Los conquistadores de Gor (5 page)

No había intentado ocultarme su belleza. Al contrario, la usaba para atormentarme, para humillarme. Era su manera de incrementar mis desdichas.

Aquella mañana, antes de despuntar el día, me había colocado el collar. Me había obligado a pasar la noche a la intemperie, con las muñecas atadas a mis tobillos y el cuello también atado a un remo que clavó a unos sesenta centímetros de su diminuta choza. Poco antes del amanecer su pie me despertó.

—Despierta, esclavo.

Luego, con la misma indiferencia con que se desata a un animal, me había desatado.

—Sígueme, esclavo.

Al llegar al borde de la isla donde su barca estaba asegurada junto a otras para el transporte de rence, ella se paró y giró para mirarme a la cara. Levantó el rostro hasta mirarme a los ojos.

—Arrodíllate.

Me arrodillé y entonces fue cuando me dio el puñado de rence.

—Levántate.

Obedecí.

—En las ciudades los esclavos llevan un collar, ¿no es verdad?

—Sí —respondí.

Entonces, cogiendo unas plantas trepadoras las trenzó, y acercándose a mí con una sonrisa insolente dio cinco vueltas con las lianas alrededor de mi cuello y ató los extremos sobre mi pecho.

—Ahora ya tienes collar.

—Sí, ahora ya tengo collar —repetí.

—Di, soy un esclavo con collar —dijo manteniendo aún sus brazos alrededor de mi cuello.

Cerré los puños. Estaba al alcance de mis manos, tenía los brazos alrededor de mi cuello y su mirada era retadora.

—Soy tu esclavo con collar.

—Ama.

—Ama —repetí.

Sonrió.

—Observo que me encuentras hermosa —dijo provocativa.

Era cierto. Me golpeó tan brutalmente que un gemido escapó de mis labios.

—¡Osas desear poseerme! —gritó—. ¡A mí, que soy una mujer libre! —Luego añadió con un siseo que recordaba a una serpiente—: Bésame los pies, esclavo.

De rodillas, dolorido por el golpe, hice lo que me ordenaba.

Ella rió.

—Baja la barca de rence al agua. Hoy vamos a cortar rence, y date prisa, esclavo mío, date prisa.

Corté otro tallo de rence, lo limpié y lo coloqué sobre los demás. Luego corté otro y otro y otro.

A pesar de ser tarde el sol aún calentaba y había mucha humedad en el delta del Vosk. Me dolían las manos y estaban llenas de ampollas y cortes.

—Si no me obedeces y eres rápido —dijo la chica —haré que te aten y te echen a los tharlariones. Y no huyas porque no es posible escapar de los pantanos. Los hombres con lanzas te perseguirían como persiguen a un animal cuando van de caza. Eres mi esclavo. Corta en aquel lugar.

Dirigió la barca hacia un nuevo macizo y yo la obedecí.

Lo que me había dicho era verdad. Desnudo, sin armas, sin ayuda y sin comida no podía escapar. No tardarían los hombres de las islas de rence en encontrarme si no lo hubieran hecho antes los tharlariones.

Pero sobre todo me sentía desdichado. Había tenido una orgullosa imagen de mí mismo y ahora esa imagen la había perdido. Ante mis ojos, y ante los ojos de los demás, aquella imagen había sido una mentira. Había escogido la esclavitud antes que una muerte honorable. Ahora sabía lo que realmente era y, por consiguiente, tanto me daba vivir como morir. Ya no me importaba si pasaba el resto de mis días siendo tan sólo un maltratado esclavo objeto de diversión de una chica y los niños y crueles burlas por parte de los hombres. Era lo que me merecía. ¿Cómo podría mirar a la cara de un hombre libre cuando no era capaz de mirar a mi propia cara?

Hacía calor y el collar de plantas trepadoras alrededor de mi cuello me molestaba. Tenía el cuello enrojecido debido al sudor y a la suciedad. Con uno de los dedos lo aparté de mi garganta.

—No toques el collar —ordenó la chica.

Aparté la mano.

—Corta ahí —dijo, y yo obedecí a mi dueña.

—Hace calor.

Me giré. Había desatado el cordón que sujetaba la túnica y estaba atándolo de nuevo pero menos ajustado a su cuerpo. Aquel acto me hizo vislumbrar la perfección de su figura.

—Corta rence, esclavo —dijo ella riendo.

Volví a mi trabajo.

—Estás lindo con el collar.

Me giré para mirarla. Era la clase de frase que se dirigía a una esclava. El cuchillo cortó un nuevo tallo y luego lo tiré sobre los que ya había en la barca.

—Si te quitas el collar haré que te destruyan.

Nada dije.

—¿Comprendes? —preguntó.

—Sí.

—Sí, ama.

—Sí. Comprendo, ama.

—¡Excelente, esclavo lindo!

El cuchillo cortó un nuevo tallo.

—Esclavo lindo —repitió.

—No me hables, por favor —dije temblando de ira.

—Hablaré cuando lo desee, esclavo lindo.

Su humillación y desprecio me hacían temblar. Estaba a punto de saltar sobre ella.

—Corta rence, esclavo lindo —ordenó de nuevo.

Me giré y corté tallo tras tallo. Podía oír su risa a mis espaldas. El sol había descendido y los insectos empezaban a revolotear a nuestro alrededor El agua brillaba en la tenue oscuridad formando luminosos círculos alrededor de las matas de rence.

Durante largo tiempo ninguno de los dos habló.

—¿Puedo hablar? —pregunté.

—Sí —respondió ella.

—¿Cómo es que se han reunido tantas islas de rence? Es algo que me desconcierta.

—Es a causa del festival. Es para celebrar la llegada de Se´Kara.

Ya sabía que el festival tendría lugar al día siguiente.

—¿Pero por qué tantas? No es ésa la costumbre.

—Para ser esclavo eres demasiado curioso —dijo ella—. El esclavo no debe ser curioso.

Callé.

—Ho-Hak ha llamado a todas las islas de la vecindad para celebrar un consejo.

—¿A cuántas islas ha citado? —pregunté.

—A las cinco que hay en la zona. Por supuesto hay otras en el delta.

—¿Qué propósito existe para celebrar un consejo?

Estaba seguro de que no tendría reparo en hablarme ya que no era más que un esclavo confinado al pantano.

—Tiene intención de unir a los cultivadores de rence —dijo con cierto tono de escepticismo en la voz.

—¿En beneficio del comercio? —pregunté.

—En cierto modo. Será útil mantener unas normas en el cultivo del rence. Recoger la cosecha a la vez; compartir la cosecha si nos encontramos apurados; y, por supuesto, conseguir mejor precio por la mercancía que regateando aisladamente con los mercaderes.

—Sin lugar a dudas, a los habitantes de Puerto Kar no les complacerán tales noticias.

—De eso estoy segura —dijo riendo.

—Además, uniendo las islas se pueden conseguir ciertas medidas de protección contra los funcionarios de Puerto Kar.

—¿Funcionarios? ¡Ah, los recaudadores de impuestos en provecho de los Ubares conectados con la ciudad!

—¿Y no habrá cierta protección contra los recaudadores de esclavos de dicha ciudad? —pregunté.

—Puede ser —dijo ella con amargura—. La diferencia entre los recaudadores de impuestos y los recaudadores de esclavos no está muy clara.

—Indudablemente, desde el punto de vista de los cultivadores de rence, sería apetecible actuar en unión.

—Somos independientes. Cada grupo tiene su propia isla.

—¿Entonces no crees que el plan de Ho-Hak tendrá éxito?

—No. Creo que no conseguirá la unión.

Había enderezado la barca en dirección a la isla que se hallaba a uno o dos pasangs de distancia, y mientras yo cortaba algún tallo aquí o allá, impelía la nave hacia el hogar.

—¿Puedo hablar? —pregunté.

—Sí.

—¿Cómo es que una chica de las islas de rence lleva un brazalete de oro en el brazo izquierdo?

—No puedes hablar —respondió con irritación.

Guardé silencio.

—Allí —ordenó, indicando el pequeño agujero que daba acceso a su diminuta choza.

Me sorprendió. Había esperado que me atara al remo como hiciera la noche anterior.

Habíamos regresado a la isla y subido la barca a la orilla junto a las demás naves. Luego yo había transportado el rence al escondrijo donde ella lo almacenaba.

—Allí —repitió.

Me arrodillé y bajando la cabeza gateé a través del agujero cuyos bordes arañaron mi espalda.

Ella me siguió. La choza tenía dos metros y medio de longitud por uno y medio de anchura y el techo, que se curvaba para formar las paredes, sólo estaba a un poco más de un metro de altura. Por lo general, las chozas son utilizadas casi exclusivamente para dormir.

La chica golpeó, sobre un cuenco de cobre, un pedazo de acero y una lasca de pedernal. Las chispas cayeron sobre algunos pétalos secos de rence. Apareció una pequeña llama y a ella aplicó un trozo de tallo de rence como si se tratara de una cerilla. Luego encendió una pequeña lámpara confeccionada con otro cuenco de cobre lleno de aceite de tharlarión. A continuación colocó la lámpara en uno de los costados de la choza.

Allí estaban sus escasas posesiones. Había un atillo donde guardaba la ropa y una cajita con algunas fruslerías. También había dos trozos de vara para cazar aves junto a la enrollada alfombrilla que servía de lecho. Había otro cuenco, una o dos tazas y dos o tres tazones. Dentro del cuenco podía verse un bastoncito de madera que utilizaba para remover los ingredientes y un cucharón tallado de una raíz de rence. El cuchillo con que yo había cortado los tallos estaba en la barca. En otro rincón de la choza podían verse algunas ramas de plantas trepadoras.

—La fiesta se celebrará mañana —dijo la chica.

Me miró. La tenue luz de la lámpara me permitía distinguir un lado de su rostro y algo de su cabello, así como la silueta izquierda de su cuerpo.

Levantó los brazos y desató la cinta que recogía su cabello.

Estábamos arrodillados frente a frente a sólo unos centímetros de distancia.

—Si me tocas, morirás —dijo riendo.

Retiró la cinta que aún mantenía el cabello a sus espaldas y éste cayó libre sobre sus hombros.

—Esclavo lindo, mañana te haré subir a la tarima para que sirvas de recompensa a las chicas.

Cerré los puños.

—Gírate —ordenó con brusquedad.

Lo hice y ella rió.

—Cruza las muñecas —ordenó de nuevo. Obedecí. Con las plantas trepadoras las ató fuertemente.

—Ya está, mi lindo esclavo. Y, ahora, mírame.

Me giré y quedé ante ella.

—Eres realmente lindo, mi lindo esclavo. La chica que te gane, ciertamente será afortunada.

Callé.

—¿Tiene hambre mi lindo esclavo? —preguntó burlona.

Tampoco respondí.

Rió mientras metía las manos en la faltriquera y sacaba dos puñados de pasta de rence y los metía en mi boca. Ella mordisqueó una tarta y un poco de pescado seco mientras me miraba. Luego asió un tazón amarillo que contenía agua y bebió. A continuación me metió el borde de tazón en la boca y me hizo beber un sorbo, lo apartó riendo, pero, inmediatamente, volvió a colocarlo sobre mis labios y dejó que bebiera hasta saciar mi sed. Cuando hube terminado tapó el tazón con una tapadera tallada y lo colocó en un rincón de la choza.

—Es hora de dormir —dijo—. Mi lindo esclavo ha de dormir puesto que mañana tendrá que hacer muchas cosas. Estarás muy ocupado.

Me ordenó que me acostara en el suelo a su izquierda, y cuando lo hice me ató los tobillos con otra tira de la planta trepadora.

A continuación desató su estera de dormir.

Me miró y volvió a reír.

Desanudó el cordón que sujetaba su túnica y permitió que se abriera. La belleza de su cuerpo ahora estaba escasamente oculta a mi vista.

Volvió a mirarme y, para sorpresa mía, lentamente se quitó la túnica por la cabeza. Se sentó sobre la estera y volvió a mirarme.

Se había desnudado ante mí como si yo fuese un animal.

—Veo que tendré que castigarte de nuevo.

Intenté esquivar el golpe, pero atado como estaba me fue imposible.

Me golpeó brutalmente cuatro veces.

Todo mi ser gritaba de dolor, pero ni un gemido escapó de mi boca.

Después, olvidándome, se sentó sobre la estera y empezó a reparar una pequeña bolsa que había colgada en uno de los rincones de la choza. Utilizaba pequeñas tiras de rence que entretejía con habilidad y esmero.

Yo había sido guerrero en Ko-ro-ba, pero en una isla del delta del Vosk había llegado a saber que no era más que un cobarde.

Había sido guerrero en Ko-ro-ba y ahora era el esclavo de una mujer.

—¿Puedo hablar? —pregunté.

—Sí —dijo levantando la vista.

—Mi ama no se ha dignado a decirme su nombre. ¿No puedo conocer el nombre de mi ama?

—Telima —dijo a la vez que terminaba el trabajo que la había entretenido. Colocó la pequeña bolsa en el rincón que previamente había ocupado y recogió el resto de las tiras de rence, dejándolas al pie de la estera. Se arrodilló sobre ella y se inclinó hacia la lámpara que ardía en el cuenco que había dejado junto a su lecho. Antes de apagar la luz dijo—: Mi nombre es Telima. El nombre de tu ama es Telima.

Permanecimos largo tiempo en la oscuridad. Súbitamente me percaté de que se aproximaba a mí. Podía sentir su presencia a mi lado. Yacía junto a mí apoyada en los codos, como si estuviera tratando de mirarme. Su cabello acarició mi rostro. Su mano empezó a acariciar mi estómago.

—¿Duermes, lindo esclavo mío? —preguntó.

—No —respondí gimiendo involuntariamente.

—No te haré daño, lindo esclavo mío —dijo quedamente.

—No me hables así, por favor.

—Silencio, lindo esclavo —dijo volviendo a acariciar mi cuerpo—. ¡Ah! Al parecer encuentras a tu ama hermosa.

—Así es.

—Eso significa que el esclavo aún no ha aprendido la lección.

—No me golpees de nuevo, por favor —rogué.

—Quizás tenga que castigar al esclavo otra vez.

—No me golpees de nuevo, por favor.

—¿Crees que soy realmente hermosa? —preguntó. Había introducido un dedo entre las tiras de planta trepadora y jugaba con mi cuello.

—Sí —susurré.

—¿Acaso no sabes que soy una mujer libre?

Callé.

—¿Osas poseer a una mujer libre? —preguntó.

—No —respondí.

—¿Osas poseer a tu ama, esclavo?

—¡No, no!

—¿Por qué no?

—Soy un esclavo. Soy tan sólo un esclavo.

—Lo que dices es verdad. No eres más que un esclavo.

De pronto, sujetando mi cabeza entre sus manos, presionó, con salvajismo, sus labios a los míos. Intenté apartar mis labios de los de ella, pero no lo conseguí. Fue ella la que apartó los suyos, pero sabía que los mantenía tan sólo a unos centímetros de distancia. Me había puesto aquel collar de lianas trepadoras que me convertía en esclavo, había rodeado mi cuello con sus brazos y a continuación me había golpeado; a ella estaba obligado a obedecer, para ella tenía que cortar rence y, también, era ella quien me daba de comer como a un animal. Anoche y esta noche me había atado de pies y manos y me torturaba con su belleza. La deseaba pero, a la vez, la temía, temía que me lastimara pero, más que todo, temía su desprecio. La deseaba por su belleza y su vitalidad, pero ella era libre y yo no era más que un esclavo. Yo tenía alrededor del cuello aquel collar de plantas trepadoras y ella un brazal de oro. Sabía que si pedía la más mínima demostración de cariño, de amabilidad, una palabra, un gesto, me sería denegado. Necesitaba algo que me demostrara que aún era un hombre, un ser humano. Si esa mujer a quien estaba obligado a obedecer se dignara a dirigirme una palabra amable, tan sólo una, hubiera llorado de felicidad y la hubiera seguido dócilmente a todas partes.

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