Los conquistadores de Gor (8 page)

No lejos del poste al que me habían atado había un grupo de hombres y mujeres desnudos y atados de pies y manos. Más tarde serían llevados o empujados hasta las naves. De vez en cuando algún guerrero añadía un nuevo esclavo al botín arrastrándolo o empujándolo brutalmente sobre los demás. Dos guerreros con espadas desenvainadas mantenían guardia junto a estos desdichados. No lejos de ellos un escriba anotaba sobre una lámina de papel el número de capturas realizadas por cada guerrero. Entre los prisioneros vi a la joven de ojos grises llorando e intentando romper las ligaduras. Al verme gritó:

—¡Ayúdame, ayúdame!

Me alejé arrastrando a Telima.

—No quiero ser esclava. No quiero ser esclava —gemía sin cesar.

Aparté la cabeza cuando la antorcha que llevaba uno de los esclavos de Puerto Kar pasó casi rozándonos. Tropezamos con un cultivador de rence que con el rostro cubierto de sangre caminaba a la deriva.

Se oyó un grito.

Entonces vi a la luz de las antorchas, corriendo, ligera como un tabuk, a la chica esbelta de cabello negro cuyas piernas eran tan maravillosas. Un guerrero de Puerto Kar saltó sobre ella envolviéndola con la red. Cayó al suelo gritando, revolcándose y luchando dentro de la red, pero el guerrero la forzó a permanecer sobre su estómago y ató sus manos y tobillos. Con un cuchillo rasgó y arrancó la túnica y luego, aún medio envuelta por la red, cargó con ella sobre los hombros y la llevó a una de las naves de alta proa que estaba a la sombra del borde de la isla. No quería arriesgarse a perder aquel botín.

Pensé que pronto volvería a bailar con sus bellas piernas muy juntas y los brazos por encima de la cabeza, pero en esa ocasión sus tobillos mostrarían verdaderos grilletes y en sus brazos el brazalete de esclava goreana ostentando la insignia de su amo. Estaba seguro que no acabaría escupiéndole al rostro como hiciera conmigo. Más bien temblaría de terror ante la idea de no complacerle.

—Allí —gritó Henrak, quien aún tenía la bufanda de seda blanca cruzándole el cuerpo—. Allí —dijo de nuevo señalándonos—. Coged a la chica. La quiero.

Telima le miró horrorizada.

Un guerrero salió corriendo hacia nosotros.

Cinco o seis cultivadores nos separaron. Telima empezó a correr hacia la oscuridad. Tropecé y caí pero me levanté al instante. Desesperado miré a mi alrededor. La había perdido. Algo, probablemente un garrote o el mango de una lanza, me golpeó uno de los lados de la cabeza y caí sobre la superficie de la isla. Conseguí levantarme sobre las manos y las rodillas. Sacudí la cabeza. Descendía sangre por mi mejilla. Iluminado por la luz de la antorcha que un esclavo sostenía vi a un guerrero atando a una chica, pero no era Telima. Varios hombres pasaron corriendo, luego un niño, y casi inmediatamente otro guerrero seguido por un esclavo sosteniendo una antorcha. A mi derecha dos guerreros cogieron a un hombre que lanzó un grito antes de que empezaran a atarle de pies y manos.

Me levanté y corrí hacia donde Telima había huido.

Un grito llegó a mis oídos.

Inesperadamente, y de la oscuridad, apareció ante mí un guerrero de Puerto Kar. Arremetió contra mí con la espada de doble filo. Si hubiera sabido que yo era guerrero no habría cometido tal error. Agarré su muñeca y la rompí. El dolor le hizo aullar. Me apoderé de su espada. Ahora otro me atacaba con una lanza. La así por la punta y tiré de ella con fuerza atrayendo al guerrero hacia mí, al tiempo que hice un rápido y transversal movimiento dejando el filo de la espada ligeramente levantado. Atravesó su garganta dejándome en posición defensiva. Cayó sobre la superficie de la isla bañado en su propia sangre. El casco rodó por el suelo. El esclavo que sostenía la antorcha me miró y retrocedió un paso.

Presentí la red que caía sobre mí. Me agaché y describiendo un círculo con la espada la recogí antes de que cayera sobre mi cuerpo. Oí una maldición y al instante un hombre saltaba sobre mí. Llevaba un cuchillo en la mano. La hoja de mi espada casi había partido la red pero aún estaba enredada en ella. Cogí la mano del guerrero con mi izquierda y con la derecha atravesé su cuerpo con la espada y la red se deslizó hasta colgar de la empuñadura. Abandoné el arma cuando una lanza brilló al dirigirse hacia mí. Antes de que el hombre que me había lanzado la lanza tuviera tiempo de desenvainar su espada, yo le había roto la nuca.

Giré y corrí hacia la oscuridad, hacia el lugar por donde Telima había huido y de donde había procedido el grito que oyera.

Una chica gritaba:

—¡Desátame! ¡Desátame!

La encontré en la oscuridad. Estaba atada de pies y manos.

—Desátame —gimió de nuevo.

La incorporé para ver su rostro. No era Telima. La eché de nuevo sobre la alfombra de rence.

Y entonces, a unos quince metros a mi izquierda vi brillar una antorcha. Corrí hacia ella.

Esta vez era Telima.

La habían echado sobre el estómago y atado las muñecas a la espalda. Ahora un guerrero agachado sobre sus tobillos procedía a atárselos.

Le agarré por el cuello haciéndole girar al tiempo que incrustaba uno de mis puños en su rostro. Sangrando y escupiendo dientes intentó desenvainar su espada. Le así y levantándole por encima de mi cabeza lo lancé a las fauces de los tharlariones que merodeaban alrededor de la isla. Aquella noche el ágape había sido suculento y, probablemente, no había acabado aún.

El esclavo que sostenía la antorcha gritó y escapó corriendo.

Telima se había girado y descansaba sobre uno de sus costados.

—No quiero ser esclava —me dijo entre lágrimas.

En cualquier momento aparecerían otros guerreros. Rodeé su cuerpo y piernas con mis brazos y la levanté.

—No quiero ser esclava. No quiero ser esclava —repitió.

—Cállate —ordené.

Miré a mi alrededor. De momento estábamos solos. En aquel instante la noche pareció arder a mi izquierda. Una de las islas que había estado atada a la nuestra ardía.

Volví a mirar a mi alrededor buscando desesperadamente una forma de escapar. A un lado teníamos el pantano con sus tiburones y tharlariones. Aquí y allá, sobre el agua, algo apartadas de la isla en llamas, podía ver los restos de las barcas que habían sido quemadas para evitar que los que estaban en las islas escaparan. Al otro lado estaban las antorchas, los hombres gritando y los traficantes de esclavos.

A lo lejos, al otro lado de uno de los puentes que se habían formado con las barcas planas para transportar el rence y que aquella misma mañana había ayudado a colocar, pude ver a hombres y mujeres desnudos atados de manos y con un dogal al cuello siendo empujados por guerreros con lanzas hacia nuestra isla.

Otra isla, esta vez a la derecha, empezó a arder.

Ahora procedían gritos de la zona de las antorchas. Los guerreros no tardarían en llegar.

¡Las balsas!, recordé.

Con Telima en los brazos corrí por la periferia de la isla sin encontrar oposición. Aquella zona había sido barrida anteriormente por las redes y los que se habían ocultado por los alrededores estaban apresados. No quedaban cultivadores y, consecuentemente, tampoco guerreros. No obstante, vi muchas antorchas dirigirse al lugar donde habíamos estado, luego se dividieron, unas yendo hacia la izquierda y otras hacia la derecha, o sea en nuestra dirección.

No muy lejos oí la voz de Henrak gritando:

—Coged a esa chica. Quiero a esa chica.

Alcancé una de las balsas que formaba parte de un puente y coloqué a Telima en el centro. Empecé a romper las cuerdas que la sujetaban a las estacas clavadas en el rence que formaba la isla. Las antorchas se acercaban siguiendo la periferia de la isla.

La balsa había sido atada por ocho lados y ya había roto seis ligaduras cuando oí chillar:

—¡Para!

La isla más cercana ardía ahora rápidamente y pronto el lugar estaría iluminado.

Era un hombre solo el que había chillado. Probablemente un guerrero que hacía una ronda para cerciorarse de que nadie quedaba por la zona.

La lanza se incrustó en el rence de la balsa a pocos centímetros de distancia. Vino corriendo con la espada lista para atacarme. Fue su propia lanza la que le atravesó.

Con desespero volví a mi trabajo. Al parecer aún no nos habían descubierto. Uno de mis pies resbaló y metí parte de la pierna en el agua. Al instante un pequeño tharlarión atacó llevándose un pedazo de ella. Saqué la pierna pero ahora el agua había tomado un tono amarillo debido al banco de pequeños tharlariones que buscaban participación en aquel convite. Tras el barco se oía el ronco gruñido del tharlarión maduro que lo acompañaba. No mucho más lejos merodearía alguno de los tiburones goreanos.

Rompí las dos últimas ligaduras y empecé a arrancar rence del borde de la isla que iba amontonando sobre Telima.

Ahora las antorchas estaban muy próximas a nosotros.

Eché algo más de rence sobre el montón y luego con un pie empujé hasta apartar la balsa de las islas a la que había estado sujeta. Cuando comprobé que se deslizaba me oculté bajo el montón de rence junto a Telima. Mi mano tapó su boca fuertemente para evitar que chillara. Luchó tratando de escapar de las ligaduras que la sujetaban y vi sus ojos mirándome aterrada por encima de la mano.

Las antorchas pasaron.

Sin ser vista, la balsa cargada de rence se deslizó lentamente por entre las islas.

7. EMPRENDO LA CAZA

Perdidos entre matas y juncos en la oscuridad del pantano, a más de cincuenta metros de las islas de rence, dos de las cuales ardían, Telima, atada, y yo con una corona de flores ensangrentadas sobre la frente mirábamos el movimiento de las antorchas y escuchábamos los gritos de los hombres y las mujeres y el llanto de los niños.

Los guerreros de Puerto Kar habían incendiado las dos islas empezando por los extremos más alejados con el fin de hacer salir a cualquiera que se hubiera escondido en ellas, acaso perforando el rence u ocultándose en los pozos de donde tendrían que salir y cruzar los puentes para llegar a la isla central, donde estaba el poste al cual Telima me había atado. Aquellos que se habían ocultado en las dos islas se verían obligados a escoger entre morir abrasados, el pantano o las redes de los traficantes de esclavos. Vimos a varios cultivadores que chillando cruzaban los puentes para luego ser azotados hasta alcanzar el centro de la isla, donde les esperaban los guerreros de Puerto Kar iluminados por las antorchas. Por fin las cuerdas que unían las dos islas a la principal fueron cortadas por espadas y, envueltas en llamas, se deslizaron errantes por el pantano.

Más tarde, acaso un ahn antes del amanecer, también prendieron fuego a las otras dos islas aún atadas a la principal, y los fugitivos de las llamas fueron igualmente apresados por las redes de los guerreros de Puerto Kar. También estas dos islas fueron separadas de la principal y dejadas a la deriva en los pantanos.

Cuando los grises cuchillos del amanecer cortaron las aguas del pantano, el trabajo de los hombres de Puerto Kar había concluido. Sus esclavos, las antorchas ahora extinguidas, cargaban las naves estrechas con el botín adquirido. Habían colocado largos tablones desde los bordes de las naves hasta el borde de la isla y por ellos cruzaban los esclavos cargados con papel de rence o cualquier otro objeto de valor que hubiera caído en sus manos. Supuse que la mayor parte del papel de rence había sido sacado de las otras islas antes de que les prendieran fuego. Por la cantidad de rollos de papel que cargaban en sus naves comprendí que era imposible que tal cantidad perteneciera a una sola isla. Lo cargaban con cuidado para que no se estropeara. Los esclavos, como si se tratara de pescado, eran arrojados entre los asientos de los remeros o en la popa, ante el timón, amontonados unos sobre otros hasta formar tres capas con ellos. Seis eran las naves. Sobre cada uno de los mascarones habían atado una de aquellas bellas muchachas para que al regreso a Puerto Kar los habitantes supieran que la captura había sido magnífica. No me sorprendió que la chica atada al mascarón de la nave insignia de aquella flota fuera la de las bellas piernas. Supuse que de haber sido Telima apresada le hubiera correspondido tal honor. Al mascarón de la segunda y tercera nave vi atadas otras dos de mis torturadoras; la rubia de ojos grises y la morenita que llevara la red sobre los hombros.

Mientras las naves iban hundiéndose en el agua con el peso de la carga, miré a Telima. Estaba sentada a mi lado. Aún estaba atada pero yo rodeaba sus hombros con mi brazo. Miraba a las naves, pero su vista tenía una expresión vacua. Me pertenecía.

En el centro de la isla, cerca de donde estaba el poste al que me habían atado, podía verse un grupo de desdichados prisioneros envueltos por las dos enormes redes. Algunos de ellos tenían los dedos agarrotados a las mallas y miraban a cuanto les rodeaba. Algunos guerreros con lanzas hacían guardia a corta distancia y, ocasionalmente, los pinchaban con el fin de mantenerlos quietos y callados. Dentro de aquellas redes había hombres, mujeres y niños. Algo más alejados esperaban guerreros con ballestas. No muy distante del lugar vi a Henrak con la bufanda cruzando su pecho y la cartera de oro en la mano. Hablaba con el oficial alto de las insignias en el casco. Los cultivadores que había dentro de las grandes redes debían ser los últimos capturados, pues todavía estaban vestidos. Acaso hubiera un centenar de ellos. Los fueron sacando uno a uno. Los desnudaban, los ataban de pies y manos y luego los esclavos encargados de cargar el botín los llevaban a una de las naves echándolos sobre los demás.

En la isla eran visibles los restos del festín, así como lo que quedaba de las chozas destruidas. También había cajas rotas, sacos destrozados, lanzas destrozadas, garrafas hechas añicos y semillas esparcidas. Y cuerpos, cuerpos inmóviles.

Dos aucas salvajes se posaron sobre la isla lejos de los hombres y de los prisioneros y empezaron a picotear entre los escombros de las chozas, acaso buscando semillas o restos de tartas de rence.

Un pequeño tark gruñía y olisqueaba entre los desperdicios. Uno de los esclavos que llevaba sobre la cabeza una especie de casco cónico lo llamó y el animal acudió a su lado. El esclavo le acarició detrás de las orejas. De pronto lo agarró y lo lanzó al pantano. Hubo un movimiento rápido en el agua y el tark desapareció.

También vi un ul, el tharlarión alado, volando a gran altura hacia el este.

Al cabo de largo rato el último de los esclavos fue colocado en una de las naves. Los esclavos recogieron y doblaron cuidadosamente las redes y las llevaron a las naves. Retiraron los tablones y tomaron asiento en los bancos destinados a los remeros, donde sin ofrecer resistencia fueron atados, uno a uno, por los tobillos. Los dos últimos en subir fueron Henrak y el oficial con las insignias doradas en el casco. Suponía que Henrak ahora sería un hombre rico en Puerto Kar, pues siendo los traficantes de esclavos sensatos rara vez traicionaban al que les trataba bien, o de lo contrario pocos Henraks encontrarían en los pantanos.

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