cuello. A continuación me quitó la corona y me colocó otra recién hecha con flores frescas.

Mientras llevaba a cabo estos actos los cultivadores de rence habían continuado batiendo palmas y cantando.

Se apartó, riendo, para mirarme.

Vi entre la multitud a Ho-Hak y al de la banda adornada de perlas batiendo palmas y cantando como los demás.

De repente todos callaron... Se hizo el silencio.

El tenue sonido de un timbal llegó a mis oídos y el sonido fue ascendiendo. Un hombre con dos varas golpeaba cada vez con mayor fuerza sobre un pandero hecho de rence. El sonido cesó tan súbitamente como lo había hecho el batir de palmas y los cantos.

Y entonces, para sorpresa mía, las chicas se levantaron, algunas gritando, otras protestando y algunas incluso siendo arrastradas, e invadieron el círculo que habían mantenido despejado.

Los muchachos expresaban su placer vociferando.

Una o dos chicas intentaron escapar, pero los muchachos las atraparon y las devolvieron al círculo. Por fin todas las chicas estaban en el interior del cerco. Sus ojos parecían centellas y jadeaban mostrando sus pies y brazos desnudos adornados con brazaletes de cobre o brazales del mismo metal. Algunas adornaban su cuello con piedras.

Los jóvenes batían las manos y gritaban.

Vi a más de un muchacho fuerte y apuesto no apartar los ojos de Telima.

Era la única que ostentaba un brazal de oro.

Si observó aquellas miradas, las ignoró.

Las comunidades del pantano tienden a vivir aisladas y rara vez los jóvenes tienen oportunidad de verse, a no ser dentro de su propia comunidad. Recordé aquellas dos filas de chicos y chicas gritándose y bromeando.

De nuevo empezó el hombre sentado ante el atabal a golpear con sus varas metálicas la superficie, y poco a poco otros se unieron a él. Algunos con flautas hechas con caña, otros agitando aros de alambre con sonajas y unos pocos raspando sobre unas varas dentadas con una especie de cuchara plana.

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