Los conquistadores de Gor (9 page)

Las naves de alta proa llevan dos anclas, una a cada extremo. Semejan arpones tridentes y son mucho más ligeras que las de las galeras. No tardaron en ser izadas por dos guerreros de cada nave. El oficial de pie ante el puente del timonel levantó la mano. En estos barcos nadie llevaba el ritmo de los remos; eran los mismos remeros, uno de los cuales se encargaba de ir contando. Se sentaba ante los demás y en un nivel ligeramente superior al resto de sus compañeros. Él miraba hacia la popa mientras los otros lo hacían hacia la proa.

El oficial ante el timón, con Henrak a su lado, dejó caer el brazo. Hasta mí llegó el grito del remero que había de contar para mantener el ritmo y los remos se alzaron y mantuvieron paralelos al agua iluminados por el naciente sol. Observé que sólo distaban del agua unos treinta centímetros debido a la enorme carga que transportaban. El esclavo gritó de nuevo y todos los remos se introdujeron en el agua para luego salir dejando una pequeña cascada de plata deslizarse de las palas.

La nave empezó a despegarse de la isla. A unos cuarenta y cinco metros de distancia viró y enderezó la proa hacia Puerto Kar. Seguía oyendo la voz del esclavo contando cada vez más lejana, hasta casi desaparecer. Entonces la segunda nave repitió las previas operaciones y tras ella todas las demás, hasta no quedar ninguna junto a la isla.

Me erguí sobre la balsa de rence y miré hacia las lejanas naves. A mis pies, medio cubierta por los juncos que nos habían ocultado, yacía Telima. Alcé una mano y me quité la corona de flores que había llevado durante el festival. Estaba manchada con la sangre de la herida que recibiera durante la huida. Miré a Telima, que apartó la vista para no mirarme. Tiré la corona ensangrentada al pantano.

Ahora estaba de pie sobre la isla de rence y miraba a cuanto me rodeaba. Ya hacía rato que había unido algunos de los juncos sobre la balsa para confeccionar con ellos una especie de remo para así poder regresar a la isla. No tenía deseos de meter las piernas en el agua, especialmente por aquella zona aunque, tenía que reconocer, de momento parecía limpia y despejada. Había atado la balsa a un extremo de la isla y dejado, de momento a Telima sobre ella. Trepé como pude hasta el borde de la isla y me encaramé en ella. Todo parecía tranquilo.

Un grupo de aucas salvajes se asustó al verme y revolotearon en círculo sobre mi cabeza, pero comprendiendo que no era intención mía atacarlas regresaron a la superficie, no obstante algo alejadas de mi persona.

Vi el poste al que me habían atado, las chozas destrozadas, los desperdicios, los objetos rotos y desperdigados y los cuerpos inertes.

Regresé a la balsa y cogí a Telima entre los brazos llevándola así a la isla donde no lejos del poste la deposité en la superficie. Me incliné sobre ella y se apartó temerosa. La coloqué sobre su estómago y la desaté.

—Libérame —ordené.

Se levantó inmediatamente y desanudó el collar de enredaderas que aún rodeaba mi cuello.

—Ya eres libre —susurró.

Me aparté de su lado. Tenía que haber algo comestible en la isla aunque tan sólo fueran semillas de rence. Tenía la esperanza de hallar también agua.

Divisé los restos de una túnica de rence y me la puse atándola por la cintura. Durante todos estos movimientos había mantenido el sol a mis espaldas, de manera que por medio de las sombras sobre la superficie de la isla pudiera controlar los movimientos de la chica. Vi como se inclinaba y cogía los restos de una lanza cuya punta no había sido destrozada.

Me giré y la miré. Se sobresaltó. Luego, agachándose, me amenazó con la lanza. Empezó a girar a mi alrededor, pero yo también giraba de manera que siempre le diera la cara. Sabía lo que pensaba hacer. De repente, con un grito se abalanzó sobre mí con la lanza ante ella. Agarré la lanza y se la quité de las manos arrojándola lejos de su alcance. Llevándose la mano a la boca retrocedió.

—No intentes matarme otra vez —mascullé.

Movió negativamente la cabeza.

—Anoche —dije mirándola fijamente— me pareció comprender que no tenías muchas ganas de ser esclava.

Hice señas para que se acercara. Cuando la desataba había observado en su muslo izquierdo la señal de la primera letra de la palabra Kajira, que significa esclava en goreano. Siempre, a la tenue luz de la choza, había mantenido aquel lado alejado de mí y durante el día, con la túnica, no era posible verla. La noche anterior, en la oscuridad y con el tumulto, no me había fijado en ella y, luego, en la balsa los juncos la habían cubierto.

Se había acercado como ordenara y estaba al alcance de mi mano si así lo deseaba.

—Has sido esclava, ¿verdad? —pregunté.

Cayó de rodillas cubriéndose el rostro con las manos. Sollozaba.

—Por lo que veo, de una u otra forma, conseguiste escapar.

—En una balsa. Con ayuda de una pértiga conseguí llegar a los pantanos desde los canales —dijo entre sollozos.

Se aseguraba que ninguna esclava había escapado de Puerto Kar, pero por lo visto aquello no era verdad. Sin embargo la huida de una esclava o esclavo no podía ser cosa fácil puesto que los canales de Puerto Kar estaban protegidos por un lado por el Golfo de Tamber y el reluciente Mar de Thassa, y por el otro por los interminables pantanos llenos de tharlariones y tiburones. También Ho-Hak había escapado de Puerto Kar y seguramente había algunos otros.

—Tienes que ser una chica muy valiente —dije.

Me miró con ojos enrojecidos por las lágrimas.

—Tuviste que odiar mucho a tu amo.

Aparecieron chispas de odio en su mirada.

—¿Cómo te llamaba?

Bajó los ojos y agitó la cabeza. Se negaba a hablar.

—Te llamaba Esclava Linda, ¿no es así?

Me miró con los ojos enrojecidos y gimió. Bajó la cabeza hasta tocar la superficie con la frente. Los sollozos agitaban sus hombros.

—Sí... sí... sí... —dijo con voz entrecortada.

Me alejé para inspeccionar. Me encaminé hacia los restos de su choza. La choza en sí había sido destrozada, pero bajo los restos encontré la mayoría de sus pertenencias. Con gran placer hallé el tazón medio lleno de agua. También estaba la faltriquera que llevara atada a la cintura mientras cortábamos el rence y, entre otras cosas, vi las estacas con que cazaba pájaros y la túnica que dejara caer a los pies de su estera la noche anterior, poco antes de que los guerreros asaltaran la isla. Con todo aquello entre los brazos regresé al lugar donde ella aún permanecía con la frente sobre la superficie de la isla. No había cesado de llorar.

Dejé caer la túnica de tela de rence ante ella.

La miró desconcertada, luego levantó la vista para mirarme.

—Vístete —ordené.

—¿No soy esclava tuya? —preguntó.

—No —respondí.

Se puso la túnica, pero sus dedos tuvieron dificultad al anudar el cordón a la cintura. Luego le entregué el tazón con agua y bebió. Sacudí la faltriquera y su contenido se esparció ante nosotros. Había pasta de rence seca, algunos pedazos de pescado y algunos trozos de tartas de rence.

Nos repartimos aquella comida. Nada dijo, pero se arrodilló ante donde yo estaba sentado con las piernas cruzadas.

—¿Te quedarás conmigo? —preguntó al cabo de un rato.

—No.

—¿Te irás a Puerto Kar?

—Sí.

—¿Por qué? No creo que seas de Puerto Kar.

—Tengo asuntos allí.

—¿Puedo saber cómo te llamas?

—Mi nombre es Bosko —respondí.

Sus ojos se llenaron de lágrimas.

No había razón alguna para decirle que me llamaba Tarl Cabot. Mi verdadero nombre era conocido en varias ciudades de Gor, y cuantos menos supieran que Tarl Cabot intentaba entrar en Puerto Kar mejor para todos.

Me haría una barca y llevaría conmigo algo de rence y enredaderas del pantano. Quedaban muchos remos en la isla. No sería difícil llegar a Puerto Kar. La chica no corría peligro. Era inteligente, valiente y fuerte, además de hermosa. Era una verdadera hija de los cultivadores de rence. También se haría una barca y buscaría una pértiga para trasladarse a cualquier otro lugar del delta. Indudablemente sería aceptada por alguna otra comunidad de cultivadores.

Antes de que acabara la comida que habíamos compartido, Telima se puso en pie y empezó a mirar lo que la rodeaba. Yo aún mascaba un pedazo de pescado.

Vi que cogía uno de los cadáveres por un brazo y lo arrastraba al borde de la isla.

Me levanté limpiándome las manos en la rasgada túnica que llevaba puesta y me acerqué a ella.

—¿Qué haces? —pregunté.

—Somos del pantano —respondió fríamente—. Los cultivadores de rence hemos nacido en el pantano y hemos de volver a él.

Afirmé con la cabeza.

Empujó el cuerpo hasta que cayó al agua. Un tharlarión apareció de debajo de la isla y se dirigió a él.

La ayudé. Muchos fueron los viajes que hicimos al borde de la isla.

Cuando separaba unos pedazos de la superficie de la isla que había sido rasgada encontré el cuerpo de un niño. Me arrodillé a su lado y lloré.

Telima vino hacia mí y permaneció a mi lado.

—Es el último —dijo.

Nada contesté.

—Se llamaba Eechius —dijo.

Se agachó para cogerlo. Aparté su mano.

—Es uno de los cultivadores —me dijo—, y como tal debe regresar al pantano.

Cogí al niño en los brazos y con él me encaminé al borde de la isla. Miré hacia el oeste, la dirección que las naves cargadas de esclavos habían tomado. Bajé la cabeza y besé al niño.

—¿Lo conocías? —preguntó Telima.

Lancé el pequeño cuerpo al pantano.

—Sí —respondí—. Una vez fue muy bueno conmigo.

Era el niño que me había dado un trozo de tarta de rence mientras estaba atado al poste y a quien su madre había amonestado.

Miré a Telima.

—Busca mis armas —ordené.

Me miró.

—Tardarán en llegar a Puerto Kar, puesto que van muy cargados.

—Sí —respondió sorprendida—, tardarán en llegar.

—Trae mis armas —ordené de nuevo.

—Hay más de cien guerreros —dijo con una voz que había adquirido ligereza.

—Trae mis armas —ordené de nuevo—. Y sobre todo, trae el arco grande con sus flechas.

Dejó escapar una exclamación de alegría y se alejó de mí rauda como el viento.

Volví a mirar hacia donde las naves habían desaparecido y luego bajé la vista al pantano. Ahora todo estaba tranquilo.

Empecé a recoger juncos largos de la alfombra que formaba la superficie de la isla amontonándolos a mi lado para hacer la barca que me llevara a Puerto Kar.

8. LO QUE SUCEDIÓ EN EL PANTANO

Había reunido suficientes cañas de rence para hacer la balsa y Telima, con manos fuertes y diestras, las unió con lianas trepadoras.

Mientras Telima trabajaba tuve oportunidad de examinar mis armas. Las había ocultado bajo algunas capas de rence volviendo a tejer los juncos sobre ellas. Habían estado bien protegidas.

Tenía de nuevo en mi poder la espada de acero de doble filo, la misma que había usado hace tiempo en el asedio de Ar, y la vaina; el escudo redondo de cuero de bosko con su doble brazal, su orla de púas de hierro y lazadas de bronce y el sencillo casco carente de insignias y la “Y” reposando sobre la nariz, todo forrado de cuero. Incluso tenía la túnica de guerrero descolorida por la sal de los pantanos que me habían quitado antes de llevarme atado ante la presencia de Ho-Hak. Y por supuesto, también tenía el gran arco de madera flexible y amarilla de Ka-la-na, con sus puntas de cuerno de bosko y el haz de flechas.

Conté las flechas. Quedaban setenta, cincuenta eran flechas goreanas de algo más de un metro de longitud y veinte eran ligeras, apenas noventa centímetros. Las dos tienen puntas de metal y van empenachadas con tres plumas. Entre las flechas encontré la lengüeta con las dos aperturas para el índice y dedo corazón de la mano derecha, así como el brazal de cuero para proteger el antebrazo izquierdo.

Había dicho a Telima que la balsa tenía que ser firme, más ancha de lo usual, y sólida. No siendo cultivador de rence tenía intención de hacer uso del arco, pero para hacerlo tenía que ponerme en pie, puesto que es la posición idónea para dispararlo certeramente, y las pequeñas balsas usadas para caza menor, el tabuk o esclavos evadidos, me resultarían inútiles.

La balsa que Telima construyó me satisfizo plenamente, y no habría transcurrido mucho más de un ahn desde el regreso a la isla de nuestro escondite en el pantano, cuando con la pértiga nos apartó de la costa iniciando la persecución de las estrechas naves de proa alta portadoras de esclavos de Puerto Kar.

Las flechas yacían desperdigadas sobre el cuero que las envolviera mientras sostenía el arco con las manos. Aún no lo había tensado.

El esclavo que dirigía el ritmo de los remeros de la sexta nave sin duda estaba enojado, pues se había visto obligado a dejar de contar. Las naves que le precedían también habían ido reduciendo velocidad hasta quedar totalmente inmóviles. Los remos descansaban horizontales en espera de nuevas órdenes. En ocasiones resultaba difícil incluso para las pequeñas barcas de rence avanzar a través del enredo de arbustos y juncos del delta.

Desde el barco insignia habían arriado un barquichuelo de fondo plano, que ahora avanzaba impelido por dos esclavos que con pértigas se mantenían de pie sobre la cuadrada popa mientras otros dos esclavos, en la proa, con espadas de hoja ancha abrían un camino lo suficiente ancho para que las naves con sus correspondientes remos pasaran por él.

La sexta nave empezó a desviarse hacia sotavento; era como un lento semicírculo sin rumbo, como si se tratara de un dedo dibujando sobre el agua.

El esclavo que dirigía a los remeros dejó escapar una exclamación de enojo y se volvió para mirar al timonel que permanecía en su puesto sin efectuar movimiento alguno. Se había quitado el casco debido al calor y los insectos revoloteaban alrededor de su cabeza y se paseaban sobre su cabello. El esclavo que dirigía a los remeros volvió a gritar y luego dando un salto subió las escaleras hasta el puente del timonel y agarrando a éste por los hombros lo sacudió. Fue entonces cuando vio sus ojos. Soltó al hombre y éste cayó al suelo. Un grito de terror escapó de su garganta. Los guerreros al oír el grito acudieron raudos al puente del timonel.

La flecha del gran arco amarillo de madera de Ka-la-na había atravesado la cabeza del timonel perdiéndose en el pantano sin ser vista.

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