Los conquistadores de Gor (4 page)

Sujetaba el arco apuntando al cielo en un ángulo de cincuenta grados. Se oyó el limpio y rápido latigazo del cordón y la flecha salió disparada.

De todas las gargantas escaparon gritos de sorpresa, pues nadie creía que tal cosa fuera posible.

La flecha parecía haberse perdido entre las nubes y a tal distancia que su punto de caída era totalmente invisible.

Luego el grupo permaneció en silencio.

Ho-Hak soltó el arco.

—Los campesinos defienden sus posesiones con este arco —dijo, mirando al rostro de cuantos nos rodeaban.

Luego colocó el arco con sus fechas sobre el cuero que estaba extendido sobre el suelo. Me miró.

—¿Has matado con él? —preguntó.

—Sí —respondí.

—Cuidad que no escape.

Sentí la punta de dos lanzas sobre la espalda.

—No escapará —dijo la chica, metiendo una de sus manos entre las cuerdas que rodeaban mi cuello. Podía sentir sus nudillos a un costado de mi garganta. Agitó las cuerdas. Aquella chica me irritaba. Actuaba como si fuese ella quien me había capturado.

—¿Eres campesino? —me preguntó Ho-Hak.

—No —respondí—. Soy guerrero.

—No obstante —dijo la chica— ese arco pertenece a los campesinos.

—Pero yo no soy campesino.

Ho-Hak miró al hombre que llevaba la banda adornada con perlas.

—Con arcos como ése —le dijo— podríamos vivir libres en los pantanos, libres de los que viven en Puerto Kar.

—Es arma de campesinos —dijo el que no pudo tensar el arco.

—¿Y eso importa? —preguntó Ho-Hak.

—Soy cultivador de rence, no campesino.

—Tampoco lo soy yo —dijo la chica.

Los demás también protestaron.

—Además —dijo otro de los hombres—, no tenemos metal para las puntas de las flechas y el Ka-la-na no crece en los pantanos. Tampoco tenemos cordel suficientemente fuerte para los arcos.

—Y carecemos de cuero —añadió otro.

—Podríamos matar tharlariones —dijo Ho-Hak— para conseguir el cuero y, quizás, los dientes de los tiburones nos sirvan para hacer puntas para las flechas.

—Pero no tenemos madera de Ka-la-na, ni corcho, ni madera para las flechas —añadió otro.

—Podríamos cambiar el rence por tales cosas —dijo Ho-Hak—. Hay campesinos en algunas ciudades del delta, especialmente al este.

El hombre con la banda adornada con perlas y que no había sido capaz de tensar el arco rió.

—Tú, Ho-Hak, no naciste para cultivar el rence.

—No, eso es verdad.

—Nosotros sí. Nosotros somos cultivadores de rence.

Hubo un murmullo de aprobación.

—No somos campesinos —dijo el hombre de la banda bordada con perlas—. Somos cultivadores de rence.

Se oyeron nuevos gritos de confirmación.

Ho-Hak volvió a ocupar su asiento en la concha que le servía de trono.

—¿Qué haréis conmigo? —pregunté.

—Torturémosle en el festival —dijo el hombre con la banda en la frente.

Las orejas de Ho-Hak estaban planas sobre los lados de su cabeza. Miró fijamente al hombre de la banda.

—No somos de Puerto Kar.

El hombre encogió los hombros y miró a su alrededor. Observó que su sugerencia no había sido acogida con entusiasmo. Esto no le disgustó. Volvió a encoger los hombros y luego miró al suelo.

—Entonces —pregunté de nuevo—, ¿cuál será mi sino?

—No te invitamos que vinieras aquí —dijo Ho-Hak—. No te invitamos a que pasaras la señal de color sangre.

—Devolvedme mis pertenencias y no os proporcionaré preocupaciones.

Ho-Hak sonrió.

La chica a mi lado rió y también lo hizo el hombre con la banda sobre la frente, el que no había podido tensar el arco. A ellos se unieron algunos más.

—Tenemos por costumbre —dijo Ho-Hak— dar a aquellos que capturamos de Puerto Kar una elección.

—¿Y cuál es esa elección? —pregunté.

—Serás arrojado atado a los tharlariones del pantano.

Palidecí.

—La elección es sencilla —dijo Ho-Hak mirándome fijamente—: O te echamos vivo a los tharlariones, o te matamos antes. Lo que prefieras.

Luché inútilmente por escapar de mis ligaduras. Los cultivadores de rence, sin mostrar emoción alguna, me miraban. Luché durante un ehn. Luego dejé de hacerlo. Me habían atado fuertemente y sabía que no podía escapar. Estaba en poder de aquellos hombres. La chica volvió a reír y también lo hicieron el hombre con la banda en la frente y algunos más.

—Así nunca queda huella alguna del hombre que capturamos —dijo Ho-Hak.

Le miré.

—Nunca.

Nuevamente traté de romper las ligaduras, pero fue en vano.

—Resulta demasiado fácil que muera tan rápido —dijo la chica—. Es de Puerto Kar o iba a serlo.

—Eso es verdad —dijo el hombre con la banda en la frente—. Torturémosle en el festival.

—No —dijo la chica con furia—. Es mejor que sea un miserable esclavo.

Ho-Hak la miró.

—¿No es acaso ésa una venganza más dulce? —dijo siseando como una serpiente—. Que sirva a los cultivadores de rence como bestia de carga.

—Será mejor echarlo a los tharlariones —dijo el de la banda—. De ese modo nos desharemos de él.

—Es mejor avergonzarle —dijo ella—, y así, a la vez, avergonzaremos a los de Puerto Kar. Que trabaje y sea azotado durante el día y atado durante la noche. Cada hora del día trabajo y latigazos, que sepa de nuestro odio hacia Puerto Kar y hacia todos los de aquella ciudad.

—¿Por qué razón odiáis tanto a los de Puerto Kar? —pregunté a la chica.

—¡Silencio, esclavo! —gritó introduciendo los dedos entre las cuerdas que rodeaban mi cuello y retorciéndolas. No podía tragar ni respirar. Empecé a perder la visión de los rostros que me rodeaban. Luché por no perder el conocimiento.

Por fin retiró la mano.

Traté de recuperar el aliento. Devolví sobre la alfombra que formaba la superficie de la isla. Hubo gritos de asco y de protesta. Sentí la punta de las lanzas sobre mi espalda.

—Insisto en que sea echado a los tharlariones —repitió el de la banda.

—¡No! ¡No! —gemí.

Ho-Hak me miró. Parecía sorprendido.

También yo estaba sorprendido. Aquellas palabras no parecían mías.

—¡No! ¡No! —repetí.

Las palabras parecían ser de otro, no mías. Empecé a sudar. Tenía miedo.

Ho-Hak me miraba con curiosidad. Sus orejas se movían como si quisieran interrogarme.

No quería morir.

Sacudí la cabeza tratando de despejar la vista y, a la vez, luché por introducir aire en mis pulmones. Le miré a los ojos.

—¿Y tú eres de los guerreros? —me preguntó.

—Sí. Ya sé, pero lo soy.

Deseaba, desesperadamente, el respeto de aquel hombre fuerte y tranquilo, el suyo sobre todo. El que había sido esclavo y que ahora estaba sentado en aquella concha gigante que era su trono.

—Los dientes del tharlarión son rápidos, guerrero —dijo.

—Lo sé —respondí.

—Si lo deseas, podemos matarte antes.

—No quiero morir —dije bajando la cabeza avergonzado.

En aquel momento parecía que había olvidado todos los códigos del honor, era como si los hubiera traicionado. Ko-ro-ba, mi ciudad, había sido deshonrada, así como mi escudo. No podía mirar a los ojos de Ho-Hak de nuevo. Ante sus ojos, al igual que ante los míos, no podía ser otra cosa que un esclavo.

—De ti había esperado otra cosa —dijo Ho-Hak—. Había pensado que realmente eras de los guerreros.

Era incapaz de responderle.

—Veo ahora que eres uno de los de Puerto Kar —continuó diciendo.

No podía levantar la cabeza debido a la vergüenza que sentía. Jamás volvería a levantarla.

—¿Suplicas entonces que te deje ser esclavo?

La pregunta era cruel pero justa.

Miré a Ho-Hak con lágrimas en los ojos. Solamente vi desprecio en aquel tranquilo rostro.

—Sí —respondí bajando la cabeza—, suplico que me hagas esclavo.

Oí grandes risotadas de los que me rodeaban, las del hombre que llevaba la banda adornada con perlas y, la más amarga, las de la chica que estaba a mi lado y cuyo muslo casi rozaba mi mejilla.

—¡Esclavo! —exclamó Ho-Hak.

—Sí... amo —respondí.

La palabra tenía un sabor amargo para mis labios. Todo esclavo en Gor se dirige a un hombre libre calificándole de amo y a toda mujer libre como ama, aun cuando sólo pertenezca a una persona.

Oí nuevas risotadas.

—Quizá aún te echaremos a los tharlariones —dijo Ho-Hak.

Bajé la cabeza y oí risas de nuevo.

En aquel momento no me importaba si me echaban a los tharlariones o no. Me parecía haber perdido todo aquello que me era más querido aún que la propia vida. ¿Cómo podría mirarme a la cara o mirar a los otros? Había escogido una servidumbre ignominiosa antes que la libertad de una muerte con honor.

Sentía asco, sentía vergüenza. Era verdad que ahora podían arrojarme a los tharlariones puesto que, de acuerdo con las costumbres de Gor, un esclavo no es más que un animal y, como él, uno puede disponer de su existencia a su antojo. Pero ya no me importaba porque sentía asco, porque estaba avergonzado.

—¿Hay alguien que quiera este esclavo? —oí preguntar a Ho-Hak.

—Dámelo.

Era la cristalina voz de la chica que estaba a mi lado.

Más risas y un fuerte resoplido del hombre que llevaba la banda de perlas en la frente.

Me sentía pequeño e insignificante junto a aquella chica que mantenía el cuerpo erguido y lleno de vigor. Y qué desdichada era aquella bestia, aquel esclavo que se arrodillaba, desnudo y atado, a sus pies.

—Tuyo es —oí decir a Ho-Hak.

Todo mi cuerpo ardía de vergüenza.

—¡Traed pasta de rence! —ordenó—. Ahora desatadle los tobillos y quitadle las cuerdas del cuello.

Una mujer abandonó el grupo para traer pasta de rence y dos hombres me libraron de las cuerdas que ataban mis tobillos y rodeaban mi cuello, pero mantuvieron aún atadas mis manos a la espalda.

Un momento más tarde regresó la mujer portando un puñado de pasta de rence húmeda en cada mano. Cuando se deja secar sobre piedras planas forma una especie de tarta que luego sazonan con semilla de rence.

—Abre la boca, esclavo —dijo la chica.

Hice lo que me ordenaba y ella forzó la pasta dentro de mi boca. Aquello resultó divertido para el grupo que nos rodeaba.

—Cómetelo. Trágalo —ordenó de nuevo.

La garganta me dolía pero hice lo que me ordenaba.

—Tu ama te ha alimentado —dijo la chica.

—Mi ama me ha alimentado —repetí.

—¿Cuál es tu nombre?

—Tarl —respondí.

Con fuerza salvaje golpeó mi boca haciendo que mi cabeza se ladeara de uno a otro lado.

—Un esclavo no tiene nombre.

—No tengo nombre —dije.

Empezó a dar vueltas a mi alrededor.

—Tienes los hombros anchos y eres fuerte, aunque estúpido —rió—. Te llamaré Bosko.

—Soy Bosko.

Hubo más risas.

—Mi Bosko —dijo ella riendo.

—Pensaba —dijo el hombre con la banda sobre la frente —que hubieras preferido tener un hombre como esclavo, uno que fuera orgulloso y no temiera a la muerte.

La chica me cogió por el pelo y tiró mi cabeza hacia atrás. Me miró a la cara.

—¡Cobarde y esclavo! —Me escupió.

Bajé la cabeza. Lo que había dicho era verdad. Había tenido miedo de morir y había escogido la esclavitud. Ya no podía ser un hombre. Me había perdido.

—Sólo sirves para ser esclavo de una mujer —dijo Ho-Hak.

—¿Sabes qué voy a hacer contigo? —preguntó la chica.

—No —respondí.

—Dentro de dos días tendrá lugar el festival y te subiré a la tarima como recompensa para las chicas —dijo riendo.

Hubo más risas y gritos de placer.

Mi cabeza y hombros se desplomaron hacia delante. Temblaba de vergüenza. La chica giró y ordenó con orgullo:

—Sígueme, esclavo.

Luché hasta conseguir ponerme en pie, para diversión de todos los cultivadores de rence. Tambaleándome seguí a la chica que era mi ama y a la que pertenecía.

4. LA CHOZA

Arrodillado sobre la barca de la chica cortaba las cañas de rence mientras ella, con la pértiga, la dirigía desde la proa. Era algo tarde para recoger el rence, pero algunas cantidades no se recogen hasta el otoño o invierno puesto que son para almacenar con el fin de confeccionar una nueva superficie para la isla. Las semillas de estas cañas serán el alimento de los isleños hasta la primavera.

—Corta esas cañas —ordenó dirigiendo la barca hacia ellas.

La planta se sujeta con la mano izquierda mientras que con la derecha, que sostiene un pequeño y corvo cuchillo, se da un tajo diagonal ascendente. Ya había muchas cañas de rence en la barca puesto que habíamos empezado a trabajar antes de que amaneciera.

Corté donde se me había indicado y metí el tallo florido en el agua, lo sacudí y luego dejé la caña sobre el montón que ya teníamos. Percibía el movimiento de la barca que ella trataba de mantener en posición moviendo ligeramente el cuerpo. Corté un nuevo tallo.

No se había dignado a vestir a su esclavo, pero había atado a mi cuello una tira de enredaderas trenzadas.

Sabía que la tenía a mis espaldas. Estaba descalza y de sus hombros caía una túnica corta hecha con el tejido de rence color marrón amarillento que había atado a la cintura dejando los muslos al descubierto para facilitar sus movimientos en el manejo de la pértiga. Llevaba un brazalete de oro y sujetaba el cabello con una tira de rence color púrpura. Sus recios tobillos me parecían encantadores y sus piernas finas, pero, a la vez, fuertes. Las caderas y el vientre parecían haber sido creados para ser acariciados por un hombre. Los senos firmes y bellos bajo la túnica me atormentaban.

Hubo un momento aquella mañana en que me gritó con soberbia:

—¡Esclavo, osas mirar a tu ama!

Giré y le di la espalda. Estaba hambriento. Antes de que amaneciera me había puesto en la boca un puñado de pasta de rence y al mediodía había sacado otro puñado de la faltriquera que pendía de su cintura y me lo había introducido en la boca, sin concederme la dignidad de comer por mí mismo. Aun cuando la tarde ya era avanzada y estaba hambriento no osaba pedir otro puñado de rence.

Corté un nuevo tallo, lo limpié y lo coloqué sobre los demás.

—Ahora, aquéllos —dijo impulsando la barca hacia el lugar indicado.

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