Consideró ambas posibilidades al pie de la escalera, descalza y con la pistola en la mano, sintiendo frío en los pies y en las venas el incómodo bombear de la sangre que le batía muy aprisa. Demasiado tabaco, pensó estúpidamente, poniéndose sobre el corazón la mano que empuñaba la Derringer. Irse de allí a toda prisa o saber qué ocurría en la Sala Doce… La última opción significaba un ingrato recorrido de seis o siete minutos a través del edificio desierto. A menos que tuviera la suerte de encontrar por el camino al guardián de aquel ala: un joven vigilante jurado que, cuando encontraba a Julia trabajando en el taller, solía invitarla a café en la máquina de monedas, y bromeaba sobre la belleza de sus piernas, asegurando que constituían la mayor atracción del museo.
Qué diablos, se dijo al cabo de un rato de darle vueltas al asunto. Ella, Julia, había matado piratas. Si el asesino estaba allí dentro, era una buena ocasión, quizá la única, para quedar frente a frente y ver su cara. A fin de cuentas era él quien se movía; mientras que ella, pato prudente, vigilaba con el rabillo del ojo mientras sostenía en la mano derecha quinientos gramos de metal cromado, nácar y plomo, que accionados a corta distancia podían, perfectamente, cambiar los papeles en aquella singular partida de caza.
Julia era de buena casta y, aún más importante, lo sabía. Se le dilataron en la penumbra las aletas de la nariz, como si intentase olfatear la dirección del peligro; apreté los dientes y evocó en su ayuda la rabia contenida por el recuerdo de Alvaro y Menchu, la decisión de no ser un títere asustado sobre un tablero de ajedrez, sino alguien muy capaz de devolver, a la primera ocasión, ojo por ojo y diente por diente. Fuera quien fuese, si la quería encontrar, iba a hacerlo. En la Sala Doce o en el infierno. Por los clavos de Cristo que sí.
Franqueó la puerta interior que, como esperaba, encontró abierta. El vigilante nocturno debía de estar lejos, pues el silencio era absoluto. Cruzó una nave entre las inquietantes sombras de estatuas de mármol que la miraban pasar con ojos vacíos e inmóviles. Recorrió después la sala de los retablos medievales, de los que sólo acertó a distinguir, en las oscuras sombras que formaban sobre los muros, algún apagado reflejo sobre los dorados y fondos de pan de oro. Al final de aquella larga nave, a la izquierda, distinguió la pequeña escalinata que conducía a las salas de primitivos flamencos, entre las que se contaba la número Doce.
Se detuvo un instante junto al primer peldaño, atisbando el interior con suma prudencia. En aquella parte el techo era más bajo, y las luces de seguridad permitían distinguir mejor los detalles. En la penumbra azulada, los colores de los cuadros viraban al claroscuro. Vio, casi irreconocible entre las sombras, el
Descendimiento
de Van der Weyden, que en la irreal tiniebla tenía un aire de siniestra grandeza, mostrando sólo los colores más claros, como la figura de Cristo y el rostro de la madre, desmayada, su brazo caído paralelo al exánime del hijo.
Allí no había nadie, excepto los personajes de los cuadros, y la mayor parte de ellos, ocultos por la oscuridad, parecían dormir un largo sueño. Sin confiar en la calma aparente, impresionada por la presencia de tantas imágenes creadas por la mano de hombres muertos cientos de años atrás y que parecían acechar desde sus viejos marcos en las paredes, Julia llegó hasta el umbral de la Sala Doce. Intentó inútilmente tragar saliva, pues tenía la garganta seca; miró una vez más a su espalda sin observar nada sospechoso y, sintiendo que la tensión anudaba los músculos en sus mandíbulas, respiró hondo antes de entrar en la sala como había visto hacer en las películas: el dedo en el gatillo de la pistola y ésta empuñada entre las dos manos, apuntando hacia las sombras.
Tampoco allí había nadie, y Julia experimentó un alivio embriagador, infinito. Lo primero que vio, tamizado por la penumbra, fue la genial pesadilla de
El Jardín de las Delicias
, que ocupaba la mayor parte de una pared. Se apoyó en la opuesta, y su aliento empañó el cristal que cubría el
Autorretrato
, de Durero. Con el dorso de la mano se enjugó el sudor de la frente empapada, antes de avanzar hacia la tercera pared, la del fondo. A medida que lo hacía, los contornos y después los tonos más claros del cuadro de Brueghel se perfilaban ante sus ojos. Aquella pintura, que también podía reconocer aunque la oscuridad velase la mayor parte de sus detalles, siempre había ejercido sobre ella una peculiar fascinación. El acento trágico que inspiraba hasta la última pincelada, la expresividad de sus infinitas figuras sacudidas por el aliento mortal e inexorable, las numerosas escenas que se integraban en la macabra perspectiva del conjunto, habían, durante muchos años, excitado su imaginación. La débil claridad azul del techo destacaba los esqueletos que brotan en tropel de las entrañas de la tierra como un viento vengativo y arrasador; los incendios lejanos que recortan negras ruinas en el horizonte; las ruedas de Tántalo que giran en la distancia al extremo de sus pértigas, junto al esqueleto que, alzando la espada, se dispone a descargarla sobre el reo de ojos vendados que ora de rodillas… Y en primer término, el rey sorprendido en mitad del festín, los amantes ajenos a la hora final, la sonriente calavera que bate los timbales del Juicio, el caballero que, descompuesto por el terror, aún conserva el coraje suficiente para, en postrer gesto de valor y rebeldía, extraer su espada de la vaina, dispuesto a vender cara su piel en el último combate sin esperanza…
La tarjeta estaba allí, en la parte inferior de la tabla; entre la pintura y el marco. Justo sobre el rótulo dorado en el que Julia, adivinó, más que leer, las siniestras cinco palabras que constituían el título del cuadro:
El triunfo de la Muerte
.
Cuando salió a la calle llovía a cántaros. El resplandor de las farolas isabelinas iluminaba cortinas de agua que brotaban torrenciales de la oscuridad, repiqueteando sobre el empedrado. Los charcos estallaban en infinidad de gruesas salpicaduras, quebrando los reflejos de la ciudad en un atormentado vaivén de luces y sombras.
Julia levantó el rostro y dejó que el agua corriese libremente por su cabello y sus mejillas. El frío le endurecía los pómulos y los labios, y le pegaba a la cara el pelo mojado. Se cerró el cuello de la gabardina, caminando entre los setos y los bancos de piedra sin preocuparse de la lluvia ni de la humedad que invadía sus zapatos. Las imágenes de Brueghel seguían grabadas en su retina, deslumbrada por el resplandor de los automóviles que circulaban por la calzada próxima y que recortaban dorados conos de lluvia, iluminando a trechos la silueta de la joven, proyectada en largas sombras oscilantes que se multiplicaban en los reflejos del suelo. La sobrecogedora tragedia medieval se agitaba ante sus ojos, entre todas aquellas luces que la rodeaban. Y en ella, en los hombres y mujeres sumergidos por el alud de esqueletos vengadores que brotaba de la tierra, Julia podía reconocer perfectamente a los personajes del
otro
cuadro: Roger de Arras, Fernando Altenhoffen, Beatriz de Borgoña… Incluso, en segundo término, la cabeza baja y el gesto resignado del viejo Pieter Van Huys. Todo se conjugaba en aquella escena terrible y definitiva, donde iban a parar, sin distinción en la suerte del último dado que rodaba sobre el tapete de la tierra, belleza y fealdad, amor y odio, bondad y maldad, esfuerzo y abandono. La propia Julia se había reconocido, también, en el espejo que fotografiaba con despiadaba lucidez la ruptura del Séptimo Sello del Apocalipsis. Ella era la joven vuelta de espaldas a la escena, absorta en sus ensueños, aturdida por la música del laúd que tañía una sonriente calavera. En aquel sombrío paisaje ya no quedaba espacio para piratas ni tesoros escondidos, las Wendys eran arrastradas debatiéndose entre la legión de esqueletos, Cenicienta y Blancanieves olían el azufre con ojos desencajados por el miedo, y el soldadito de plomo, o San Jorge olvidado de su dragón, o Roger de Arras con la espada medio fuera de la vaina, ya no podían hacer nada por ellas. Demasiado tenían con intentar inútilmente, por un prurito de mero honor, asestarle un par de estocadas al vacío antes de enlazar sus manos, como todos los demás, con los descarnados huesos de la Muerte que los arrastraba en su danza macabra.
Los faros de un automóvil iluminaron una cabina de teléfono. Julia entró en ella y buscó unas monedas en su bolso, moviéndose como entre las nieblas de un sueño. Marcó mecánicamente los números de César y de Muñoz, sin obtener respuesta, mientras su pelo mojado goteaba sobre el auricular. Colgó, apoyando la cabeza en el cristal de la cabina, y se puso entre los labios, cortados e insensibles por el frío, un húmedo cigarrillo. Se dejó envolver por el humo, con los ojos cerrados, y cuando la brasa empezó a quemarle entre los dedos lo dejó caer al suelo. La lluvia resonaba monótonamente sobre el techo de aluminio, pero ni siquiera allí Julia se sentía a salvo. Sólo se trataba, lo supo con una desconsolada sensación de infinito cansancio, de una insegura tregua que no la protegía del frío, los reflejos y las sombras que la cercaban.
Nunca tuvo conciencia del tiempo que permaneció dentro de la cabina. Pero hubo un momento en que introdujo de nuevo las monedas y marcó un número, esta vez el de Muñoz. Cuando escuchó la voz del jugador de ajedrez, Julia pareció volver lentamente en sí, igual que al regresar, como en efecto había ocurrido, de un viaje muy lejano. Un viaje a través del tiempo y de sí misma. Con una serenidad que se fue afianzando a medida que pronunciaba las palabras, explicó lo que pasaba. Muñoz preguntó por el contenido de la tarjeta, y ella se lo dijo: A X P, alfil por peón. Al otro lado de la línea telefónica se hizo el silencio, y después Muñoz, con un tono extraño que jamás había escuchado en él, le preguntó dónde estaba. Cuando lo dijo, el ajedrecista pidió que no se moviera de allí. Llegaría lo antes posible.
Quince minutos más tarde, un taxi se detenía junto a la cabina telefónica y Muñoz, abriendo la portezuela, la invitaba a subir. Julia echó a correr bajo la lluvia, resguardándose en el interior. Mientras el vehículo arrancaba, el jugador de ajedrez le quitó la gabardina empapada y le puso la suya sobre los hombros.
—¿Qué está pasando? —preguntó la joven, que temblaba de frío.
—Lo sabrá muy pronto.
—¿Qué significa alfil por peón?
Los destellos cambiantes de las luces exteriores iluminaban a trechos la ceñuda expresión del ajedrecista.
—Significa —dijo— que la dama negra está a punto de comerse otra pieza.
Julia parpadeó, aturdida. Después cogió la mano de Muñoz entre las suyas, heladas; y lo miró con alarma.
—Hay que avisar a César.
—Aún tenemos tiempo —respondió el jugador.
—¿Dónde vamos?
—A Pénjamo. Con dos Haches.
Seguía lloviendo con fuerza cuando el taxi se detuvo frente al club de ajedrez. Muñoz abrió la portezuela sin soltar la mano de Julia.
—Venga —dijo.
Ella lo siguió, dócil. Subieron la escalera, hasta el vestíbulo. Aún quedaban algunos ajedrecistas en las mesas, pero a Cifuentes, el director, no se le veía por ninguna parte. Muñoz guió a Julia directamente hasta la biblioteca. Allí, entre trofeos y diplomas, un par de cientos de libros ocupaban los estantes protegidos por vitrinas. El jugador soltó la mano de Julia y abrió una de ellas, escogiendo un grueso tomo encuadernado en tela. En el lomo, en letras doradas oscurecidas por el uso y el tiempo, Julia leyó, desconcertada:
Semanario de ajedrez. Tercer Trimestre
. El año era ilegible.
Muñoz puso el tomo sobre la mesa y hojeó algunas páginas amarillentas, impresas en mal papel. Problemas de ajedrez, análisis de partidas, información sobre torneos, antiguas fotografías de sonrientes ganadores con camisa blanca y corbata, trajes y cortes de pelo de la época. Se detuvo en una doble página llena de fotografías.
—Mírelas con atención —le dijo a Julia.
La joven se inclinó sobre las fotos. Eran de mala calidad, y todas mostraban grupos de ajedrecistas posando ante la cámara. Algunos sostenían copas o diplomas. Leyó el encabezamiento de la página: II EDICIÓN DEL TROFEO NACIONAL JOSÉ RAÚL CAPABLANCA. Miró a Muñoz, desconcertada.
—No comprendo —murmuró.
El jugador de ajedrez señaló con el dedo una de las fotografías. Era un grupo de jóvenes, y dos sostenían pequeñas copas en la mano. El resto, otros cuatro, miraban al objetivo con gesto solemne. El pie de foto decía: FINALISTAS DE LA MODALIDAD JUVENIL.
—¿Reconoce a alguien? —preguntó Muñoz.
Julia estudió los rostros, uno por uno. Sólo en el que ocupaba el extremo derecho de la fotografía encontró un vago aire familiar. Era un joven de quince o dieciséis años, peinado hacia atrás, con chaqueta y corbata y un brazalete de luto sobre el brazo izquierdo. Miraba a la cámara con ojos tranquilos e inteligentes en los que Julia creyó leer un aire de desafío. Entonces lo reconoció. La mano le temblaba cuando puso un dedo sobre él, y al levantar los ojos hacia el ajedrecista vio que éste asentía.
—Sí —dijo Muñoz—. Es el jugador invisible.
«—Si lo he descubierto, es porque lo buscaba.
—¿Cómo?… ¿Acaso esperaba usted encontrarlo?
—Creí que no era improbable.»
A. Conan Doyle
La luz de la escalera estaba estropeada y subieron los peldaños a oscuras. Muñoz iba delante, guiándose con la mano a lo largo de la barandilla, y al llegar al rellano se quedaron los dos en silencio, escuchando. Al otro lado de la puerta no oían ruido alguno, pero una línea de luz se dibujaba en el umbral, a ras del suelo. Julia no pudo ver las facciones de su acompañante en la oscuridad, pero supo que Muñoz la miraba.
—Ya no podemos volver atrás —dijo, respondiendo a la pregunta no formulada, y como única respuesta oyó la tranquila respiración del ajedrecista. Entonces buscó a tientas el timbre, pulsándolo una vez. En el interior, el sonido se desvaneció como un eco lejano, al extremo del largo pasillo.
Tardaron un poco en oír los pasos que se acercaban despacio. El ruido se detuvo un momento y continuó después, más lento y próximo, hasta detenerse por completo. La cerradura giró de forma interminable, abriéndose por fin la puerta para proyectar sobre ellos un rectángulo de claridad que los deslumbró un instante. Entonces Julia miró la silueta familiar que se recortaba en el suave contraluz, mientras pensaba que realmente no quería aquella victoria.