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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Intriga, #Policiaco

La tabla de Flandes (39 page)

Retiró el brazo del respaldo del sofá, inclinándose hacia adelante, entreabiertos los labios en atenta concentración sobre lo que ante sus ojos se desarrollaba, dispuesta a no perderse el menor detalle de la escena. Y aquel movimiento suyo pareció la señal para reanudar el diálogo. Muñoz, con las manos en los bolsillos de la gabardina y la cabeza ladeada, miraba a César.

—Acláreme una duda —dijo—. Después de que el alfil negro se come al peón blanco en A6, las blancas deciden mover su rey de D4 a E5, descubriendo el jaque de la dama blanca al rey negro… ¿Qué deben jugar las negras?

Los ojos del anticuario se animaron con un brillo divertido; parecía que sonriesen, independientes del imperturbable resto de sus facciones.

—No lo sé —repuso, al cabo de un instante—. Usted es el maestro, querido. Usted sabrá.

Muñoz hizo uno de sus gestos vagos, como si se quitase de encima el título magistral que César acababa de darle por primera vez.

—Insisto —pronunció despacio, arrastrando las palabras— en conocer su autorizada opinión.

Los labios del anticuario se contagiaron de la sonrisa que hasta aquel momento parecía limitarse a sus ojos.

—En ese caso, yo protegería el rey negro colocando el alfil en C4… —miró al jugador con solicitud cortés—. ¿Le parece apropiado?

—Me como ese alfil —afirmó Muñoz, casi con grosería—. Con mi alfil blanco de D3. Y después usted me da jaque con el caballo en D7.

—Yo no le doy nada, amigo mío —el anticuario sostenía su mirada, imperturbable—. No sé de qué me habla. Y tampoco son horas para plantear charadas.

Muñoz arrugó el ceño con aire testarudo.

—Usted me da jaque en D7 —insistió—. Déjese de historias y preste atención al tablero.

—¿Por qué había de hacerlo?

—Porque le van quedando pocas salidas… Yo eludo ese jaque llevando el rey blanco a D6.

Suspiró César al oír aquello, y los ojos azules, que con la escasa luz de la habitación parecían en aquel momento extraordinariamente claros, casi desprovistos de color, se posaron sobre Julia. Después, tras colocarse la boquilla entre los dientes, movió la cabeza hacia abajo dos veces, con una suave mueca de pesadumbre.

—Entonces, sintiéndolo mucho —dijo, y parecía de verdad contrariado— yo habría tenido que comerme el segundo caballo blanco, el que está en B1 —miró a su interlocutor con gesto contrito—. ¿No cree que es una lástima?

—Sí. Especialmente desde el punto de vista del caballo… —Muñoz se mordió el labio inferior, inquisitivo—. ¿Y se lo comería con la torre o con la dama?

—Con la dama, naturalmente —César parecía ofendido—. Hay ciertas reglas… —dejó la frase en suspenso con un gesto de la mano derecha. Una mano pálida y fina, en cuyo dorso se transparentaban los azulados surcos de las venas, y que ahora Julia sabía, también, muy capaz de matar con idéntica naturalidad; tal vez iniciando el movimiento letal con el mismo gesto elegante que, en ese momento, el anticuario trazaba en el aire.

Entonces, por primera vez desde que llegaron a casa de César, Muñoz dejó flotar en sus labios aquella sonrisa que nunca significaba nada, imprecisa y lejana, más relacionada con sus extrañas reflexiones matemáticas que con la realidad que lo circundaba.

—Yo en su lugar habría jugado dama a C2, pero eso ahora ya no tiene importancia… —dijo en voz baja—. Lo que me gustaría saber es cómo pensaba matarme.

—No diga inconveniencias —respondió el anticuario, y parecía sinceramente escandalizado. Después, como apelando a la urbanidad del ajedrecista, hizo un gesto en dirección al sofá donde Julia estaba sentada, aunque sin mirarla—. La señorita…

—A estas alturas —comentó Muñoz, y la sonrisa difusa seguía flotándole en un extremo de la boca— la señorita tiene, imagino, la misma curiosidad que yo. Pero no ha respondido a mi pregunta… ¿Pensaba recurrir a su vieja táctica del golpe en la garganta o en la nuca, o me reservaba un desenlace más clásico? Me refiero a veneno, puñal o algo por el estilo… ¿Cómo diría usted? —miró brevemente hacia las pinturas del techo, buscando allí el término apropiado—. Ah, sí. Algo de tipo
veneciano
.

—Yo hubiese dicho
florentino
—corrigió César, puntilloso hasta el fin, aunque sin ocultar cierta admiración—. Pero ignoraba que fuese usted capaz de ironizar sobre tales cuestiones.

—Y no lo soy —respondió el jugador—. No lo soy en absoluto —miró a Julia y después señaló al anticuario con un dedo—… Ahí lo tiene: el alfil, que ocupa un lugar de confianza junto al rey y la reina. Puestos a novelar la cosa, el
bishop
inglés, el obispo intrigante. El Gran Visir traidor que conspira en la sombra porque, en realidad, es la Dama Negra disfrazada…

—Qué folletín maravilloso —comentó César, burlón, juntando las manos en lento y silencioso aplauso—. Pero no me ha dicho lo que moverían las blancas después de perder su caballo… Si he de serle franco, querido, me tiene en ascuas.

—Alfil a D3, jaque. Y las negras pierden la partida.

—¿Así de fácil? Me alarma usted, amigo mío.

—Así de fácil.

César consideró la cuestión. Después retiró lo que quedaba de cigarrillo en el extremo de la boquilla y lo puso en un cenicero, tras desprender delicadamente la brasa.

—Interesante —dijo, y levantó en alto la boquilla, como si alzase un dedo en demanda de una pequeña pausa. Entonces se movió despacio, procurando no alarmar sin necesidad a Muñoz, y se acercó a la mesa de juego inglesa que estaba junto al sofá, a la derecha de Julia. Tras hacer girar la llavecita de plata en la cerradura del cajón chapado en limoncillo, extrajo las piezas, amarillentas y oscuras, de un antiquísimo ajedrez de marfil que ella nunca había visto hasta entonces.

—Interesante —repitió mientras sus dedos finos, de uñas cuidadas, ordenaban las piezas sobre el tablero—. La situación, por tanto, queda así:

—Es exacto —confirmó Muñoz, que miraba el tablero desde lejos, sin acercarse—. El alfil blanco, al retirarse de C4 a D3, permite un jaque doble: dama blanca al rey negro y el propio alfil a la dama negra. El rey no tiene más remedio que huir de A4 a B3 y abandonar la dama negra a su suerte… La reina blanca aún dará otro jaque en C4, empujando al rey enemigo hacia abajo, antes de que el alfil blanco remate a la dama.

—La torre negra se comerá ese alfil.

—Sí. Pero eso carece de importancia. Sin la dama, las negras están acabadas. Además: al desaparecer esa pieza del tablero, la partida pierde su razón de ser.

—Quizá esté en lo cierto.

—Lo estoy. La partida, o lo que queda de ella, la decide ahora el peón blanco que se encuentra en D5, que tras comerse el peón negro en C6 avanzará hasta entrar en dama sin que nadie pueda impedirlo… Eso sucederá dentro de seis, o como mucho nueve jugadas —Muñoz se metió una mano en el bolsillo y extrajo un papel lleno de anotaciones de lápiz—. Por ejemplo, éstas:

PD5 X PC6 | CD7 — F6

DC4 — E6 | PA5 — A4

DE6 X CF6 | PA4 — A3

PC3 — C4 + | RB2 — C1

DF6 — C3 + | RC1 — D1

DC3 X PA3 | TB1 — C1

DA3 — B3 + | RC1 X PC2

PC6 — C7 | PB6 — B5

PC7 — C8… | (Negras abandonan)

El anticuario cogió el papel con las anotaciones y después observó con mucha calma el ajedrez, sosteniendo la boquilla vacía entre los dientes. Su sonrisa era la del hombre que acepta una derrota escrita previamente en las estrellas. Una tras otra fue moviendo las piezas hasta componer la situación final:

—Reconozco que no hay salida —dijo por fin—. Las negras pierden.

Los ojos de Muñoz fueron del tablero a César.

—Comerse el segundo caballo —murmuró en tono objetivo— fue un error.

El anticuario encogió los hombros, sin perder la sonrisa:

—A partir de cierto momento las negras ya no podían elegir… Digamos que también ellas eran prisioneras de su propio movimiento; de su natural dinámica. Ese caballo redondeaba el juego —por un instante, Julia vislumbró en los ojos de César un relámpago de orgullo—. En realidad, casi rozaba la perfección.

—No en ajedrez —dijo Muñoz, con sequedad.

—¿Ajedrez?… Mi queridísimo amigo —el anticuario hizo un desdeñoso movimiento hacia las piezas—. Yo me refería a algo más que a un simple tablero —los ojos azules se hicieron profundos, como si a ellos asomase un mundo escondido—. Yo me refería a la vida misma, a esos otros sesenta y cuatro escaques de negras noches y de blancos días de los que hablaba el poeta… O tal vez sea al revés: de blancas noches y de negros días. Depende a qué lado del jugador dejemos o no la imagen… De dónde, puestos a hablar en términos simbólicos, situemos el espejo.

Julia observó que César no la miraba, aunque continuamente, mientas le hablaba a Muñoz, parecía dirigirse a ella.

—¿Cómo supo que era él? —le preguntó al ajedrecista, y entonces el anticuario pareció sobresaltarse por primera vez. Algo en su actitud cambió de pronto; como si Julia, al compartir en voz alta la acusación de Muñoz, acabara de romper un pacto de silencio. La reticencia inicial se desvaneció en el acto, y la sonrisa devino en burlona mueca amarga.

—Sí —le dijo al jugador de ajedrez, y esa fue su primera claudicación formal—. Cuéntele cómo supo que era yo.

Muñoz ladeó un poco la cabeza hacia Julia.

—Su amigo cometió un par de errores… —dudó unos segundos sobre el sentido de sus palabras y después le dirigió al anticuario un breve gesto, quizá de disculpa—. Aunque calificarlos de
errores
sería inadecuado, pues en todo momento supo lo que hacía y cuáles eran los riesgos… Paradójicamente, usted misma lo hizo delatarse.

—¿Yo? Pero si no tuve la menor idea hasta que…

César movió la cabeza. Casi con dulzura, pensó la joven, espantada de sus sentimientos.

—Nuestro amigo Muñoz habla en sentido figurado, princesa.

—No me llames princesa, te lo suplico —Julia no reconoció su propia voz; incluso a ella le sonaba con insólita dureza—. Esta noche no.

El anticuario la observó unos segundos antes de inclinar la cabeza en señal de asentimiento.

—De acuerdo —dijo, y parecía costarle retomar el hilo de las palabras—. Lo que Muñoz pretende explicar es que tu presencia en la partida le sirvió de contraste para observar las intenciones de su adversario. Nuestro amigo es un buen jugador de ajedrez; pero además ha resultado ser mejor sabueso de lo que yo mismo creía… No como ese imbécil de Feijoo, que ve una colilla en un cenicero y, como mucho, deduce que alguien ha fumado —miró a Muñoz—. Fue alfil por peón en lugar de dama por peón D5 la que lo puso alerta, ¿verdad?

—Sí. O al menos, uno de los indicios que me hicieron sospechar. En el cuarto movimiento, el jugador negro había desaprovechado ya la oportunidad de comerse la dama blanca, lo que hubiese decidido la partida a su favor… Al principio pensé que se trataba de jugar con el gato y el ratón, o que Julia era tan imprescindible para el juego que no podía ser comida, o asesinada, hasta más tarde. Pero cuando nuestro enemigo, usted, escogió alfil por peón en lugar de dama por peón D5, movimiento que habría implicado forzosamente un cambio de damas, comprendí que el jugador misterioso
nunca
había tenido intención de comerse la dama blanca; que estaba, incluso, dispuesto a perder la partida antes que dar ese paso. Y la relación de esa jugada con el
spray
del Rastro, ese presuntuoso
puedo matarte pero no lo hago
, era tan evidente que ya no me cupo la menor duda: las amenazas a la dama blanca eran un farol —miró a Julia—. Porque usted jamás corrió peligro real en esta historia.

César asentía, como si lo que se estuviera considerando allí no fuese su actuación, sino la de una tercera persona cuya suerte no le daba frío ni calor.

—También comprendió —dijo— que el enemigo no era el rey, sino la dama negra…

Muñoz movió los hombros sin sacar las manos de los bolsillos.

—Eso no fue difícil. La relación con los asesinatos era evidente: sólo aquellas piezas comidas por la dama negra simbolizaban muertes reales. Me apliqué entonces a estudiar los movimientos de esa pieza, y obtuve conclusiones interesantes. Por ejemplo, su papel protector respecto al juego de las negras en general, extensivo además a la dama blanca, su principal enemigo, y a la que sin embargo respetaba como si fuese sagrada… La proximidad espacial con el caballo blanco, yo mismo, ambas piezas en casillas contiguas, casi en buena vecindad, sin que la dama negra resolviera clavar su aguijón envenenado hasta más tarde, cuando no hubiese otra alternativa… —miraba a César con ojos opacos—. Al menos tengo el consuelo de que me habría matado sin odio, incluso con cierta finura y cómplice simpatía; con una disculpa a flor de labios y solicitando mi comprensión. Por imperativos de puro ajedrez.

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