Los conquistadores de Gor (10 page)

No creo que en aquel momento los hombres de Puerto Kar reconocieran la naturaleza del arma que había matado a su timonel. Sólo sabían que aquel hombre había estado vivo y que ahora estaba muerto y que en su cabeza había dos heridas cuya procedencia no podían explicar. Desconcertados y temerosos miraron a su alrededor. El pantano estaba tranquilo. Sólo llegó a sus oídos el lejano grito de una auca.

Silenciosa, rápida y con la destreza de las mujeres de los cultivadores de rence, Telima avanzaba por el pantano aprovechando todo ruido natural de la naturaleza, hasta que nuestra pequeña balsa estuvo próxima a las pesadas y lentas naves que no sólo tenían que soportar el excesivo peso de la carga, sino también los obstáculos que la misma naturaleza del pantano presentaba a su paso.

Me maravillaba ante la destreza de Telima, que conseguía mantenernos en constante movimiento aunque siempre ocultos tras los más espesos arbustos y altos juncos. En ocasiones nos hallábamos a escasos metros de los barcos pudiendo oír el crujir de los remos, las órdenes del remero que dirigía el ritmo y la conversación de los guerreros ociosos. También oía los lamentos de los esclavos, que eran silenciados a latigazos o a golpes.

Telima esquivó con destreza una gran masa de lianas que flotaba a la deriva debido al movimiento de las aguas del pantano.

Pasamos la quinta nave y la cuarta y la tercera, llegando hasta nosotros la confusión y gritos provocados al comunicar un barco al otro la noticia de lo acaecido.

No tardamos en llegar a la altura de la primera nave de alta proa escudados por los arbustos y los juncos. Era el barco insignia. Los guerreros de pie sobre los bancos de los remeros, apiñados en la popa y sobre el puente del timonel, miraban a las naves que se alineaban tras ella, intentando descifrar aquel vocerío y confusión. Algunos de los esclavos encadenados a sus asientos también trataban de ponerse en pie y ver lo que estaba ocurriendo. En el pequeño puente de proa se hallaban el oficial y Henrak mirando hacia la popa. El oficial, enojado, se dirigía a gritos al esclavo que controlaba a los remeros, que ahora se encontraba en el puente del timonel mirando a los otros barcos mientras apoyaba las manos en la borda. En la alta y curvada proa, a la que habían atado a la esbelta morena completamente desnuda, había un vigía que oteaba a los barcos que iban tras ellos. Abajo, ante la proa, estaba el barquichuelo parado mientras los esclavos cortaban arbustos, juncos y plantas trepadoras que impedían el avance de las naves.

Protegido por la maleza me enderecé sobre la balsa manteniendo los pies bien separados y firmes en ángulo recto, así como mi cuerpo, con mi objetivo. Rápidamente giré la cabeza hacia la izquierda, tensé el arco, respiré hondo y solté el cordón trenzado con hilos de seda.

La flecha le atravesó el cuerpo, brillando durante un instante en el aire para luego perderse entre los lejanos juncos y arbustos.

El hombre no chilló, pero la chica atada a la proa sí lo hizo. Algo cayó al agua haciendo que ésta salpicara en todas direcciones.

Los esclavos sobre el barquichuelo gritaron aterrados. Oí el gruñido de un tharlarión y el chapoteo del animal al lanzarse sobre su víctima. El hombre no gritó, pues indudablemente había muerto antes de caer al agua. La chica, por el contrario, estaba histérica viendo el gran número de tharlariones que a sus pies destrozaban a mordiscos aquella inesperada presa. También los que estaban en el barquichuelo gritaban aterrados mientras que con las espadas trataban de alejar a los tharlariones. Ahora todos gritaban. El alto oficial de insignias doradas, seguido por Henrak, que aún tenía la bufanda cruzando su pecho, corrió a la borda. Telima empezó a maniobrar en silencio hasta alejarse entre las matas y juncos y regresar a la altura de la última de las naves. Mientras nos desplazábamos silenciosamente por el pantano oía los gritos de los guerreros, y los de la chica atada a la proa, hasta que a latigazos la obligaron a callar.

—¡Cortad! ¡Cortad! ¡Cortad! —gritaba el oficial a los esclavos que estaban en el barquichuelo. Casi al instante y con desespero los esclavos volvieron a cortar y destrozar matas y juncos con las espadas y las pértigas.

Durante toda la tarde, sin apresurarnos, nos fuimos deslizando de un lugar a otro, y cuando lo creíamos oportuno disparaba otra de las largas flechas con el arco. Empecé matando al timonel de todos los barcos, de manera que pronto nadie quería ocupar aquel puesto. Luego, algunos guerreros bajaron al barquichuelo para ayudar a los esclavos a cortar matas y juncos, pero resultaron fácil presa para mis flechas, de modo que enviaron más esclavos para despejar el camino; pero cuando consiguieron abrir una brecha lo suficientemente ancha como para dar paso a las naves, y el esclavo que tenía que llevar el ritmo de los remos subió a ocupar su asiento, también éste recibió en su corazón el aguijón de acero de una de mis flechas. A partir de aquel momento nadie osaba ocupar aquel puesto.

Al oscurecer colocaron antorchas en los costados de las naves, pero sólo sirvió para que el gran arco disfrutara de nuevas victorias. Apagaron las antorchas y, en la oscuridad, los hombres de Puerto Kar esperaron temerosos nuevos acontecimientos.

Habíamos atacado desde varios puntos y en diversas ocasiones; además, Telima había lanzado con frecuencia el grito de las aucas del pantano. Los hombres de Puerto Kar sabían que los cultivadores de rence se comunicaban entre sí por medio de tales gritos, cosa que yo había desconocido hasta hacía tan sólo dos días. La destreza de Telima era tal que en más de una ocasión su grito fue contestado por verdaderas aves del pantano, pero el entusiasmo que este hecho despertó en mi corazón estoy seguro que no fue compartido por los guerreros de Puerto Kar, pues en la oscuridad no les era posible distinguir cuál era el enemigo o cuál era el ave. Era como si estuvieran rodeados de cultivadores de rence que de una u otra forma se habían convertido en grandes maestros en el manejo del gran arco, ya que esto quedó patente al clavar al segundo timonel que maté a la viga de su propio timón.

Nos atacaban de vez en cuando, y las flechas de sus ballestas caían a nuestro alrededor, pero en realidad, resultaban inofensivas ya que les era casi imposible localizar nuestra verdadera posición, pues Telima estaba en constante movimiento con el fin de proporcionarme un nuevo ángulo desde donde disparar otra de mis emplumadas flechas. Más de una vez el movimiento de un tharlarión o el aleteo de una de las aucas provocaba una nube de flechas de sus ballestas.

Telima y yo comimos las tartas de rence que habíamos traído desde la isla y bebimos un poco de agua en la oscuridad.

—¿Cuántas flechas te quedan? —me preguntó.

—Diez.

—No son muchas.

—Es verdad, pero ahora tenemos la oscuridad a nuestro favor.

Había cortado algunas lianas trepadoras y con ellas formé una especie de lazo.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó.

—Llévame hasta la cuarta embarcación —respondí.

Habíamos calculado que habría más de cien guerreros distribuidos en los seis barcos pero quizá fueran más. Contando los muertos y los que habíamos visto moviéndose furtivamente, apenas levantando la cabeza por encima del casco, aún podían quedar algunos más de cincuenta en las seis naves.

Telima impulsó nuestra pequeña balsa con la pértiga hasta la cuarta nave. Avanzamos en el más absoluto silencio. Habíamos observado que la mayoría de los guerreros se hallaban concentrados en la primera y mayor de las naves.

Durante toda la tarde los barcos se habían ido aproximando hasta colocarse uno tras otro de modo que la popa de uno tocaba la proa del siguiente. Finalmente, se habían atado unos a otros por medio de cuerdas y maromas para evitar que uno de los barcos fuera abordado sin que los guerreros de los restantes barcos pudieran acudir en su ayuda, puesto que les era imposible calcular cuántos eran los cultivadores de rence que merodeaban por el pantano. De esta manera los guerreros disfrutaban de mayor movilidad, ya que podrían saltar desde el puente de mando de un barco al puente del timonel del siguiente. Si uno de los barcos colocados en el centro era abordado, los asaltantes serían atacados por ambos flancos desde los dos barcos adyacentes. Esto había transformado a las aisladas naves en lo que al parecer era un largo y estrecho fuerte.

Esta táctica forzaba a los atacantes, acaso setenta u ochenta hombres de una o dos comunidades de cultivadores de rence, a asaltar la primera o la última de las naves con el fin de tener tan sólo un frente, sin temor a un contraataque por la retaguardia. Que el barquichuelo fuera utilizado para transportar refuerzos a uno u otro extremo, quedaba descartado, puesto que lo más probable sería que encontrara en su camino pequeñas barcas de cultivadores que neutralizarían su propósito o incluso llegaran a exterminarlos. Ante tal situación lo lógico era que el oficial con las insignias en el casco hubiera concentrado a sus hombres en el último y primero de los barcos.

Habíamos alcanzado el casco de la cuarta nave tan silenciosamente como una flor arrastrada por las aguas del pantano.

No disponiendo de hombres me pareció que la mejor táctica sería provocar que los de Puerto Kar llevaran a cabo la mayor parte de la lucha que yo tenía intención de realizar.

De pie sobre la balsa, y bajo la protección del casco, hice un ligero ruido, un sonido apenas perceptible pero que en la oscuridad tenía un sentido aterrador. Localicé a uno de los hombres al oírle inspirar asustado.

Con la ayuda del lazo le arrastré por encima de la borda y lo introduje en el pantano hasta sentir que un tharlarión me lo arrebataba.

Los esclavos atados a los bancos empezaron a gritar. Ahora había hombres corriendo desde los dos extremos del barco hacia el lugar en que los esclavos gritaban, y en la oscuridad los dos grupos chocaban entre sí, gritando y blandiendo sus espadas. Dos hombres al intentar saltar de un barco a otro calcularon mal la distancia y cayeron al pantano, lanzando gritos de terror. Todo eran gritos, Alguien pedía una antorcha.

Telima alejó la balsa de la nave ocultándose tras los arbustos y los juncos. Cogí una de las diez flechas que me quedaban y la coloqué en el arco. Tan pronto brilló la llama de la antorcha la clavé en el corazón del hombre que la sostenía y hombre y antorcha cayeron al agua. Oí el grito de otro hombre empujado por el revuelo creado junto a la borda. Hubo muchos más gritos pidiendo antorchas, pero nadie osaba encenderlas. Y ahora, llegó hasta mí el choque del acero de las espadas que se debatían a ciegas.

—Nos están abordando. Nos están abordando. Luchad —gritó alguien.

Yo permanecía aún en pie con una flecha en el arco, esperando que alguien apareciera con una antorcha, pero fue inútil porque nadie se atrevía a sostener una.

Los hombres de Puerto Kar corrían por los pasillos que separaban a los remeros y se oían gritos de dolor y de los aterrados esclavos que intentaban ocultarse bajo los bancos. Otro hombre cayó al agua. Una persona, acaso el oficial, ordenaba a los hombres repeler el abordaje. Desde el otro extremo alguien ordenaba a sus guerreros avanzar y atacar a los invasores por el costado opuesto.

Dejé el arco y susurré a Telima que de nuevo aproximara la balsa a la nave mientras empuñaba la espada. Ya junto a la cuarta nave, arremetí por encima de la borda contra uno de los apiñados hombres para luego retroceder. Hubo más gritos y entrechocar de espadas.

Repetimos esto una y otra vez en la tercera y cuarta de las naves y ahora a un lado y luego en el otro, cada vez regresando al pantano donde de nuevo tomaba el arco en espera de acontecimientos.

Cuando me pareció que ya había suficiente revuelo en las naves, que los gritos y maldiciones eran incesantes y que el choque de acero contra acero era constante, así como los gritos y los gemidos, dije a Telima:

—Es hora de irnos a dormir.

Se sobresaltó, pero no objetó a mi mandato y tomando la pértiga alejó la balsa de las naves, mientras yo guardaba el arco.

Cuando la balsa se perdió entre los juncos y los matorrales del pantano ordené que la amarrara, y ella clavó la pértiga en el cieno y la ató con unas lianas. Sentí como se arrodillaba sobre los juncos de la balsa.

—¿Cómo es posible que duermas ahora? —preguntó.

A través de las plácidas aguas del pantano llegaban a nosotros los gritos, el chocar de las espadas y los gemidos.

—Es hora de dormir. —Luego añadí—: Acércate.

Titubeó, pero casi al instante obedeció. Cogí un trozo de liana y até sus muñecas a la espalda, y luego, con otra liana, até los tobillos. La acosté a lo largo de la balsa y con un lazo alrededor del cuello la sujeté a la proa, mientras que a la popa sujetaba sus pies. Siendo inteligente y orgullosa ni preguntó ni protestó mi comportamiento, pues comprendía las razones para tal precaución. Por mi parte estaba amargado.

Yo, Tarl Cabot, estaba avergonzado de mí mismo y había dejado de confiar en otros seres humanos. Todo cuanto había hecho aquel día había sido por un niño que ya no existía y que en una ocasión había sido cariñoso conmigo. Reconocí que no era más que un ser que había preferido la esclavitud antes que una muerte honrosa. Sabía que era un cobarde que había destruido todos mis preceptos. Había conocido el sabor de la humillación y de la degradación y todo ello debido a mí mismo, puesto que era yo el que me había traicionado. Ya no podía verme como antes. Fui una criatura y al llegar a la edad viril descubrí que era capaz de ser cobarde, egoísta y cruel. Ya no merecía llevar el color rojo de los guerreros, ya no merecía ser servidor de la Piedra del Hogar de mi ciudad, Ko-ro-ba, las Torres de la Mañana; me parecía que solamente quedaban vientos y fuerza, el movimiento de los cuerpos, lluvia, el latir de los corazones y el cese de tales latidos. Estaba completamente solo.

Y así, todavía oyendo gritos en la noche, me dormí. El último pensamiento antes de caer en la dulce oscuridad del sueño fue recordar que había escogido una ignominiosa esclavitud antes que la libertad de una muerte honrosa, y que me hallaba solo en aquel mundo.

Desperté rígido de frío al amanecer y oyendo el susurro del viento a través de los juncos y algún que otro grito de auca entre las matas. En la lejanía un tharlarión gruñía. En el cielo, sobre nosotros, pasaron cuatro uls, batiendo sus escamosas alas y lanzando agudos chillidos mientras se dirigían hacia el este. Durante un rato continué inmóvil sobre la balsa sintiendo las cañas de rence bajo mi espalda y mirando fijamente al gris y vacío cielo. Por fin me arrodillé.

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