Las manos de Andrew se tensaron sobre la cintura de ella, pero no se movió.
—No, querida. Nada de riesgos —dijo con mucha suavidad.
Todo parecía estar bien, pero él no estaba seguro. Si sus canales volvían a sobrecargarse... No podía soportar verla sufrir de esa manera. No otra vez.
Ella exhaló un prolongado suspiro de decepción, pero Andrew supo que había aceptado su decisión. Cuando Calista le miró, sus ojos estaban colmados de lágrimas, pero sonreía.
No arrojaré ninguna sombra sobre este día maravilloso, pidiendo más como una niña golosa.
El le puso la capa de montar sobre los hombros, pues soplaba un viento penetrante desde las alturas, y hacía frío. Cuando la alzó hasta la montura, Andrew pudo ver el campo de flores, ahora de un azul helado, sin el resplandor dorado que antes lo había cubierto. El délo se oscurecía y empezó a lloviznar. La sentó en la montura y, en la lejanía, cuando montó, pudo ver que en la otra ladera del valle los caballos empezaron a juntarse con inquietud, buscando refugio.
El regreso fue silencioso, y Andrew se sentía deprimido, apenado. Sentía que había sido un tonto. Debería haber aprovechado la entrega de Calista, esa súbita desaparición del miedo y de la vacilación. ¿Qué precaución estúpida se lo había impedido?
Después de todo, si era la respuesta de Calista lo que le sobrecargaba los canales, la joven había respondido tanto a él como si la hubiera hecho suya. ¡Cómo lo deseaba! ¡Qué tonto había sido, qué condenadamente tonto!
Calista también estaba silenciosa, y de tanto en tanto le miraba con una inexpresable mirada de temor y miedo. Él percibió ese miedo, que borraba toda su alegría.
Me alegra haber sabido, una vez más, lo que es desearlo, devolverle su amor... pero tengo miedo.
Y él podía sentir la cualidad paralizante de ese miedo, el recuerdo del dolor que la joven había experimentado cuando antes se había permitido responderle.
No podría volver a soportarlo. Ni siquiera con kirian. Y también seña terrible para Damon. Por piedad de Avarra, ¿qué he hecho?
Llovía intensamente cuando llegaron a Armida, y Andrew bajó a Calista de la montura, sintiendo con pena que el cuerpo de ella se ponía rígido ante el contacto. ¿Otra vez? Besó el húmedo rostro bajo la capucha empapada. Ella no rechazó el beso, pero tampoco se lo devolvió. Perplejo, pero tratando de comprender —estaba asustada, pobre muchacha, ¿y quién podía acusarla después de aquella espantosa odisea?—, Andrew la llevó en brazos hasta subir las escaleras, y luego la depositó en el suelo.
—Ve a secarte, preciosa, no me esperes. Debo ocuparme de que atiendan adecuadamente a los caballos.
Calista se marchó lentamente y con pena. Su alegría había desaparecido, dejándola agotada y enferma de aprensión. Uno de los más fuertes tabúes de Arilinn era el que prohibía absolutamente la planta natural del
kireseth
, no tratada. Aunque ella ya no estaba atada a esas leyes, se sentía igualmente culpable y avergonzada. Aun sabiendo que las flores la afectarían, se había quedado allí para disfrutar del efecto, sin alejarse ni retirarse. Y además de culpa, sentía miedo. No sentía nada parecido a la sobrecarga de sus canales —en realidad, rara vez se había sentido mejor—, pero sabiendo lo que había hecho, estaba mortalmente asustada.
Fue en busca de Damon, que de inmediato adivinó lo ocurrido.
—¿Te expusiste al
kireseth
, Calista? Cuéntame.
Tartamudeando, avergonzada, asustada, ella logró contarle a Damon un poco de lo que había ocurrido. Damon, al escuchar sus vacilantes palabras, pensó con angustiada empatia que la joven parecía una ramera arrepentida, no una mujer casada que había pasado inocentemente el día con su propio esposo. Pero se preocupó. Después de lo que había sucedido a principios del invierno, Andrew no debería haberse acercado a ella de este modo, sin una invitación explícita. El
kireseth
, en realidad, tenía fama de acabar con las inhibiciones. Pero fuera cual fuese la causa, Calista podía haber sobrecargado sus canales con dos grupos conflictivos de respuestas.
—Bien, veamos qué daños hay.
Pero después de monitorearla brevemente, se sintió confundido.
—¿Estás
segura
, Calista? Tus canales son los de una Celadora, sin alteraciones. ¿Qué clase de broma es ésta?
—¿Broma? Damon, ¿qué quieres decir? Todo ocurrió tal como te he dicho.
—Pero eso es imposible —dijo Damon—. Tú
no puedes
haber reaccionado como dices. Si lo hubieras hecho, tus canales estarían sobrecargados, y tú estarías muy enferma. ¿Qué sientes ahora?
—Nada —dijo ella con cansancio, derrotada—. ¡No siento nada, nada,
nada
! —Por un momento Damon creyó que rompería a llorar. Ella volvió a hablar, con la voz cargada por las lágrimas contenidas—: Todo ha pasado como un sueño, y he quebrantado la leyes de la Torre. Soy una descastada, y total para nada.
Damon no sabía qué pensar. ¿Un sueño que compensaba sus privaciones, las privaciones de su vida? Después de todo, el
kireseth
era una droga alucinógena. Le tendió las manos. El automático rechazo de ella verificó lo que ya suponía: ella y Andrew tan sólo habían compartido una ilusión.
Más tarde interrogó a Andrew, y pudo hacerlo de manera más profunda y específica, discutiendo la clase de respuestas físicas en cuestión. Andrew estaba deprimido y a la defensiva, aunque admitió voluntariamente que él hubiera sido personalmente responsable si Calista hubiera sufrido algún daño. Por los infiernos de Zandru, pensó Damon, ¡qué enredo! Andrew ya se sentía muy culpable por desear a Calista cuando ella no estaba en condiciones de responderle, y ahora debía privarle incluso de esta ilusión. Puso una mano sobre el hombro de su amigo.
—Está bien, Andrew. No le hiciste daño. Está bien, te lo aseguro, y tiene los canales completamente limpios.
—No creo que haya sido un sueño, ni una ilusión ni nada de eso —dijo Andrew con obstinación—. ¡Maldición, yo no inventé las hojas enredadas en mi pelo!
—No dudo que estuvierais tendidos en alguna parte, sobre la hierba —dijo Damon, desgarrado por la compasión—. El
kireseth
contiene un componente que estimula el
laran
. Evidentemente, Calista y tú estuvisteis en contacto telepático, de manera más intensa de lo habitual, y tus... tus frustraciones construyeron un sueño. Algo que pudo ocurrir... sin ponerla en peligro. Y sin ponerte en peligro a ti.
Andrew ocultó el rostro entre las manos. Ya era suficientemente desagradable sentirse como un tonto por haberse pasado el día besándose y acariciándose con su esposa, sin nada más íntimo, pero era peor que le dijeran que, por efecto de la droga, simplemente había soñado haberlo hecho. Miró a Damon con obstinación.
—No creo que haya sido un sueño —dijo—. Si fue un sueño, ¿por qué no soñé que hacía lo que
verdaderamente
deseaba hacer? ¿Por qué no lo soñó
ella
? Se supone que los sueños alivian las frustraciones, no que producen otras nuevas, ¿verdad?
Damon admitió que ésa era, por supuesto, una buena pregunta, pero ¿qué sabía él de los miedos y las frustraciones que podían inhibir incluso los sueños? Una noche, en su juventud, había soñado que tocaba a Leonie de una manera que ninguna Celadora podía ser tocada, ni siquiera con el pensamiento, y se había pasado tres noches sin dormir por miedo a repetir esa ofensa.
En su habitación, lavándose para la cena, Andrew observó sus ropas, arrugadas y sucias. ¿Era tan tonto como para tener sueños eróticos con su propia esposa? No lo creía. Damon no había estado allí, pero él sí. Y sabía perfectamente lo que había ocurrido, aunque no pudiera explicarlo siquiera. Estaba sumamente contento de que Calista no hubiera sufrido daños, aunque tampoco podía comprender lo que había pasado.
Esa noche, durante la cena,
Dom
Esteban dijo, con tono de preocupación:
—Me pregunto... ¿Creéis que Domenic está bien? Siento que algo lo amenaza, algo maligno...
—Tonterías, padre —dijo amablemente Ellemir—. Esta mañana
Dom
Kieran nos dijko que estaba perfectamente bien y rodeado de sus amigos, comportándose correctamente y haciéndose cargo de sus responsabilidades de la mejor manera posible. ¡No seas tonto!
—Supongo que tienes razón —dijo el anciano, pero su aspecto de preocupación persitió.
—Me gustaría que estuviera en casa.
Damon y Ellemir cambiaron miradas de preocupación. Al igual que todos los Alton,
Dom
Esteban tenía ocasionales destellos de precognición. Quieran los Dioses que sólo sea preocupación, pensó Damon, que no esté viendo el futuro. El anciano estaba inválido y enfermo. Probablemente, sólo fuera preocupación.
Pero Damon descubrió que también él había empezado a preocuparse, y su preocupación no cesó.
Durante toda la noche los sueños de Damon estuvieron acechados por el ruido de cascos de caballos que galopaban... galopaban hacia Armida con malas noticias. Ellemir se estaba vistiendo, preparándose para bajar a supervisar las cocinas —este embarazo no le ocasionaba ninguna de las molestias que había sufrido durante el anterior— cuando repentinamente se puso pálida y gritó. Damon se acercó rápidamente a ella, pero la joven se fue corriendo hacia la escalera, bajó hasta el salón, salió al patio y permaneció en los portales, con el rostro mortalmente pálido.
Damon, sintiendo que la premonición también hacía presa de él, la siguió, rogándole:
—Ellemir, ¿qué pasa? Amor, no debes quedarte aquí de este modo...
—Padre —susurró ella—. Esto matará a nuestro padre. ¡Oh, bendita Cassilda, Domenic, Domenic!
El la condujo suavemente hasta la casa, a través de la fina niebla de la llovizna matinal. En cuanto traspasaron la puerta encontraron a Calista, pálida y demacrada, con Andrew, preocupado y aprensivo, a su lado. Calista fue a la habitación de su padre, diciendo suavemente:
—Todo lo que podemos hacer ahora es estar con él, Andrew.
Andrew y Damon permanecieron junto al anciano mientras su criado personal le vestía. Suavemente, Damon le ayudó a sentarse en su silla de ruedas.
—Querido tío, sólo nos queda esperar las noticias. Pero ocurra lo que ocurra, recuerda que todavía tienes hijas e hijos que te aman y que están junto a ti.
En el Gran Salón, Ellemir se acercó para arrodillarse junto a su padre, sollozando.
Dom
Esteban le acarició el brillante cabello y dijo con voz ronca:
—Cuídala a ella, Damon, no te preocupes por mí. Si... si algo malo le ha ocurrido a Domenic, ese niño que llevas, Ellemir, es el próximo heredero de Alton.
¡Que Dios les ayudara a todos, pensó Damon, porque Valdir no tenía todavía doce años! ¿Quién comandaría la Guardia? ¡Hasta Domenic había sido considerado muy joven para esa tarea!
Andrew estaba pensando que su hijo, el niño de Ellemir, sería heredero del Dominio. La idea parecía tan terriblemente improbable que le asaltó una risa histérica.
Calista puso una copa entre las manos del anciano
dom
.
—Bebe esto, padre.
—¡No quiero ninguna de tus drogas! ¡Nadie me tranquilizará ni me hará dormir hasta que no sepa...
—¡Bebe! —ordenó ella, pálida y furiosa a su lado—. No es para disminuir tu conciencia sino para fortalecerte. ¡Hoy necesitarás toda tu fuerza!
Con cierta reticencia, el anciano tomó la poción. Ellemir se incorporó.
—Los criados y los campesinos no deben pasar hambre por culpa de nuestro dolor —dijo—. Debo ocuparme del desayuno. Condujeron al anciano a la mesa y lo instaron a que comiera, pero ninguno de ellos comió mucho, y Andrew descubrió que se esforzaba por escuchar más allá del alcance de sus oídos, esperando al mensajero que traía las noticias que ya todos daban por supuestas.
—Ahí está —dijo Calista, dejando un pedazo de pan untado con mantequilla y poniéndose en pie. Su padre levantó la mano, deteniéndola, muy pálido pero perfectamente dueño de sí, Lord Alton, cabeza del Dominio, Comyn.
—Permanece sentada, hija. Las malas noticias llegarán cuando quieran, pero no es adecuado salir corriendo en su busca. Se llevó a la boca una cucharada de potaje de nueces pero volvió a dejarla, intacta. Ninguno pretendía fingir que comía ahora, al escuchar el ruido de los cascos en el patio de piedra, las botas del mensajero subiendo los peldaños. Era un Guardia, muy joven, con el pelo rojo que, Andrew ya sabía, significaba que en alguna parte, próxima o distante, tenía sangre Comyn. Parecía cansado, triste, asustado.
—Bienvenido a mi casa, Darren —dijo
Dom
Esteban con suavidad—. ¿Qué te trae a estas horas, muchacho?
—Lord Alton. —La voz del mensajero pareció quebrarse en su garganta—. Lamento traerte malas noticias. —Sus ojos recorrieron el Salón. Parecía acorralado, desdichado, reticente a dar las malas noticias al anciano, frágil y demacrado en su silla.
—Tuve una advertencia de esto, muchacho —dijo
Dom
Esteban suavemente—. Vamos, dímelo. —Levantó la mano y el joven, vacilante, se acercó a la mesa—. Se trata de mi hijo Domenic. ¿Ha... ha muerto?
El joven Darren bajó los ojos. Dom Esteban exhaló un suspiro ronco, estremecedor como un sollozo, pero cuando habló había recobrado el control.
—Estás cansado por la larga cabalgada. —Hizo una seña a los criados para que tomaran la capa del joven Guardia, le quitaran las pesadas botas de montar y le alcanzaran pantuflas de interior. Tras servirle un cuenco de vino tibio, pusieron una silla para él cerca de la mesa—. Cuéntame, muchacho. ¿Cómo murió?
—Por mala suerte, Lord Alton. Estaba en la armería, practicando esgrima con su hombre juramentado, el joven Cathal Lindir. De algún modo, a pesar de tener la máscara puesta, recibió un golpe en la cabeza. Nadie creyó que fuera serio, pero antes de que pudieran traer al oficial médico, Domenic estaba muerto.
Pobre Cathal, pensó Damon. Había sido uno de los cadetes durante el año que Damon fue maestro de cadetes, al igual que el joven Domenic. Los dos habían sido inseparables, iban juntos a todas partes: la práctica de esgrima, cuando estaban de servicio, durante las horas de descanso. Damon sabía que eran
bredin
, hermanos juramentados. Ya hubiera sido malo que Domenic muriera accidentalmente, por mala suerte, pero por un golpe de su amigo juramentado... que ésa fuera la causa de su muerte... ¡Bendita Cassilda, cómo sufriría el pobre muchacho!