Los conquistadores de Gor (38 page)

Me devolvió la mirada sobresaltada.

—Es a Telima a la que no voy a liberar.

Tenía los ojos muy abiertos y se retorcía entre mis brazos. Rió y levantó sus labios hasta los míos. Nuestro beso fue largo.

—Mi antigua ama besa bien.

—Tu esclava está contenta de saber que te complace —dijo Telima.

—Creo que es hora de que algunas esclavas sean enviadas a las cocinas —dijo el joven Pez.

—Así es —dije volviéndome hacia Pez y Vina—. Esclavos, id a las cocinas y que no os vea hasta que haya amanecido.

Pez cogió a Vina en sus brazos y abandonó la mesa. A la entrada del pasillo que conducía a las cocinas el joven paró y la dama Vivina, que debía haber sido Ubara de Cos, en una sencilla túnica con el collar de esclava alrededor del cuello rió y le besó dulcemente. Estoy seguro que la dama Vivina no hubiera hallado tan acogedor el lecho del Ubar de Cos como aquel rincón en la cocina junto al joven Pez en casa de Bosko, el capitán de Puerto Kar.

—Veo que aún llevas el brazalete de oro —le dijo Ho-Hak a Telima.

—Sí.

—Tenía que reconocerte por este brazalete cuando huiste hacia el pantano.

Telima le miró desconcertada.

—¿Cómo crees que procederán las cosas en la ciudad? —preguntó Samos dirigiéndose a Tab.

—Los Ubares Eteocles y Sullius Maximus han huido llevándose sus barcos y hombres. Las posesiones de Henrius Sevarius han sido abandonadas. El salón del consejo, aunque en parte quemado, no ha sido destruido, y la ciudad parece estar a salvo. Es casi seguro que la flota esté aquí en cuatro o cinco días a más tardar.

—En tal caso puede decirse que la Piedra del Hogar de Puerto Kar está segura —dijo Samos levantando la copa.

Todos brindamos por el futuro de la ciudad.

—Si mi capitán lo permite es tarde y debo retirarme —dijo Tab.

—Puedes retirarte.

Abandonó su asiento e inclinó la cabeza en señal de despedida. Mídice también se levantó y le acompañó.

—Creo que no es aconsejable que los cultivadores de rence permanezcamos mucho tiempo en Puerto Kar. Sería mejor que al amparo de la oscuridad abandonáramos la ciudad —dijo Ho-Hak.

—Te doy las gracias a ti y a tu gente —dije.

—Las islas de rence se han confederado y están a tu servicio.

—Te lo agradezco, Ho-Hak.

—Nunca podremos pagarte por haber salvado a tantos de nosotros de las garras de Puerto Kar y por habernos enseñado a usar el arco largo.

—Ya habéis pagado cuanto hice por vosotros.

—Entonces, no existe deuda entre nosotros.

—No existe deuda alguna.

—En tal caso, seamos amigos —dijo Ho-Hak alargando el brazo.

Nos dimos las manos.

Ho-Hak giró y vi la amplia espalda de aquel ex remero de galeras atravesar la puerta. Aún pude oír su potente voz llamando a sus hombres. Regresarían a las barcas de rence que esperaban al pie del muro del delta.

—Con tu permiso, capitán, es bastante tarde —dijo Thurnock mirando a Thura.

Afirmé con la cabeza y levanté la mano para que Thurnock y Thura, y Clitus y Ula pudieran abandonar la habitación.

Ahora sólo quedábamos Samos, Telima y yo en el gran salón.

—No tardará en amanecer —dijo Samos.

—Quizás un ahn más o menos —dije.

—Cojamos nuestras capas y subamos al tejado del torreón.

Desde allí podíamos ver a los hombres de Tab vigilando la ciudad. La gran puerta que daba al mar había sido cerrada para que nadie penetrara en Puerto Kar. Los cultivadores de rence continuaban bajando el muro del delta para buscar las naves que esperaban su regreso. Ho-Hak fue el último en saltar el muro. Agitamos nuestras manos en señal de despedida y él agitó la suya antes de desaparecer de nuestra vista. A la luz de las tres lunas de Gor el pantano parecía estar lleno de pequeñas luces chispeantes.

Telima miró a Samos.

—En resumen, se me permitió escapar de tu casa.

—Sí, y dejamos que llevaras el brazalete para que Ho-Hak te reconociera cuando llegaras a los pantanos.

—Me encontraron a las pocas horas.

—Te estaban esperando.

—No llego a comprenderlo.

—Cuando te compré siendo niña ya tenía todo esto en mente —dijo Samos.

—Me criaste como si fuera tu hija y luego al cumplir diecisiete años...

—Sí, te tratamos con gran crueldad y luego, pasados unos años, consentimos que escaparas.

—¿Pero por qué? —preguntó ella.

—Samos, ¿era tuyo aquel mensaje que recibí en el Consejo de los Capitanes diciendo que querías hablar conmigo? —le pregunté.

—Sí.

—Pero lo negaste.

—Aquel sótano no era lugar adecuado para hablar de los Reyes Sacerdotes.

—No, supongo que no —dije sonriendo—. Pero cuando me entregaron el mensaje tú no estabas en la ciudad.

—Es cierto, en tal caso sería más fácil negar cualquier conexión con el mensaje si tal cosa fuera necesaria.

—Nunca intentaste ponerte en contacto conmigo —reproché.

—No estabas preparado. Y Puerto Kar te necesitaba.

—¿Estás al servicio de los Reyes Sacerdotes?

—Sí —respondió.

—¿Fue debido a que yo había servido a los Reyes Sacerdotes por lo que viniste a ayudarme?

—Sí, pero también porque habías hecho mucho por Puerto Kar. Gracias a ti tenemos Piedra del Hogar.

—¿Significa eso tanto para ti? —pregunté mirando a aquel hombre que era recaudador de esclavos, cruel, e incluso asesino.

—Naturalmente.

Volvimos a mirar a nuestro alrededor. En el pantano, a la luz de las tres lunas de Gor, podríamos ver desaparecer cientos de pequeñas barcas de rence.

Samos me miró fijamente.

—Vuelve al servicio de los Reyes Sacerdotes.

Aparté la vista.

—No me es posible. Ya no puedo hacerlo. No merezco trabajar para ellos.

—Todos los hombres y las mujeres tenemos cosas despreciables en nuestro interior. Hay crueldad, cobardía, vicio, gula, egoísmo y muchas otras cosas que ocultar en todos nosotros.

Samos, con gran ternura, puso una mano sobre el hombro de Telima y otra sobre el mío.

—El ser humano es un caos de crueldad y nobleza, de odio y de amor, de resentimientos y respeto, de envidia y admiración. Contiene en su interior mucho que lo rebaja y mucho que lo ennoblece. Hay muchas grandes verdades, pero son pocos los que las comprenden plenamente.

Miré hacia los pantanos.

—No fue un accidente que interceptaran mi camino en los pantanos, ¿verdad?

—No —respondió Samos.

—¿Sirve Ho-Hak a los Reyes Sacerdotes?

—Sin que él lo sepa. Hace tiempo, cuando escapó de las galeras, le escondí en mi casa. Más tarde le ayudé a llegar a los pantanos. Ahora, de vez en cuando me ayuda.

—¿Qué le dijiste?

—Que sabía que alguien de Puerto Kar iba a atravesar los pantanos.

—¿Nada más?

—Sólo que Telima había de ser el cebo.

—Los cultivadores de rence odian a los de Puerto Kar.

—Tenía que correr el riesgo.

—Eres muy liberal con la vida de los demás.

—Capitán, se trata de la salvación de mundos.

Afirmé con la cabeza.

—¿Sabe Misk, el Rey Sacerdote, todo esto? —pregunté.

—No —contestó Samos—. De haberlo sabido no lo hubiera permitido. Pero los Reyes Sacerdotes a pesar de su sabiduría saben poco acerca de los hombres. Hay hombres que en coordinación con los Reyes Sacerdotes también se oponen a los Otros —añadió mientras miraba a los pantanos.

—¿Quiénes son los Otros? —preguntó Telima.

—No hables, mujer con collar de esclava —dijo Samos.

Telima enderezó la espalda.

—Ya hablaremos de esas cosas en otra ocasión —dije.

—Calculamos que tu humanidad se reforzaría. Que si habías de enfrentarte con una muerte ignominiosa e inútil suplicarías por tu vida.

—Lo hice —contesté sintiendo que se me rompía el corazón.

—Lo que hiciste es lo que todo guerrero hace: escoger una esclavitud ignominiosa ante la libertad de una muerte honorable.

—Deshonré a mi espada y a mi ciudad. Traicioné todos los códigos por los que había vivido —dije con lágrimas en los ojos.

—Pero encontraste la humanidad —dijo Samos.

—Traicioné todos mis códigos —repetí.

—Es en tales momentos que el hombre descubre que toda la verdad y toda la realidad no han sido escritas en nuestros propios códigos.

Le miré fijamente.

—Sabíamos que si no le mataban sería un esclavo. De acuerdo con esta teoría durante años habíamos preparado a alguien, alimentando sus odios y frustraciones, que le enseñaría a un guerrero, un hombre cuyo destino era Puerto Kar, todas las crueldades, las miserias y las degradaciones propias de la esclavitud.

—Me preparasteis bien —dijo Telima bajando la cabeza.

—No, Samos, no puedo volver a servir a los Reyes Sacerdotes —dije—. Hiciste tu trabajo demasiado bien. Como hombre he sido destruido. He perdido todo cuanto era.

—¿Crees que este hombre se ha perdido? ¿Crees que ha sido destruido? —le preguntó Samos a Telima.

—No, mi Ubar no se ha destruido ni se ha perdido.

Agradecí que hablara de aquel modo.

—He cometido muchos actos crueles y despreciables —confesé a Samos.

—Todos los hemos cometido, todos los cometeríamos y todos los cometeremos —dijo Samos sonriendo.

—Soy yo la que se ha perdido, la que se ha destruido —susurró Telima.

—Pero le seguiste incluso a Puerto Kar —dijo Samos con cariño.

—Porque le amo.

Rodeé sus hombros con mi brazo.

—Ninguno de vosotros se ha destruido y ninguno se ha perdido —insistió Samos sonriendo—. Los dos estáis enteros y sois más humanos.

—Muy humanos, demasiado humanos —añadí.

—Cuando se lucha contra los Otros nunca se es demasiado humano.

Aquellas palabras me intrigaron.

—Ahora los dos os conocéis mucho mejor que antes, y al conoceros podréis conocer mejor a los demás, tanto en su fuerza como en su debilidad.

—Está a punto de amanecer —dijo Telima.

—Solamente hubo un obstáculo y ninguno de los dos lo habéis comprendido plenamente.

—¿Qué era? —pregunté.

—Vuestro orgullo —dijo sonriendo—. Cuando perdisteis vuestra imagen y aprendisteis acerca de la humanidad, abandonasteis vuestros mitos, vuestros cantos y solamente aceptasteis el alimento de los animales, como si alguien tan excelso como vosotros sólo pudiera ser o Rey Sacerdote o bestia. Vuestro orgullo exigía la perfección del mito o la más villana renunciación. Si no erais los mejores habíais de ser los peores, si ya no existía el mito ya nada existía. —Samos ahora hablaba muy quedamente—. Existe algo entre las fantasías del poeta y el mordisco y el hurgar de la bestia.

—¿Qué es? —pregunté.

—El hombre.

Volví a mirar, pero esta vez no hacia los pantanos sino sobre la ciudad de Puerto Kar. Vi el Venna y el Tela en el muelle de mi casa, y la puerta que daba al mar, los canales y los tejados de los edificios.

El día estaba a punto de romper.

—¿Por qué me trajeron a Puerto Kar? —pregunté.

—Para prepararte para tu misión.

—¿Qué misión? —pregunté.

—Puesto que ya no quieres servir a los Reyes Sacerdotes no hay razón para que hablemos de ello.

—¿Cuál es la misión? —insistí.

—La construcción de nuevo barco. Un barco completamente distinto de todos los demás.

Le miré.

—Un barco que pueda navegar más allá del fin del mundo —añadió.

Esta expresión se refería al Primer Conocimiento, ya que los barcos no pasan de algunos pasangs al oeste de Cos y Tyros, y si lo hacen jamás regresan.

Samos, al igual que yo, sabía las limitaciones del Primer Conocimiento. Sabía, tan bien como yo, que la forma de Gor es esferoide pero no sabía por qué los barcos no surcaban los mares al oeste de Cos y Tyros. También Telima sabía, por haber sido iniciada en la Segunda Educación en casa de Samos, que la palabra “fin” en goreano es una expresión figurativa. Sin embargo, en cierto sentido el mundo de Gor terminaba allí, como terminaba en las montañas Voltai por el este. Eran los límites del mundo conocido en Gor. Al sur y al norte, según se sabía, sólo había los vientos y la nieve.

—¿Quién será capaz de construir tal barco? —pregunté.

—Tersites —respondió Samos.

—Está loco.

—Es un genio.

—Pero yo ya no sirvo a los Reyes Sacerdotes.

—Muy bien —dijo Samos, disponiéndose a salir del torreón—. Te deseo fortuna —añadió hablando por encima del hombro.

—También yo te deseo lo mejor.

Aunque Telima tenía su propia capa abrí la mía de almirante y la envolví con ella para que los dos pudiéramos compartir su calor. Y entonces, en lo alto del torreón mirando por encima de la ciudad, vimos cómo el amanecer más allá del cenagoso Golfo de Tamber lentamente tocaba las frías pero luminosas aguas del Mar de Thassa.

Other books

The Sportswriter by Ford, Richard
Working the Lode by Mercury, Karen
Room by Emma Donoghue
The Imaginary Gentleman by Helen Halstead
Beautiful Monster 2 by Bella Forrest
Headhunters by Charlie Cole
Hugo & Rose by Bridget Foley
Anzac's Dirty Dozen by Craig Stockings


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024