Los conquistadores de Gor (37 page)

Telima, como un salvaje, atacaba con la espada asida con las dos manos. Golpeó a uno de los hombres sobre la nuca y el hombre cayó al recibir el impacto. Perdió la espada cuando uno de los invasores se la arrebató de las manos e intentó matarla con su propia espada, pero yo intervine antes que pudiera asestar el golpe.

Otro hombre en el parapeto cayó hacia atrás lanzando un grito de terror al recibir una piedra tan grande como su propia cabeza, lanzada por las diminutas manos de Luma. Vina, con un escudo cuyo peso casi no podía soportar, trataba de cubrir al joven Pez. Vi cómo derribaba a un hombre y se giraba buscando un nuevo enemigo.

Samos introdujo su espada en la “Y” del casco de uno de los asaltantes, desvió una lanza dirigida contra su cuerpo e hizo frente a la espada que le atacaba.

Oímos la trompeta que ordenaba la retirada y aún conseguimos matar a seis de nuestros enemigos que intentaban escapar saltando el parapeto del muro.

Jadeando y cubiertos de sangre nos miramos.

—El próximo ataque será el último —dijo Samos con indiferencia.

Sólo quedábamos Samos y yo, Pez, las tres chicas y Sandra, la bailarina que había permanecido abajo en el torreón, y cinco hombres: tres de los que habían venido con Samos y dos de los míos, uno de ellos un mercenario que había sido esclavo.

Dirigí la mirada hacia el delta. Podíamos oír el movimiento de los hombres y el entrechocar de las armas. Esta vez la espera no sería tan larga.

Me acerqué a Samos.

—Te deseo lo mejor —le dije.

Aquel rostro pesado y mezquino con expresión voraz me miró intensamente; luego apartó la mirada.

—También yo te deseo lo mejor, guerrero.

Parecía turbado por haber dicho aquello. También a mí me sorprendió que me llamara guerrero.

Abracé a Telima.

—Cuando vuelvan escóndete en el interior del torreón. Si luchas aquí arriba te matarán. Cuando te encuentren sométete a su voluntad. —Luego miré a Luma y a Vina—. Vosotras haced lo mismo. Esto es cosa de hombres.

Vina miró a Pez.

—Sí, tenéis que quedaros abajo —dijo afirmando con la cabeza.

—Yo encuentro la atmósfera muy sofocante allí abajo —dijo Telima.

—Yo también —dijo Luma.

—Yo también la encuentro demasiado sofocante para mí —dijo Vina.

—En tal caso, nos veremos obligados a ataros al pie de la escalera en el piso de abajo.

—Creo que no habrá tiempo para ello —dijo Samos mirando por encima del parapeto.

Oímos las trompetas anunciando un nuevo ataque y el ruido de cientos de pies corriendo sobre las rocas.

—Id abajo —ordené.

Permanecieron donde estaban en sus túnicas de esclavas, con los pies separados y expresión rebelde.

—Somos vuestras esclavas y si no os place nuestro comportamiento podéis azotarnos —dijo Telima.

La saeta de una ballesta pasó por encima de nuestras cabezas.

—Vete abajo —ordenó Pez a Vina.

—Si no te place mi comportamiento puedes azotarme o matarme —gritó la chica.

La besó apresuradamente y se alejó para defender el parapeto.

Las chicas asieron piedras y espadas y se colocaron a nuestro lado.

—Adiós, mi Ubar —dijo Telima.

—Adiós, Ubara —murmuré.

Cientos de hombres gritaban al pie del torreón. De nuevo oímos cómo colocaban los postes contra los muros y los garfios trataban de asir el borde del parapeto. Y al otro lado del torreón, sobre el muro del delta, los ballesteros se mantenían erguidos sin temor alguno puesto que sabían que habíamos terminado nuestras existencias de flechas y dardos. Los hombres se aproximaban, pues ya oíamos el roce de sus espadas sobre las paredes del torreón.

Podía ver al jefe de los ballesteros sobre el muro del delta dando órdenes a sus hombres. Y de repente, vi cómo un haz de luz aparecía por detrás del muro del delta y el jefe de los ballesteros se desplomaba.

Cientos de garfios con maromas aparecieron por encima del muro del delta enredándose en las almenas y contemplé cómo se tensaban con el peso de los hombres que trepaban por aquellas sogas. Uno de los ballesteros se giro para mirar al otro lado del muro y cayó de espaldas tratando de asir su cabeza con las manos. De su frente, habiendo atravesado el metal de su casco, sobresalía una larga flecha que sólo podía proceder del arco amarillo de los campesinos.

Ahora los ballesteros huían del muro, pero los hombres que escalaban el torreón estaban cada vez más próximos.

De pronto centenares de hombres aparecieron sobre el muro del delta.

—Son cultivadores de rence —grité.

Pero todos aquellos hombres llevaban a la espalda el largo arco de los campesinos. Cientos de flechas fueron colocadas ante el arco, éste se tensó y al grito de Ho-Hak, que se hallaba en lo alto del muro, una cascada de flechas salió disparada hacia el torreón. También vi, próximo a Ho-Hak, a Thurnock con su arco y a Clitus con su red y tridente. Ahora los que habían estado escalando el torreón lanzaban gritos de muerte y terror cayendo de espaldas y arrastrando consigo a quienes trepaban tras ellos. Una y otra vez caía aquella lluvia de flechas sobre los atacantes al torreón, que huyeron en desbandada, pero los arqueros los perseguían y pocos de ellos consiguieron hallar refugio y escapar de su puntería. Ahora los arqueros corrían a lo largo del muro y saltaban a tejados próximos de manera que pudieran controlar cada tramo del muro y que nadie consiguiera escapar de sus proyectiles. Las chicas y los pocos hombres que quedaban lanzaban rocas sobre los que trataban de escapar dando vuelta al torreón. De pronto algunos invasores desperdigados empezaron a correr hacia mi casa. Por un instante vi el blanco y desencajado rostro de Lysias con su casco adornado con el airón de eslín y a su lado a Henrak, el que traicionó a los cultivadores de rence por el oro de Puerto Kar. Y tras ellos, en una hermosa capa de piel blanca con adornos de eslín y espada en mano, corría otro hombre que no conocía.

—¡Es Claudius! —gritó el joven Pez.

Así que aquél era Claudius, el regente, que había intentado eliminar al joven Henrius Sevarius del Ubarato.

Los puños de Pez se cerraron y golpearon sobre el parapeto.

Aquellos tres hombres, con algunos otros, consiguieron introducirse en mi morada.

Sobre el muro, Thurnock agitó el gran arco.

—Capitán —gritó llamando mi atención.

También Clitus levantó una mano en señal de saludo.

Correspondí a los saludos y también reconocí a Ho-Hak, el cultivador de rence. Me alegró ver todos sus hombres conocían el arte de aquel arma. Casi hubiera asegurado que habiendo aprendido las posibilidades del gran arco como arma de defensa no duraría en adoptarlo cuando al ser liberado de los barcos regresara una vez más a los pantanos. Estaba seguro que aquellos hombres no se conformarían con depender en el futuro de los caprichos de los de Puerto Kar. Ahora por primera vez eran realmente libres.

—¡Mirad! —exclamó Samos.

Desde el tejado del torreón podíamos ver el canal y la verja de entrada y el estanque donde amarraba mis barcos. Algunos hombres huían de mi morada, pero mucho más importante era, que por el canal avanzaba un barco de guerra al que seguía otro.

—¡Es el Venna! ¡Y el Tela! —exclamé.

Tab estaba en pie sobre el puente de proa con el casco, el escudo al brazo y la lanza en la mano. Aquellos dos barcos habían desafiado la tempestad arriesgando las vidas de todos sus ocupantes con el fin de no alejarse demasiado de Puerto Kar, y tan pronto amainó el temporal arreciaron la marcha para llegar cuanto antes a su destino. El resto de la flota aún debía hallarse a algunos cientos de pasangs hacia el sur.

Vimos a los dos barcos cortar las aguas del canal mientras los arqueros disparaban contra aquellos que huían de mi hogar. Vimos hombres que tiraban las armas y se arrodillaban para ser atados como esclavos.

Abracé a Telima que lloraba y reía a la vez.

Agarré una de las maromas que pendía de uno de los garfios y me deslicé por ella para llegar al pie del torreón. Samos y Pez bajaban a la zaga. Los hombres ayudarían a las chicas y luego ellos se unirían al grupo.

Al llegar al pie encontré a Thurnock, Clitus y Ho-Hak esperándome. Nos abrazamos.

—Has aprendido bien el uso del gran arco —dije a Ho-Hak.

—Tú nos enseñaste su valor, guerrero.

Thurnock y Clitus, con Thura y Ula, habían ido en busca de los cultivadores de rence para pedir ayuda, y aquellos hombres que tradicionalmente eran enemigos de Puerto Kar habían arriesgado sus vidas para salvarme.

En mi interior decidí que conocía muy poco al hombre en general.

—Gracias —dije a Ho-Hak.

—No hay por qué darlas guerrero.

—Hay tres acorralados en el interior de la casa —dijo uno de los marineros.

Samos, yo, Pez, Thurnock, Clitus, Ho-Hak y unos cuantos más penetramos en el edificio.

En el gran salón, rodeados por ballesteros, había tres hombres: Lysias, Claudius y Henrak.

—Saludos, Tab —dije a mi capitán al entrar en el salón.

—Saludos, capitán —respondió.

Las tres mujeres habían sido bajadas del torreón y venían siguiéndonos.

Lysias se abalanzó sobre mí. Hice frente al ataque. El encuentro fue terrible pero pronto cayó a mis pies rodando por el suelo, el casco con el airón de eslín ensangrentado.

—Soy rico y puedo pagar un buen rescate —suplicaba Claudius.

—El Consejo de los Capitanes de Puerto Kar tiene una cuenta pendiente contigo —dijo Samos.

—Pero yo tengo otra que es mucho más urgente —dijo una voz.

Nos giramos y vimos al joven esclavo Pez avanzar espada en mano.

—¡Tú! ¡Tú! —gimió Claudius.

Samos miró al muchacho con curiosidad. Luego se dirigió a Claudius.

—Al parecer la visión de un mero esclavo te perturba.

Recordé que la cabeza del joven Ubar, Henrius Sevarius, tenía un precio. Y allí estaba aquel joven esclavo en su túnica, con el collar alrededor del cuello y la marca de mi pertenencia en el muslo, con la espada en la mano y el porte de un joven Ubar. Pero aquel joven ya no era un muchacho. Había amado y había luchado. Ahora era todo un hombre.

Claudius, con un grito de ira, se lanzó sobre él arrastrando la hermosa capa de piel blanca a sus espaldas y dando tajos con la espada.

El joven, con valentía, paraba y desviaba los golpes del enemigo.

—Como ves, ahora domino el arte de las armas. Pues bien, luchemos.

Claudius se quitó la capa y la arrojó a un lado. Se aproximó al muchacho, amenazador. Era un excelente espadachín, pero en pocos minutos el joven Pez se apartó de su enemigo y limpió la hoja de su espada con la capa que había sido arrojada al suelo. Claudius permaneció unos segundos inseguro en el centro del salón y luego cayó sobre las losas.

—¡Sorprendente! —exclamó Samos—. Claudius ha muerto y lo ha matado un joven esclavo.

Pez sonrió.

—Éste es un cultivador de rence y me pertenece —dijo Ho-Hak señalando a Henrak.

Henrak palideció mientras Ho-Hak le miraba.

—Mataron a Eechius en la isla, y Eechius era mi hijo.

—No te atrevas a hacerme daño —gritó Henrak.

Intentó escapar, pero no había salida posible.

Ho-Hak se despojó de las armas dejándolas caer sobre el suelo. Aún rodeaba su cuello aquel pesado collar de hierro con el trozo de cadena colgando. Tenía las orejas completamente pegadas a los costados de su cabeza.

—Tiene un cuchillo —gritó Luma.

Ho-Hak se aproximó lentamente a Henrak, que le esperaba empuñando el puñal. Cuando Henrak trató de asestar una puñalada, Ho-Hak asió su muñeca. Aquella gran mano, reforzada durante largos años a los remos de las galeras, se cerró sobre la muñeca como un garfio y el cuchillo no tardó en caer al suelo. Luego Ho-Hak levantó a Henrak sobre su cabeza y mientras éste gritaba y se retorcía entre sus garras, salió lentamente del salón. Le seguimos y vimos cómo con gran solemnidad ascendía las escaleras laterales que daban al muro del delta hasta que alcanzó la cima del parapeto. Recortándose contra el cielo subió al mismo parapeto y desde allí lanzó a Henrak a las aguas del pantano, donde con toda seguridad había algún tharlarión esperándole.

La noche ya estaba muy entrada.

Habíamos cenado y bebido de las provisiones que trajeron del Venna y del Tela.

Telima y Vina, que aún vestían las túnicas de esclava de la olla, nos habían servido. El joven Pez se había sentado con nosotros y también había sido servido por las chicas. Igualmente habían ayudado a servirnos Mídice, Thura y Ula, aunque sin collares de esclavas. Cuando nos hubieron servido se sentaron con nosotros y compartieron la comida.

Mídice procuraba evitar mis ojos. Estaba muy bella. Se arrodilló junto a Tab.

—Nunca pensé que llegaría a interesarme por una mujer libre —dijo Tab mientras rodeaba el cuerpo de Mídice con un brazo.

—El campesino por lo general consigue mejor trabajo de una mujer libre que de una esclava —dijo Thurnock tratando de justificar el haber liberado a Thura.

—Por mi parte soy un hombre pobre y me sería imposible mantener el coste de una esclava —dijo Clitus. Ula rió y apoyó la cabeza sobre su hombro mientras sujetaba su brazo.

—Bueno, me encanta saber que aún queda alguna que otra esclava en Puerto Kar —dijo Samos mordisqueando el ala de un vulo.

Telima y Vina, en sus túnicas y collares, bajaron la mirada y sonrieron.

—¿Dónde está Sandra? —pregunté a Thurnock.

—La encontramos en la habitación de tus tesoros en el torreón —dijo Thurnock.

—Muy propio de ella —dijo Telima con cierta ironía.

—No seamos desagradables —recomendé. Luego volviéndome a Thurnock pregunté—: ¿Qué hiciste?

—La encerramos allí. Gritó y aporreó la puerta, pero está bien presa.

—Cuando la saques de allí, ¿por qué no la vendes? —dijo Telima.

—¿Te gustaría que lo hiciera? —pregunté.

—Sí.

—He comprobado que en mis brazos es una verdadera esclava —dije para mortificarla.

—En tus brazos yo seré mucho más esclava de lo que Sandra pueda ser —dijo Telima bajando la vista.

—Quizá sea buena la idea de que compitáis la una con la otra.

—Está bien. Competiré con ella pero, a la larga, ganaré.

Reí y Telima me miró desconcertada. Extendí la mano y la atraje hacia mí.

—En dos días, cuando libere a Sandra de la sala del tesoro, le daré su libertad y oro y joyas para que vaya a donde quiera y haga cuanto desee —dije mirando a Telima a los ojos.

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