—¿Por qué mató a Menchu?
—Tal vez no esperaba encontrarla allí, y eliminó un testigo molesto. La jugada que tenía prevista pudo no ser dama por torre… Es posible que todo fuera una brillante improvisación.
César enarcó una ceja, escandalizado.
—Lo de
brillante
, querido, me parece excesivo.
—Llámelo como quiera. Cambiar la jugada sobre la marcha, aplicando en el acto una variante que reflejase la situación, y poner junto al cadáver la tarjeta con la notación correspondiente… —el ajedrecista reflexionó sobre aquello—. Tuve tiempo de echar un vistazo. Incluso la nota estaba escrita a máquina, en la Olivetti de Julia, según Feijoo. Y sin huellas. Quien lo hizo actuó con mucha calma, pero rápido y bien. Como un reloj.
Por un momento la joven recordó a Muñoz horas atrás, mientras aguardaban la llegada de la policía, arrodillado junto al cadáver de Menchu, sin tocar nada ni hacer comentarios. Estudiando la tarjeta de visita del asesino, con la misma frialdad que si estuviera ante un tablero del club Capablanca.
—Sigo sin comprender por qué Menchu abrió la puerta…
—Creyó que era Max —sugirió César.
—No —dijo Muñoz—. Tenía una llave, la misma que encontramos en el suelo al llegar. Ella sabía que no era Max.
César suspiró, dándole vueltas al topacio en el dedo.
—No me extraña que la policía se aferre a Max con uñas y dientes —dijo, desmoralizado—. Ya no quedan sospechosos. A este paso, dentro de poco tampoco quedarán víctimas… Y si el señor Muñoz sigue aplicando a rajatabla sus sistemas deductivos, va a resultar… ¿Os lo imagináis? Usted, queridísimo, rodeado de cadáveres como en el último acto de Hamlet, y llegando a esta inevitable conclusión: «Soy el único superviviente, luego en estricta lógica, descartado lo imposible, es decir, los muertos, el asesino tengo que ser yo…» Y entregándose a la policía.
—Eso no está claro —dijo Muñoz.
César lo miró con reprobación.
—¿Que usted sea el asesino?… Disculpe, querido amigo, pero esta conversación empieza a parecerse peligrosamente a un diálogo de manicomio. Ni de lejos creería yo…
—No me refiero a eso —el jugador de ajedrez miraba sus manos, puestas a uno y otro lado de la taza vacía que tenía ante sí—. Hablo de lo que han dicho hace un momento: que ya no quedan sospechosos.
—No me diga —murmuró Julia, incrédula— que aún tiene algo entre ceja y ceja.
Muñoz levantó los ojos y miró pausadamente a la joven. Después chasqueó con suavidad la lengua, ladeando un poco la cabeza.
—Es posible.
Protestó Julia, pidiendo una explicación, pero ni ella ni César lograron sacarle una palabra. Con aire ausente, el jugador de ajedrez miraba la mesa, entre sus manos, como si adivinara en el jaspeado del mármol misteriosos movimientos de piezas imaginarias. De vez en cuando rozaba sus labios, a modo de sombra fugaz, aquella vaga sonrisa tras la que se escudaba cuando pretendía mantenerse al margen.
«En el ardiente intervalo había visto algo
con intolerable espanto: todo el horror
de las profundidades abismales del ajedrez.»
V. Nabokov
—Naturalmente —dijo Paco Montegrifo— este lamentable suceso no altera nuestros compromisos.
—Se lo agradezco.
—No tiene por qué. Sabemos que es ajena a lo ocurrido.
El director de Claymore había ido a visitar a Julia al taller del Prado, aprovechando, dijo al aparecer por allí inesperadamente, una entrevista con el director del museo, con vistas a la compra de un Zurbarán encomendado a su firma. La había encontrado en pleno trabajo, cuando inyectaba un adhesivo a base de cola y miel en un abolsado del tríptico atribuido al Duccio de Buoninsegna. Julia, que en ese momento no podía dejar lo que tenía entre manos, saludó a Montegrifo con un apurado movimiento de cabeza mientras presionaba el émbolo de la jeringuilla con que inyectaba la mezcla. El subastador parecía encantado de haberla sorprendido
in fraganti
—como dijo mientras le dedicaba su más resplandeciente sonrisa—, y encendiendo un cigarrillo se había sentado sobre una de las mesas, observándola.
Julia, incómoda, procuró terminar pronto. Protegió la zona tratada con papel de parafina y puso encima una bolsa con arena, cuidando que amoldara bien sobre la superficie de la pintura. Después se limpió las manos en la bata, manchada de pigmentos multicolores, y cogió el medio cigarrillo que aún humeaba en el cenicero.
—Una maravilla —dijo Montegrifo, señalando el cuadro—. Hacia mil trescientos, ¿no es eso? El maestro de Buoninsegna, si no me equivoco.
—Sí. El museo lo adquirió hace unos meses —Julia observó el resultado de su labor con ojo crítico—. He tenido algún problema con las virutas de pan de oro que orlan el manto de la Virgen. En algunos sitios se han perdido.
Montegrifo se inclinó sobre el tríptico, estudiándolo con atención profesional.
—Un magnífico esfuerzo, de todas formas —opinó al terminar el examen—. Como todos los suyos.
—Gracias.
El subastador miró a la joven con apesadumbrada simpatía.
—Aunque, naturalmente —dijo—, no se puede comparar con nuestra querida tabla de Flandes…
—Desde luego que no. Con todos los respetos para el Duccio.
Sonrieron ambos. Montegrifo se tocó los inmaculados puños de la camisa, procurando que asomasen exactamente tres centímetros bajo las mangas de la chaqueta cruzada azul marino, lo necesario para mostrar unos gemelos de oro con sus iniciales. Llevaba unos pantalones grises de raya impecable, y a pesar del tiempo lluvioso relucían sus zapatos italianos, negros.
—¿Se sabe algo del Van Huys? —preguntó la joven.
El subastador compuso un gesto de elegante melancolía.
—Desgraciadamente, no —aunque el suelo estaba lleno de serrín, papeles y restos de pintura, depositó la ceniza en el cenicero—. Pero estamos en contacto con la policía… La familia Belmonte ha puesto en mis manos todas las gestiones —aquí hizo un gesto que elogiaba aquella sensatez, lamentando a un tiempo que los propietarios del cuadro no lo hubiesen hecho antes—. Y lo paradójico de todo esto, Julia, es que, si
La partida de ajedrez
aparece, esta serie de lamentables sucesos va a disparar su precio hasta límites increíbles…
—De eso no me cabe duda. Pero usted lo ha dicho: si aparece.
—No la veo muy optimista.
—Después de cuanto he pasado en los últimos días, carezco de motivos para serlo.
—La comprendo. Pero yo confío en la actuación policial… O en la buena suerte. Y si logramos recuperar el cuadro y sacarlo a subasta, le aseguro que será un acontecimiento —sonrió como si llevara en el bolsillo un regalo maravilloso—. ¿Ha leído
Arte y Antigüedades
? Le dedican a la historia cinco páginas en color. No paran de telefonear periodistas especializados. Y el
Financial Times
saca la semana próxima un reportaje… Por cierto, algunos de esos periodistas han pedido ponerse en contacto con usted.
—No quiero entrevistas.
—Es una lástima, si me permite opinar. Usted vive de su prestigio. La publicidad aumenta la cotización profesional…
—No ese tipo de publicidad. Al fin y al cabo, el cuadro lo robaron en mi casa.
—Ese detalle estamos procurando pasarlo por alto. Usted no es responsable, y el informe policial no deja lugar a dudas. Según los indicios, el novio de su amiga entregó el cuadro a un cómplice desconocido, y las investigaciones se mueven en ese terreno. Estoy seguro de que aparecerá. Un cuadro ya tan famoso como el Van Huys no es fácil de exportar ilegalmente. En principio.
—Celebro verle tan confiado. A eso lo llamo ser un buen perdedor. Talante deportivo, creo que se dice. Yo pensaba que el robo había sido para su empresa un disgusto terrible…
Montegrifo adoptó un continente dolorido. La duda ofende, parecían decir sus ojos.
—Y lo es, en efecto —respondió, mirando a Julia como si ésta lo hubiese juzgado injustamente—. La verdad es que he tenido que dar muchas explicaciones a nuestra casa madre de Londres. Pero en este negocio uno está sujeto a ese tipo de problemas… Aunque no hay mal que por bien no venga. Nuestra filial de Nueva York ha descubierto otro Van Huys:
El cambista de Lovaina
.
—La palabra descubrir me parece excesiva… Es un cuadro conocido, catalogado. Pertenece a un coleccionista particular.
—La veo bien informada. Lo que pretendía decirle es que estamos en tratos con el propietario; por lo visto considera que es momento para obtener buena cotización por su cuadro. Esta vez, mis colegas de Nueva York le han madrugado a la competencia.
—Enhorabuena.
—He pensado que podríamos celebrarlo —miró el Rolex que llevaba en la muñeca—. Son casi las siete, así que la invito a cenar. Tenemos que discutir sus próximos trabajos con nosotros… Hay una talla policromada de San Miguel, escuela indoportuguesa del diecisiete, a la que me gustaría echara un vistazo.
—Se lo agradezco mucho, pero estoy algo alterada. La muerte de mi amiga, el asunto del cuadro… Esta noche no sería una acompañante amena.
—Como guste —Montegrifo encajó la negativa resignado y galante, sin perder la sonrisa—. Si le parece bien, la telefonearé a principios de la semana próxima… ¿El lunes?
—De acuerdo —Julia tendió la mano, que el subastador estrechó suavemente—. Y gracias por su visita.
—Siempre es un placer volver a verla, Julia. Y si necesita cualquier cosa —le dirigió una profunda mirada, llena de significados que la joven fue incapaz de interpretar—. Y me refiero a
cualquier cosa
, sea lo que sea, no lo dude. Llámeme.
Se fue, dedicándole una última y resplandeciente sonrisa desde el umbral, y Julia se quedó sola. Aún dedicó media hora de trabajo al Buoninsegna antes de recoger sus cosas. Muñoz y César habían insistido en que no volviera a casa durante algunos días, y el anticuario había vuelto a ofrecer la suya; pero Julia se mantuvo firme, limitándose a cambiar la cerradura de seguridad. Tozuda e inconmovible, como había precisado con disgusto César, que telefoneaba a cada momento para saber si todo iba bien. Respecto a Muñoz, Julia sabía, pues al anticuario se le escapó la confidencia, que ambos habían pasado despiertos la noche siguiente al crimen, montando guardia en las inmediaciones de su casa, ateridos de frío y con la única compañía de un termo de café y una petaca de coñac que César, previsoramente, llevó consigo. Velaron así durante horas, embozados con abrigos y bufandas, consolidando la curiosa amistad que, a causa de los acontecimientos, aquellos dispares personajes habían visto cimentarse en torno a Julia. Al enterarse, ella prohibió repetir el episodio, prometiendo a cambio no abrir la puerta a nadie y acostarse con la Derringer bajo la almohada.
Vio la pistola al meter sus cosas dentro del bolso, y con la punta de los dedos rozó el frío metal cromado. Era el cuarto día, desde la muerte de Menchu, sin nuevas tarjetas o llamadas telefónicas. Tal vez, se dijo sin convicción, la pesadilla había terminado. Cubrió el Buoninsegna con un lienzo, colgó la bata en un armario y se puso la gabardina. En la cara interior de su muñeca izquierda, el reloj de pulsera señalaba las ocho menos cuarto.
Iba a apagar la luz cuando sonó el teléfono.
Puso el auricular en la horquilla y se quedó inmóvil, conteniendo la respiración, y también el deseo de correr lejos de allí. Un escalofrío, un soplo de aire helado en su espalda, hizo que se estremeciera con violencia, y tuvo que apoyarse en la mesa para recobrar la serenidad perdida. Sus ojos espantados no lograban apartarse del teléfono. La voz que acababa de escuchar era irreconocible, asexuada, similar a la que los ventrílocuos daban a sus inquietantes muñecos articulados. Una voz de resonancias chillonas que le había erizado la piel con un ramalazo de terror ciego.
«
Sala Doce, Julia
…» Un silencio y una respiración sofocada, tal vez por un pañuelo puesto sobre el teléfono. «…
Sala Doce
», había repetido la voz. «
El viejo Brueghel
», añadió tras otro silencio. Después una risa breve y seca, siniestra, y el chasquido del teléfono al colgar.
Intentó poner orden en sus atropellados pensamientos, esforzándose en no permitir que el pánico se adueñara de ella. En las batidas, le había dicho una vez César, frente a la escopeta del cazador, los patos asustados son los primeros en caer… César. Cogió el teléfono para marcar el número de la tienda y después el de su casa, sin resultado. Tampoco con Muñoz tuvo éxito; durante un rato cuya dimensión la hizo temblar, tendría que apañárselas sola.
Sacó la Derringer del bolso y amartilló el percutor. Al menos por ese lado, pensó, ella misma podía llegar a ser tan peligrosa como el que más. De nuevo las palabras que César le dirigía cuando niña acudieron a su recuerdo. En la oscuridad —esa era otra de las lecciones, al contar ella sus miedos infantiles— están las mismas cosas que en la luz; sólo que no podemos verlas.
Salió al pasillo, con la pistola en la mano. A esa hora el edificio estaba desierto, salvo los vigilantes nocturnos que hacían su ronda; pero ignoraba dónde encontrarlos en aquel momento. Al final del corredor, la escalera descendía tres veces en ángulo recto, con un amplio rellano en cada descansillo. Las luces de seguridad dejaban una penumbra azulada, que permitía distinguir los cuadros de oscura pátina en las paredes, la balaustrada de mármol de la escalera y los bustos de patricios romanos que vigilaban desde sus nichos en la pared.
Se quitó los zapatos y los metió en el bolso. A través de las medias, el frío del suelo se le metió en el cuerpo; en el mejor de los casos, la aventura de aquella noche iba a zanjarse con un monumental resfriado. Bajó así la escalera, deteniéndose de vez en cuando para mirar por encima de la barandilla, sin ver ni oír nada sospechoso. Por fin llegó abajo y tuvo que plantearse la elección. Uno de los caminos, tras cruzar varias salas destinadas a talleres de restauración, llevaba hasta una puerta de seguridad por la que Julia, usando su tarjeta electrónica, podía acceder a la calle, en las proximidades de la Puerta Murillo. Siguiendo el otro camino, al final de un estrecho pasillo se llegaba a una segunda puerta que comunicaba con las salas del museo. Solía estar cerrada, pero nunca se echaba la llave antes de las diez de la noche, cuando los vigilantes hacían la última inspección por el anexo.